En este momento de petróleo caro y de vergüenza europea por haber estado lucrando el régimen del invasor Putin, vuelven a activarse las llamadas a la transición ecológica. Pero la transformación material para los llamados “green new deals” o pactos verdes también genera unos impactos. Estos se pueden ver, por ejemplo, donde se saca el litio de las baterías o donde se instalan instalaciones de energía renovable. Estas nuevas fronteras de extracción de materiales y energía son lo que se han llamado “zonas de sacrificio” en la literatura académica. Carla Simón cuenta, en la película Alcarrás, la historia de una de estas zonas sacrificadas. Una explotación agrícola familiar en Lleida donde se presenta un problema (no dilema) al querer, los dueños de las tierras, cambiar melocotones por placas solares. Esto tiene un impacto en la familia agricultora, sobre la que se nos muestra su vida y penas en su último verano.
A Carla Simón le intrigaba antes del estreno la acogida entre la gente que retrata en la película. Mi pareja es agricultor y no quiere ir a ver Alcarrás. Dice que él ya sabe esa historia. Conoce bien el sufrimiento de los agricultores, su lucha por la tierra, y mira con reticencias una película que lo retrata. A todo el mundo le gusta ver sufrir a los agricultores, dice. No sé si tiene razón pero creo que es verdad que la gran acogida de la película probablemente tenga que ver con un imaginario muy extendido que romantiza la agricultura familiar, pero a la vez normaliza su desaparición. El escaso debate político que se ha generado sobre la trama de la película (la expropiación de un campo de fruta de hueso gestionado por la familia Solé durante 80 años para instalar placas solares) es una muestra de esto.
Sí que pareció gustarle la película al alcalde de mi pequeña ciudad de la costa del Maresme, con quién coincidí en la sesión. En esta comarca de la provincia de Barcelona la tierra que cultivamos (nosotros, y muchos de los pocos agricultores/as que sobreviven) pende de un hilo muy fino. Hilo sujetado en un extremo por el alcalde y por otro por el dueño de la tierra que quiere hacerla urbanizable (¿habrá visto Alcarrás también él?).
Me pregunto si la gente sale del cine pensando que la historia retratada es también de verdad, como los actores-no actores (sobre lo que tanto se ha comentado). ¿Qué hará la gente después de ver la película? ¿Qué hará el alcalde y otros políticos? ¿Alabarán la belleza de la película y su fotografía y su casting? ¿Intentarán proteger con más mimo la poca tierra cultivable que queda en sus municipios, sus comarcas, sus provincias?
A mí la película también me gustó (no sé explicar por qué). Leo las críticas: adorable, sencilla, pleno dominio de la cámara y el montaje, simple y elemental belleza, etc. De acuerdo. Sin embargo, me gustaría que la película movilizara comentarios más allá de la carrera que le espera a la directora, de la fotografía y de la maravilla del casting de actores-no actores. Quizás sólo lo pienso yo, y mi novio, pero hay algo raro en fetichizar la belleza de algo tan contencioso, y políticamente sensible. Alcarrás es una producción pequeña que retrata las costumbres y pesares de la gente, y la alegría de la vida sencilla, compartida, de pueblo. Por encima de todo, es un retrato de la situación precaria del campo en nuestro Estado, y de cómo eso es vivido por las personas. Y es precisamente este punto del que menos se ha hablado en las diversas intervenciones que la película ha desatado en medios de comunicación de todo tipo, incluidos comentarios en este mismo medio.
Se ha dado la casualidad que el estreno ha coincidido con la publicación del censo agrario de 2020, el primero en 11 años. Y las cifras que presentan ponen números a la realidad de la familia Solé. O dicho de otra forma, Carla Simón ilustra lo que el censo agrario presenta en estadísticas, en números sin caras ni voces. Desde 2009 hay una disminución de más de 70.000 explotaciones, lo que representa una pérdida del 7,57%. Esta disminución es del 50% desde 1999. No se traduce esta cifra en disminución de tierra cultivable, que se mantiene constante. Lo que esto significa es un proceso de concentración: menos tienen más. Los pequeños y medianos agricultores se jubilan o abandonan y dan paso a grandes conglomerados agro-industriales que gestionan grandes extensiones de tierra. Las placas solares, los molinos de viento, la urbanización metropolitana y rural, aeropuertos, o carreteras afectan más a los que peor pueden defenderse. Son también los pequeños y medianos los que salen peor parados de las políticas de comercio exterior y precios bajos que han empujado hacia la intensificación de la agricultura, la sobreproducción y el desplome de precios y de ingresos percibidos por los agricultores. Carla Simón sabe todo esto, e incluye en la película una escena muy conocida: manifestaciones de agricultores tirando fruta que de otra manera iban a vender por debajo de su coste de producción.
Además, el trabajo total en las explotaciones ha disminuido un 7.7%, aumentando la contratación regular de personal en detrimento de la mano de obra familiar. Recuerdo otra escena repetida en la película, el empeño de Quimet en la película: “Hijo, estudia, aquí no hay futuro, con la agricultura no ganarás para vivir”.
Y es que la tensión económica, esa lucha por sobrevivir, permea en los miembros de la familia y en sus relaciones (el abuelo inundado de tristeza, la hija adolescente que percibe la tensión en casa, los enfados entre hermanos). Y es eso lo que Alcarrás muestra de una manera especial. Esta situación tensa emocionalmente y económicamente de los agricultores está relacionado también con la precariedad de los trabajadores inmigrantes en el campo. Una realidad que la película deja fuera, pero que es el eje central de un documental grabado no muy lejos no hace mucho tiempo, El Cost de La Fruita.
El final de Alcarrás no sorprende. No hay final feliz. Estaban avisados. ¿Nos va a pasar lo mismo?
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