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Antidisturbios y manifestantes se sientan a la mesa sin protocolo de seguridad

Fotograma de la película 'El rey tuerto', de Marc Crehuet

Mónica Zas Marcos

A Ester Quintana le costó un ojo manifestarse durante la huelga general del 14N en Barcelona. Desde entonces, España se ha llenado de reinas y reyes tuertos en un intento de callar a idealistas que terminan con cuencas vacías. El caso de Ester convirtió los parches en un símbolo de hastío contra la brutalidad humana. Política también, pero primero humana. Detrás de las escopetas lanzapelotas hay siempre un uniforme blindado que protege -y esconde- a una persona. La impunidad judicial no tiene nada que ver con los remordimientos que se sientan todos los días a la mesa o se miran por las mañanas al espejo. Ni con la falta de ellos.

Las revueltas de 2012 colearon por los tribunales catalanes, el impacto mediático perdió fuelle y los protagonistas intentaron recomponer una normalidad ficticia. Pero entonces, como en una macabra profecía, Marc Crehuet ya había estrenado El rei borni en una sala barcelonesa. Una comedia tan negra como las conciencias que pretendía remover. “Escribí el guión después de que la policía le reventase un ojo a un chico italiano en San Sebastián”, nos explica el director al otro lado del teléfono.

Un incidente que ocurrió muchos años antes de la campaña en apoyo a Quintana, de los porrazos que marcaron la memoria colectiva del 15M o de que unos mossos d'esquadra fuesen exculpados por vestir de uniforme. “Me pregunté si los antidisturbios que ejercen esa ”violencia legal“ podrían alterar sus esquemas al reunirse con una de sus víctimas”, dice Crehuet. La obra de teatro propinó un doble golpe de efecto que firmó su contrato en la ciudad condal durante varias temporadas. Primero por subirse a la ola de la cultura social en el momento oportuno y, después, por retorcer el formato de sketch cómico hasta convertirlo en un disparate tan veraz que parece de terror.

Ahora, sin más riesgo aparente que el de sucumbir a los caprichos de la taquilla, llega a nuestras pantallas avalada por el Festival de Málaga. Si el documental A ti qué te parece ya puso en solfa las actitudes menos decentes de las fuerzas de seguridad, El rey tuerto sería la secuela de estos episodios. Una ficción costumbrista que empieza como una escena de matrimonios y va llevando al espectador por un camino de la amargura digno de Roman Polanski.

Camarero, hay un antidisturbios en mi sopa

La historia es un cliché de actualidad trenzado hasta el absurdo: antidisturbios y manifestante compartiendo una noche de vino y rosas. La fuerza de la película reside en dos antagonistas con los que ya desayunamos en el periódico y cenamos en el telediario. El rey podría llamarse Ester Quintana, Mateo Maglioni o como cualquiera de los otros siete tuertos de las manifestaciones catalanas. Pero el antidisturbios es un personaje desconocido que presenta tantas facetas como caras puedan existir debajo de un casco.

Marc Crehuet decidió explorar la vis del macho viril y atormentado que hace uso de una dialéctica propia de los grises. “David está muy seguro de sus propias convicciones porque lo necesita para ejercer su trabajo”, explica el guionista sobre su policía. No hay riesgos en el planteamiento de este cerebro lobotomizado por el concepto del bien como obediencia y el mal como resistencia. Una ideología que aplica también en su vida matrimonial. Aunque el autor se reafirma en que no pretende juzgar a los personajes, sus diálogos reparten con alegría los papeles de víctima y verdugo desde el primer fotograma.

“Si un tío está sentado en el suelo, ¿cómo le pego de cintura para abajo?”, insiste David a su mujer en la cinta. Crehuet también imaginó el hogar de este desgraciado funcionario como un infierno que se cae a pedazos. Un castigo intuitivo para el que incumple las normas con ganas -los 50 metros reglamentarios y disparar primero al suelo para que rebote- y no es capaz de sentir un ápice de vergüenza.

Tendrá que llegar Nacho, con su cuenca vacía del ojo, para evangelizarle en la causa antisistema. El tuerto en cuestión es un director de documentales depresivo que recibió el pelotazo desafortunado de la pistola de David. El resultado de ese encuentro fortuito es la cena más tensa que se recuerda desde Francis Veber. “¿Te crees que es justo perder un ojo por manifestarse?”, dice bañado en un mar de lágrimas, mientras le hace ver que no hay justificación para tal violencia. O al menos eso es lo que Nacho intenta, porque veremos que su doctrina del buen izquierdista también puede tener una lectura mucho más oscura.

Las mujeres como motores

Como decíamos, los dos antihéroes no están solos en esta parodia agresiva de toda una generación. Les acompañan Lidia y Sandra. La primera es la aséptica mujer de David, que se esconde hasta la paranoia en unos cursillos de cocina para escapar de su realidad doméstica. La otra es la novia del director tuerto y una hipster de librillo con aires de institutriz. Ambas parecen al principio un poco maltratadas en su segundo plano y sus personalidades frívolas, pero terminan siendo “el motor de la acción”.

“Las dos mueven a los protagonistas: una a través del chantaje y otra con el adiestramiento”, dice Crehuet. Por eso piensa que debemos fijarnos en Lidia para mantener los pies en el suelo y no perdernos entre esta chifladura extrema que a veces se disfraza de realidad.

Pero tampoco pretende esconder su reflejo de una sociedad perdida entre consignas, hipérboles y exceso de verbo que nos repiten sin cesar. El representante de este sin sentido es el político genérico, porque bien podría ser Mariano Rajoy, Cristobal Montoro o, incluso, Angela Merkel. Este falso personaje aparece, siempre protegido por la pantalla del televisor y el armazón de una radio, en los momentos más histriónicos de la comedia. Su misión es confundir a nuestra tropa con discursos de austeridad en loop y catastrofismos de la crisis.

“Representa esos discursos institucionales carentes de significado y tan alejados de la gente de la calle”. Un mal que se contagia desde las cúspides y las pantallas de plasma hasta lo más profano de la sociedad.

En definitiva, una película tan incómoda como necesaria. Aunque -aviso a navegantes-, si buscamos este baño de realidad, lo tendremos que hacer con lupa. El rey tuerto cuenta con solo veinte copias para unas pocas salas afortunadas de nuestro país. Una desgracia que, sin embargo, concede exclusividad a uno de los retratos más honestos de los últimos años.

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