El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Deambulo por la ciudad solo. Me considero un tipo sociable, pero no me siento cómodo entre mucha gente y siempre me parece mucha cuando no hablo con alguien. Llevo unos auriculares de diadema que me aíslan del ruido del tráfico. Vehículos y personas se cruzan en mi camino. A veces no los veo. Un sinfín de mensajes dejan su estela en mi retina al paso: señales de tráfico, letreros de establecimientos que invitan a entrar, objetos simbólicos que cuelgan de los bolsos… Esta noche saldrán del subconsciente y aparecerán en mis sueños de forma caótica.
Pienso si la publicidad tiene una doble función: una particular que trata de seducirme para codiciar un producto y la otra que trata de anular una visión propia de lo que nos rodea.
Sigo con mis pensamientos mirando sin ver. De pronto, la mirada de una niña que se asoma girándose desde un carro, se cruza con la mía. Nos miramos con curiosidad, sin emitir sonidos ni realizar gesto alguno. El carro avanza y yo me separo, pero ella se retuerce hacia el otro lado mientras dirige su mirada penetrante hacia mí. Le sonrío a modo de despedida.
Muchas veces he tratado de encontrar en los demás la confirmación de la idea de que la necesidad de reconocimiento y el sentimiento de pertenencia se manifiestan sutilmente en las relaciones espontáneas. Sin embargo, en esta ocasión me asalta una duda que esa mirada en mí despierta.
Vivimos tan rodeados de límites (como decía antes, la ciudad me envuelve hasta el punto de tratar de desvanecerme en el aislamiento), que no necesitamos buscarlos conscientemente en nuestro deambular ciudadano. Tampoco la niña necesita buscarlos, la física y su propio cuerpo se los muestran, cuando no los adultos que la rodean. Su búsqueda es exploración, no tiene objetivo, pero sí función. Su objeto es valorar posibilidades, caminos posibles.
Antes de la era digital de los dispositivos móviles y quizás ahora también en algunos lugares del mundo rural, los adultos conservábamos ese rescoldo en la mirada que se adivina en la gente mayor.
Nos movemos entre individuos en una ciudad modelada para la movilidad de personas y mercancías. Acaso también en personas mercancía. Aislados en nuestros pensamientos que buscan respuesta a nuestros problemas individuales, conscientes de que no podemos ofrecer más energía que la que requerimos para conservar nuestro estatus individual. Pero esta regla universal válida para un ser vivo, no lo es para una comunidad. Cuando los pingüinos emperadores se agrupan en círculos concéntricos para hacer frente al frío, saben que su supervivencia depende de la colaboración, lo que consiguen rotando en el exterior para mantener el interior caliente.
Cuando los humanos colaboramos, también ahorramos energía que podemos dedicar a edificar otras relaciones y otros espacios más amables. Quizás en ese entorno esa mirada encuentre otro mundo posible que explorar. Tal vez otra ciudad es posible.
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