En un instante de consciencia marcada por una ruptura profunda, la protagonista de 'Los armarios vacíos' de Annie Ernaux proclama: “He conseguido desclasarme, con arrogancia”. Desertora de la condición humilde e iletrada de sus padres, la hija y buena estudiante riñe en su interior por “decirles que están equivocados, que el mundo de verdad es educado, bien vestido, limpio. No puedo seguir odiando yo sola. Que vean como yo que sus clientes, su casa, no valen para nada, es todo feo, humillante”.
Voy a empezar recomendándoles ese libro en el cual, de manera brillante y despiadada, la nobel francesa narra las tensiones de una chica que llega a la universidad consciente del esfuerzo que ese hecho supone para su familia. A pesar de esa consciencia, se ve expuesta a las contradicciones de maldecir su origen humilde y renegar de las maneras ordinarias de sus padres.
Hay muchas formas de desclasarse. La fuga representada en el mito del hombre hecho a sí mismo que nos presentó Évole en la entrevista a C. Tangana es una. Interesante, con sus contradicciones, sus telas especiales de Prada, su recorrido hacia el éxito desde un trabajo precario al que evidentemente, no quiere volver. Su objetivo vital de “no ser un currante”.
No hay exaltación del sacrificio en sus palabras, hay un aborrecimiento de la precariedad, de la suya, para ser exactos. Un desclase por huida, por fama. La protagonista de Ernaux, por su parte, navega entre la cólera y la compasión, entre el reconocimiento del esfuerzo y la vergüenza ajena. Porque su mundo es un intervalo indefinido, sin seguridades; su identidad no responde a las lógicas de la herencia.
No se puede ser proletariado y vivir como burguesía. En ese enfrentamiento de vivencias generacionales tan cercanas y, sin embargo, tan diferentes, todo se transforma en una amalgama de contradicciones, aspiraciones y rupturas.
Yo quiero abogar por un discurso político de izquierdas que abrace y elabore esas complejidades. Las dudas y las incoherencias son más valiosas que los discursos que romantizan la precariedad, edulcoran el sufrimiento o presentan las condiciones de vida como una opción de resistencia o de destino buscado, peroratas que son paradoja de las izquierdas en este país. Luego viene el lobo y nos come.
La precariedad no es un valor, lo es la ética de la no explotación. Todas aspiramos a tener habitación propia, queremos que nuestra familia no sufra para pagar el alquiler y no ambicionamos años de trabajos precarios para aprender lo que vale un peine. Por eso trabajamos para acabar con la pobreza infantil, contra la feminización de la precariedad, contra los contratos basura o por los derechos laborales de las trabajadoras del hogar.
La explotación política de discursos románticos e identitarios alrededor de la lucha de la clase trabajadora se convierten en una trampa peligrosa
La explotación política de discursos románticos e identitarios alrededor de la lucha de la clase trabajadora se convierten en una trampa peligrosa
Así pues, ¿no es mejor plantear las contradicciones que explotar políticamente discursos que caen en la nostalgia, románticos de necesidad, reivindicativos de la identidad? La explotación política de discursos románticos e identitarios alrededor de la lucha de la clase trabajadora se convierten en una trampa peligrosa.
Entre otras razones, porque luego llega la hipoteca en un buen barrio, la aspiración de tener terraza, jardín, piscina… qué se yo, llega una compra en Galapagar y las contradicciones explotan por los aires.
El discurso de los de arriba y los de abajo nos impacta cual bumerán. Si todo se articula en una cuestión de ser de arriba o de abajo ¿queremos ser de los de abajo? Si tenemos cargos públicos, ¿cuándo pasamos a ser ellos, a ser los de arriba? Porque ojo, ser diputada o concejal te confiere un reconocimiento social, unas prerrogativas simbólicas y materiales
¿Es una cuestión material ser de arriba o de abajo, de valores, de buenos y malos? Si una cajera de supermercado llega al poder (cosa que dudo) ¿ganan algo las cajeras? ¿Se imparte algún tipo de justicia con ese acto? ¿Puede esa representación simbólica ser tan potente como para desmontar la casa del amo con las herramientas del amo, como negó Audre Lorde?
¿Dónde están los límites de lo que podemos aceptar? ¿Podemos aspirar a tener un balconcito? ¿Balconcito bien, piscina mal -sequía mediante-? ¿Qué hacemos aquellas que nos criamos en un mini piso del barrio de currantes con horarios de mierda, madres limpiadoras que proyectaron su esperanza en que tu futuro fuera mejor? ¿Nos rompemos la camisa por ser obreros, muy obreros, más obreros y nos damos golpes en el pecho con el orgullo de clase como si no hubiera réplica ni dolor?
Podría dedicarle varias páginas a las preguntas a las que nunca llega el idealismo que eleva a altares el sacrificio, inconsciente de las complejidades éticas y estéticas. Que no nos confundan con “chorradas de intelectuales” aquellos que califican la desigualdad en el acceso a la educación como expresión del “lenguaje de la gente sencilla, la maravillosa sensatez natural del pueblo, la ingenuidad sincera.” Lean a Annie Ernaux.