Montañas imaginarias
Si los humanos no existiéramos, las montañas no serían otra cosa que una manifestación de las fuerzas geológicas que laten y se desarrollan bajo la corteza terrestre. Nuestra presencia y nuestras miradas, sin embargo, las han convertido en algo completamente diferente, en un artefacto cultural, en un objeto destinado a ser pensado, recreado y representado. Es por eso que las montañas, todas las montañas, son, en cierto sentido, realidades imaginadas en las que su forma o apariencia material cuenta mucho menos que su dimensión metafísica, artística, literaria o como queramos denominarla. De ese modo, cada cordillera y montaña del planeta ha sido revestida de un aura o halo en el cual la naturaleza física juega un papel mucho menor que nuestros sentimientos, ideas, relatos o ensoñaciones con respecto a las mismas.
El caso más extremo de lo que acabamos de señalar lo hallamos en las cordilleras entera o completamente imaginarias, es decir, en los sistemas montañosos cuya existencia real jamás pudo ser demostrada y que, a pesar de ello, generaron ríos de tinta, dando lugar a decenas y decenas de elucubraciones y teorías.
Uno de los mejores ejemplos de cuanto acabamos de señalar es el de los montes Ripeos o Rifeos, una cadena fabulosa que nunca nadie fue capaz de situar en el mapa con exactitud y sobre cuya existencia se empezó a especular en el siglo VII a. C. El primero en hacerlo fue un poeta, posiblemente espartano, llamado Alcmán. Tras él hubo una multitud de autores greco-romanos, tardoantiguos, medievales y renacentistas que durante más de dos milenios no dudaron en aportar nuevas informaciones al respecto incrementando, de ese modo, el ruido y la confusión. Entre todos ellos, los más notables fueron Sófocles, Apolonio de Rodas, Aristóteles, Hecateo, Hipócrates, Estrabón, Plutarco, Plinio el Viejo, Claudio Ptolomeo, Pomponio Mela, Amiano Marcelino, Orosio, Procopio o Isidoro de Sevilla. Aristóteles los situó “en el extremo norte, más allá de las fronteras de Escitia” (Meteorológicos I, 13, 350 b), opinión que, al parecer, también fue compartida por Plinio si hacemos caso del siguiente testimonio: “Luego se encuentran los montes Rifeos y la zona denominada Pteróforo, por las continuas precipitaciones de nieve que se asemejan a las plumas; es una parte del mundo maldita por la naturaleza, sumergida en una densa bruma, expuesta sólo al frío intenso y ocupada por los gélidos lugares donde nace el aquilón” (Historia Natural IV, 26, 5).
Al margen de las inconsistencias y contradicciones en las que incurrieron, la mayoría de las fuentes coincidían en señalar que estas montañas se hallaban en los confines del continente euroasiático, más allá del mundo conocido y que de sus laderas meridionales brotaban el boreas o viento del norte y algunos de los ríos (Dnieper, Don, Volga) que regaban las estepas de Europa oriental. A pesar del consenso alcanzado en esos puntos, la falta de pruebas e informaciones contrastadas hizo que, finalmente, los geógrafos y cartógrafos del siglo XVI tomaran la decisión de negar su existencia y eliminarlas de sus mapas.
Sin embargo, no hace falta irse tan atrás en el tiempo para descubrir casos semejantes al que acabamos de señalar. A finales del siglo XVIII, en 1799, un explorador escocés llamado Mungo Park editó una obra titulada Travels in the interior districts of Africa que, además de describir sus dos años de estancia (1795 – 97) en África occidental, contenía un mapa en el que figuraban las montañas Kong, una cadena montañosa situada 10º al norte de la línea del ecuador de la que nunca nadie había oído hablar. La ocurrencia tuvo muy buena acogida y durante cerca de un siglo, hasta 1889, nadie, ni viajeros ni cartógrafos, fue capaz o tuvo la osadía de enmendar el entuerto. Es más, la cordillera que, inicialmente, no llegaba mucho más allá de lo que actualmente son las repúblicas de Guinea y Costa de Marfil comenzó a extenderse cientos y cientos de kilómetros hacia el este hasta alcanzar dimensiones prodigiosas y altitudes que se acercaban a los 4.000 metros.
Desconocemos quién fue el causante de semejante error. Algunos geógrafos hacen recaer la responsabilidad en la incorrección o el apresuramiento de las observaciones de Park; otros, en James Rennell, el cartógrafo que las malinterpretó o fue incapaz de representarlas con exactitud. A pesar de todo, la existencia de las montañas Kong fue relativamente efímera porque la superchería no se prolongó más allá de 1889, fecha en la que las observaciones del oficial francés Louis Gustave Binger pusieron fin a su breve y fantástica vida. Esta última circunstancia no impidió que Julio Verne las incluyera en una fábula publicada en 1886 bajo el título de Robur el Conquistador. La cita figura en el capítulo XII y, a pesar de ser escueta, resulta muy evocadora. Dice así: “El día 11 por la mañana, el Albatros traspasó las montañas de Guinea septentrional, encerrada entre el Sudán y el golfo que lleva su nombre. En el horizonte se perfilaban confusamente los montes de Kong, del reino de Dahomey”. Será que algunas montañas también están hechas de la misma materia que los sueños.
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