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De grafiti, pintadas y silos

Fidel Piña Sánchez

Arquitecto —

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Vaya por delante - para aquellos lectores de gatillo rápido- mi incondicional admiración por el grafiti, manifestación artística tan importante en este siglo, como lo fueron la fotografía o el cómic en el siglo pasado. El grafiti es arte vinculado a la ciudad degradada, a un modo de vida alienado, a una manera de entender la vida. Creo que todos estaremos de acuerdo en que algunos -llamemos “lienzos”- extendidos sobre feas medianerías y tapias son capaces de revitalizar y dignificar trozos de ciudad y llegar a poner de moda una calle o un barrio. Admiro la obra de Bansi. Me gusta el grafiti cuando me conmueve.

Sin embargo -no nos confundamos- no todo lo que llamamos grafiti lo es. Hay uno, más cercano a la pintada, con el que no acabo de congeniar. Me refiero a ese trazo realizado sobre las fachadas de los edificios, sean éstos comunes o monumentos. He visto pintadas en el claustro de la catedral de Santiago de Compostela; en la fachada del Colegio de Los Jerónimos, del Monasterio de El Escorial; y hasta los muros de las escaleras que conducen a la linterna de la cúpula de Santa María del Fiore, en Florencia, están llenos de pintadas del tipo “Francesco ama a Paola”, o “Forza Milano”. Eso, querido lector, no es grafiti; es vulgar pintada con la que el 'artista' decide opinar sobre algo o alguien de un modo anónimo. Lo hacían los romanos, lo sabemos por las divertidas pintadas de Pompeya. Lo hacían los estudiantes de Baeza con magnífica tipografía en tinta roja sobre las fachadas de la Universidad, cuando pasaban de doctorandos a doctorados. Y la encontramos soezmente en nuestros días tras las puertas de ciertos urinarios públicos. Ya saben ustedes a lo que me refiero.

Y es ahí donde quería llegar. Porque peor que esa pintada individual y anónima garabateada sobre un edificio, mucho peor, es el grafiti respaldado por lo público. Me explicaré. Vivimos una extraña época, en la que las administraciones públicas _--permítanme que me reserve cuáles- han decidido que contratar artistas urbanos ayudados por trabajadores sociales y por personas discapacitadas para decorar silos de cereales abandonados, es un modo adecuado de igualar oportunidades y mejorar la integración social de dichos colectivos. Así, de un tiempo a esta parte, no hay pueblo que se precie, que no luzca con orgullo los colores grafiteados sobre su silo.

Permítanme que discrepe con la Administración. Los silos de cereales son magníficos edificios industriales -hoy lamentablemente abandonados- que forman parte de nuestro patrimonio como lo son las iglesias y ermitas de nuestros pueblos. Fueron una atrevida respuesta ingenieril realizada, como siempre con escasos medios, frente a una necesidad social en la España de los años 60, en un país que empezaba a desarrollarse industrialmente y que necesitaba hacer acopio de grano para la explosión demográfica coyuntural, la generación del baby boom.

La altura de estas instalaciones, porque no son propiamente edificios - superan los 20 metros, piensen en un edificio de siete plantas- competía inevitablemente con los campanarios de las iglesias. Eran potentes estructuras de hormigón. Eran al campo en el siglo XX lo que fueron los molinos de viento en siglos anteriores. Hoy yacen abandonados, pero una actitud respetuosa y creativa que les cambiara el uso -más allá del maquillaje grafitero exterior- permitiría su recuperación. Aún no es demasiado tarde.

Vaya por delante - para aquellos lectores de gatillo rápido- mi incondicional admiración por el grafiti, manifestación artística tan importante en este siglo, como lo fueron la fotografía o el cómic en el siglo pasado. El grafiti es arte vinculado a la ciudad degradada, a un modo de vida alienado, a una manera de entender la vida. Creo que todos estaremos de acuerdo en que algunos -llamemos “lienzos”- extendidos sobre feas medianerías y tapias son capaces de revitalizar y dignificar trozos de ciudad y llegar a poner de moda una calle o un barrio. Admiro la obra de Bansi. Me gusta el grafiti cuando me conmueve.

Sin embargo -no nos confundamos- no todo lo que llamamos grafiti lo es. Hay uno, más cercano a la pintada, con el que no acabo de congeniar. Me refiero a ese trazo realizado sobre las fachadas de los edificios, sean éstos comunes o monumentos. He visto pintadas en el claustro de la catedral de Santiago de Compostela; en la fachada del Colegio de Los Jerónimos, del Monasterio de El Escorial; y hasta los muros de las escaleras que conducen a la linterna de la cúpula de Santa María del Fiore, en Florencia, están llenos de pintadas del tipo “Francesco ama a Paola”, o “Forza Milano”. Eso, querido lector, no es grafiti; es vulgar pintada con la que el 'artista' decide opinar sobre algo o alguien de un modo anónimo. Lo hacían los romanos, lo sabemos por las divertidas pintadas de Pompeya. Lo hacían los estudiantes de Baeza con magnífica tipografía en tinta roja sobre las fachadas de la Universidad, cuando pasaban de doctorandos a doctorados. Y la encontramos soezmente en nuestros días tras las puertas de ciertos urinarios públicos. Ya saben ustedes a lo que me refiero.