Colas de lectores para salvar la Sant Jordi, la librería de Barcelona que se niega a perecer ante la gentrificación
Hace poco más de media hora que la persiana está subida y ya hay más de veinte personas que hacen cola para entrar en la librería Sant Jordi. Este local está en la calle Ferran, una de las más céntricas de Barcelona, y su sobriedad resiste en medio del mar de luces y colores de las tiendas de carcasas, comida rápida y souvenirs.
Cristina Riera, que ahora está a cargo de la librería, se abre paso entre los compradores que llenan los estrechos pasillos del local y serpentea entre las estanterías para encontrar el ejemplar que le ha pedido un cliente. Está en uno de los escaparates y, al salir, vuelve la mirada hacia la cola de gente que cada vez crece más y sonríe, incrédula.
Quienes esperan la felicitan por la hazaña, pero también le insuflan ánimos y le comparten condolencias. Porque la librería no es suya. Era de su marido Josep, que falleció la semana pasada, a los 58 años. “Estoy abrumadísima. No me creo esto que está pasando. Son días muy duros, pero este cariño nos da mucho calor”, asegura.
La fila de lectores es constante desde el martes, cuando empezó a correr un mensaje por grupos de WhatsApp que informaba de la muerte de Josep y pedía acudir al negocio a comprar libros y ayudar a aligerar el almacén. “¡Pero es que ese mensaje no lo escribimos nosotros!”, asegura Cristina, que apunta que sólo avisaron a los amigos más cercanos.
“Nos daba mucho apuro pedir ayuda. Queríamos ser discretos con la situación, pero supongo que la voz se corrió por el barrio y mira ahora”, dice, con una media sonrisa. En gran parte, el éxito del mensaje se basa en que explica que la Sant Jordi ha sido víctima de la gentrificación que asola el barrio y tiene que aligerar existencias porque debe dejar el local, pero eso no es del todo así.
Josep fundó la librería junto a su padre en 1983, en lo que había sido una antigua sombrerería. La tienda tenía ya un clásico mobiliario color ocre, con marcos finamente decorados y baldosas hidráulicas que todavía conserva hoy. “Los muebles son nuestros. Los compraron en su momento y hoy están catalogados como patrimonio emblemático y están protegidos. Pero en el local estamos de alquiler”, explica Riera.
El edificio en el que se encuentran es propiedad de un fondo inversor con el que no han podido hablar nunca; sólo a través de burofaxes en los que les han exigido subidas del alquiler. En la última comunicación les informaron de que les echaban del local en pocos meses. El plazo se cumple a mediados de febrero, apenas dos meses después de la muerte de Josep.
Como el contrato estaba a su nombre y la propiedad “no va a negociar”, Cristina tiene todas las esperanzas puestas en el Ayuntamiento y la Generalitat. “No nos podemos llevar el mobiliario a otro lado, así que estamos intentando que la administración se haga cargo y que el local entero quede como patrimonio de la ciudad. Ellos podrían asegurarse de que siguiera siendo una librería. Pero vamos, cualquier cosa menos una tienda de carcasas de móviles”, ruega esta mujer.
4.000 títulos guardados en la mente de un librero
Mientras cuenta su historia, Cristina no deja de mirar de soslayo al interior de la librería, donde diversos amigos y familiares que han venido a ayudarla envuelven regalos, buscan ejemplares y los cobran a destajo. “Tenemos que vender todo lo que podamos ahora. Primero, porque es necesario para el sustento familiar y, segundo, porque hay que aligerar el stock en caso de que nos tengamos que mudar”, explica.
Porque si no consigue quedarse en la calle Ferran, la Sant Jordi tiene un plan B. Hace años, ganaron un concurso que les da derecho a ocupar un bajo comercial de protección oficial en la calle Robadors, en el barrio del Raval, cerca de la Filmoteca. Pero, a pesar de que hubiera sido más barato y más cómodo, Josep nunca se quiso ir.
“Era un luchador y un ejemplo de resistencia en el territorio”. “Se quedó porque no quería regalar su barrio a los especuladores”. Así le recuerdan militantes de asambleas de barrio y de vecinos, a las que Josep acudía y donde se le recuerda con cariño sincero.
Pasa lo mismo entre sus clientes. Carmen es editora y era habitual de la librería. Hace años que no venía, tantos como los que hace que se mudó a otro barrio, pero al ver la noticia de la muerte de Josep, no dudó en volver. “Fue mi librero durante muchos años y quiero ayudarlo a él y a su familia una última vez”, explica, mientras espera en la cola.
Cristina se emociona cada vez que escucha una historia como esta. Y asegura que día tras día le llega una nueva. “Me escribe cada gente…”, dice, sonriente. “Pero no me extraña nada. Sobre todo teniendo en cuenta de que yo misma me enamoré de él aquí, en esta librería, hace 30 años”, recuerda.
Josep encandilaba por el amor que le tenía al barrio y a sus libros. Tanto, que conocía su negocio al dedillo. “No tenemos ordenador, estaba todo en su cabeza”, dice, entre orgullosa y agobiada, Cristina. El título y localización de los más de 4.000 ejemplares reposaban en su mente de librero y ahora son su mujer y la familia de esta —venida de Mallorca— quienes se las tienen que ver y regalar para encontrar lo que buscan.
“Todas las manos son bienvenidas”, asegura Cristina. Entre el caos del inventario y las colas inesperadas, tienen un trabajo con el que no contaban. “Mis amigas están diseñando horarios para turnarse y venir a ayudar. Incluso me están intentando hacer un hueco para que vaya a la peluquería y me cuide un poco”, explica entre carcajadas.
Pero, de momento, ella no dejará la Sant Jordi. No hasta que pueda asegurarle un futuro digno. Sabe que está delante de una hazaña titánica, pero agradece que las largas colas de vecinos la ayuden en su gesta. “La gente está demostrando que quiere una librería”, asegura. Y tiene razón, funciona. Justo este miércoles recibieron la visita del alcalde Collboni, cuyo despacho en la plaça Sant Jaume está a penas a 200 metros.
“La calle Ferran está tan degradada que no podemos permitir que este pequeño reducto se pierda. Como vecina, lo batallaré hasta el final, porque está en mis manos”, asevera Cristina, que ha tomado el relevo de la gesta heroica que Josep empezó hace años emulando al caballero Sant Jordi.
Como él, este librero también se enfrentó a su dragón particular y, aunque la batalla todavía no ha acabado, cuenta con el apoyo de un barrio dispuesto a enseñar los dientes ante la bestia y a defender uno de los últimos reductos de este barrio comido por la gentrificación.
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