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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Pau Rodríguez

14 de agosto de 2021 22:35 h

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La caña de Félix espera, hoy sin demasiado éxito, a que pique algún pez. “Por aquí podían llegar las barcas con la gente”, explica este jubilado, que por alguna razón decidió convertir en su particular coto de pesca la pequeña playa que hay frente a la Atlántida, la emblemática discoteca de Sitges, templo del house a finales de los 90 y punto de encuentro en los 80 de turistas con poder adquisitivo, gente guapa local y alguna que otra celebrity. Ahora es un esqueleto de lo que fue. 

Su latido se apagó en 2013, tras un progresivo declive y varios litigios con el Ayuntamiento, entre ellos por su licencia medioambiental y por varias obras hoy declaradas ilegales en los juzgados. En la actualidad es básicamente un lugar de paso para excursionistas que van por el camino de ronda hacia Vilanova i la Geltrú, además de una incómoda edificación en primera línea de mar, dentro de un paraje natural protegido por la Unión Europea. Tanto en invierno como en verano, un vigilante de seguridad evita que quede a merced de ocupas. 

“Era algo bastante espectacular, sobre todo para los chavales del pueblo de 17, 18, 19 años… A veces nos colábamos. Era un ambiente muy top, muy caro”, recuerda sobre sus inicios Santi Terraza, editor de la revista L’Eco de Sitges y empresario local. La sala de baile abrió en 1981, uno de los primeros negocios de Martí Ferrer, hoy propietario del grupo Amnesia. “Tengo imágenes de ver a Urruti [histórico portero del Barça], a Romay [pivot del Madrid de baloncesto]… Muchos futbolistas. Y periodistas del corazón”, relata Terraza sobre este exclusivo local al que, por si fuera poco, se podía llegar en barca. 

Tras su cierre, ha permanecido ocho años vacío. Su deterioro, visible por la caída de la pintura en el exterior, ha obligado en el interior a apuntalarlo. Se debe en parte a los estragos causados por temporales como el Gloria. 

Igual que la Atlántida, son muchas las discotecas diseminadas por la geografía española que permanecen abandonadas. En el mejor de los casos, tapiadas con éxito; en el peor, saqueadas o en estado ruinoso. En este reportaje se recogen algunas de las que hay en Catalunya. Desde el Chic de Roses hasta la Louie Vega de Calafell –premio FAD de diseño cuando abrió–, desde las de la autovía de Castelldefels a la Big Ben de Mollerussa, muchas marcaron a generaciones. Y aunque pertenecen a distintas movidas musicales, hay lazos que las unen: uno es el haber contribuido a una era, la de las discotecas como epicentro de socialización nocturna de los jóvenes, que pocos piensan ya que volverá (o no de la misma forma). Otro, el de haberse convertido en enormes inmuebles difíciles de traspasar, a menudo con una arquitectura kitch que hace todavía más complicada su reconversión.

“Hubo una época dorada, pero ya pasó. Ahora es la era del tardeo, de los festivales de música… Y de las experiencias. Un chaval de 20 años prefiere no salir en un mes e irse luego a Tomorrowland (festival de música electrónica en Bélgica) que irse de disco cada sábado”, pone como ejemplo Fredy de la Calle, director de marketing del grupo Amnesia. En palabras similares se expresa Joaquim Boadas, de la patronal Fecasarm: “Antes uno levantaba la persiana y solo tenía que esperar a que se llenase. Ahora es distinto: tienes que traer a un buen dj y hacer marketing y redes sociales un mes antes”.

Las distintas razones de este declive del ocio nocturno están más que teorizadas, con más o menos desarrollo según a quién se pregunte. Y ocurrió antes de una pandemia que los ha mantenido cerrados durante más de un año. Los controles de alcoholemia y las crecientes restricciones horarias y urbanísticas de los ayuntamientos hicieron mella. Luego vino la crisis financiera. “Cuando hay capacidad económica, lo notamos. Y cuando hay problemas, también”, expone Fernando Martínez, de la asociación empresarial Fecalon, que también ve otro factor en la “cultura del botellón”.

De 5.000 salas, clubs y discotecas que había en España quedaban unas 1.800 antes de la COVID-19, según datos de la patronal. Es una incógnita cuántas abrirán después.

De Sitges a la ruta de Castelldefels

Sitges, históricamente destino de veraneantes adinerados, fue ya desde el tardofranquismo un municipio pionero en cuanto a salas de fiesta. Conocido sobre todo por sus carnavales y por su apertura al colectivo gay, en 1967 abrió allí el primer Pachá del mundo. De ese caldo de cultivo surgió la Atlántida, que aprovechó las instalaciones de una vieja masía para levantar la discoteca –una boite, según la terminología de la época–. Empezó sonando música comercial y variedades, con fiestas temáticas, actuaciones de los Sirex, Manzanita… Hasta que con los años se entregó a la electrónica. Según cuentan ellos mismos, se inventaron allí las fiestas de la espuma.

“Hoy empezar aquel local de esa forma sería ultra ilegal”, reconoce 40 años después De la Calle, en alusión a toda una zona que hoy es Espacio Natural de Interés y red Natura 2000, la más larga superficie litoral sin urbanizar de toda Barcelona y Tarragona. De hecho, los propietarios tienen intención de reflotar el negocio y han presentado ya una proyecto de beach club de día, con propuesta gastronómica y actividades deportivas. Pero aun así no lo van a tener fácil. De momento, tienen que demoler parte de la edificación debido a varias sentencias judiciales y, además, el Ayuntamiento ya les ha advertido: “Solo se dará licencia para actividades relacionadas con la preservación, divulgación y disfrute del espacio natural y que no afecte a los ecosistemas”.

No muy lejos de Sitges, entre esta localidad y Barcelona, está la C-31, la conocida como Autovía de Castelldefels, un auténtico corredor del ocio –nocturno y diurno– cuyos mejores días también quedaron atrás. Campings, kartings, restaurantes temáticos, apartamentos, clubs de carretera, discotecas… Muchos permanecen cerrados. Entre ellos, dos salas de fiestas que abrieron a lo grande en los 70: el Tutankhamen y el Silvis, ambas en la localidad de Gavà.

“Intentaron trasladar la idea de los clubs de Miami y Los Ángeles, con reproducciones de templos egipcios y grecorromanos, un espacio de lujo y de ostentación arquitectónica que no se correspondía con lo que había dentro”, los describe Óscar Nin, historiador del arte y crítico de música electrónica desde hace 25 años. El Silvis, por el nombre de su fundador Silvestre Falguera -empresario local de las pieles–, se inauguró en verano de 1970, hace más de medio siglo, con una actuación del Peret. El Tutankhamen abrió en de 1976 con concierto de Carmen Sevilla. 

“TUTANKHAMEN. (Autovía de Castelldefels, Km. 16,200.) — Gran verbena inauguración. Con cena-espectáculo. Actuación especial de Carmen Sevilla”, anunciaba el 22 de junio de ese año La Vanguardia, en un pequeño breve dentro de la sección 'Salas de Fiesta'. Ahora, el cartel que cuelga frente a la fachada de esta discoteca con forma de templo egipcio es el de En venta. “Se traspasa por algo más de un millón de euros”, asegura a elDiario.es un portavoz de La Casa Agency. Lleva en venta cerca de tres años. “Lo tiene complicado”, admiten desde la inmobiliaria, que añaden que el Ayuntamiento de Gavà no está dispuesto a otorgar cualquier licencia. La compra, además, requeriría una importante reforma. 

A escasos kilómetos de distancia, y mucho más deteriorado, está el Silvis. Desde el puente elevado que atraviesa la autovía se obtiene una buena panorámica del local, a medio camino entre templo inca y nave espacial. Un aspecto que adoptó con una reforma a mediados de los 80, cuando pasó a llamarse New Silvis. La fachada-tejado está destartalada y la verja, llena de agujeros tapiados, para evitar que se cuelen los curiosos. Lleva sin actividad unos 17 años. “Hay un expediente de declaración de ruina pendiente de sentencia judicial para proceder a su demolición”, apuntan fuentes del Ayuntamiento de Gavà. 

Tanto el Silvis como el Tutankhamen vivieron su década gloriosa en los 80, pero años después, con la entrada de la música electrónica y sobre todo posteriormente de la makina, se convirtieron en afters y cambiaron de manos y de nombre. De esa escena salió El neng de Castefa (por Castelldefels), el personaje de Andreu Buenafuente que encarnaba la movida makinera de los años 2000: coches tuneados, cabezas rapadas, drogas y reyertas. El preludio de su cierre definitivo. 

Ese circuito musical también tiene sus catedrales abandonadas. Pont Aeri, en su breve paso por Manresa o en Sant Celoni, y XQue, en Palafrugell, son discotecas que bajaron la persiana hace aproximadamente una década y nadie más ha vuelto a entrar en ellas. Solo algunos youtubers que se dedican a irrumpir en recintos abandonados y que alimentan sus miles de reproducciones del público nostálgico. Esos recintos, sin embargo, son menos visibles. “Estos clubs están asociados a los polígonos industriales, a sitios sórdidos y sin encanto. Nadie hará un Verkami para que no las tiren”, constata Nin.

Oportunidad o problema para los municipios

Las macrodiscotecas en deterioro pueden llegar a ser un quebradero de cabeza para los municipios, pero también representan una oportunidad. Es lo que ocurre en casos como el Palm Beach, en Sant Feliu de Guíxols (Girona), o la Louie Vega, de Calafell (Tarragona), que han pasado –o van a hacerlo– a manos públicas y se convertirán en equipamientos. También incluso el Big Ben, de Mollerussa (Lleida), pendiente de una modificación de usos para que pueda ser un recinto comercial o incluso deportivo. 

El inmueble que albergó la discoteca Palm Beach Club, ubicado en una de las playas urbanas de Sant Feliu, es en realidad el de unos baños de mar, Els Banys de Sant Elm, construidos en 1922. Se trata de una construcción catalogada como Bien de Interés Cultural, consistente en dos plantas con una serie de aperturas en forma de arcada. El pleito de los propietarios con el consistorio se remonta años atrás, a principios de este siglo, de nuevo por unas obras irregulares. En 2016 una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) declaró la caducidad de la concesión (está afectada por la Ley de Costas) y hasta ahora los recursos de la propiedad, el grupo Eldorado, han sido en vano. 

Palm Beach, que se convertirá así en un centro de formación vinculado a la Universitat de Girona, tuvo también una época gloriosa en la que integró un importante pero muy poco conocido circuito musical: el del primer tecno que entró en la península, y que lo hizo a través de un pequeño grupo de clubs de esa provincia. Aunque todos los focos se los acabó quedando la Ruta Destroy valenciana, muchos dj pincharon por primera vez en España en clubs como La Sala del Cel, Blau o, posteriormente, Palm Beach Club. Desde Jeff Mills hasta Dj Hell, pasando por Dj Ken Ishii. Lo cuentan ellos mismos en el documental Nou set dos.

En cuanto al Louie Vega, de Calafell, también es un edificio catalogado, obra de Alfred Arribas, que recibió el premio FAD de arquitectura en 1988 por su diseño e interior. Más allá de sus jardines, con piscinas y cascadas, su mayor singularidad es que tenía un avión de mentira encastrado en la fachada, en alusión a un avión que se estrelló en esa misma zona durante la Guerra Civil, y que llevaba por nombre precisamente Louie Vega. 

Durante años fue una discoteca de temporada turística, luego pasó también a manos makineras y, tras años de abandono, el Ayuntamiento ha cerrado un acuerdo con la propiedad para comprarla por 900.000 euros. Son 22.000 metros cuadrados que podrá destinar a varios equipamientos culturales y, sobre todo, a un centro de interpretación íbero, puesto que está al lado del yacimiento arqueológico Ciutadella Ibérica.

“Cada pueblo tenía su punto de encuentro”

Jordi Calvís conoció a su mujer en la discoteca más popular de su provincia: el Big Ben. Fue en 1989. Abierto en 1976 y cerrado en 2015, este macrolocal, con aforo para más de 6.000 personas, fue la referencia para varias generaciones de leridanos con ganas de fiesta hasta la madrugada. “Había cuatro salas y cada pueblo tenía sus puntos de encuentro. Por ejemplo, los de Golmés nos encontrábamos siempre en la sala grande, en el pasillo hacia la champañería”, describe. 

Este hombre es hoy el alcalde de Golmés, municipio donde se encuentra la discoteca, y el responsable último de la modificación urbanística para que se puedan dar otros usos. En estos momentos es propiedad del BBVA y está en venta por 1,4 millones de euros. “El banco tendría que bajar el precio, porque quien la compre tendrá que urbanizar. Faltan calles laterales y se tienen que hacer”, explica el edil de la localidad, que tiene esperanzas de que se pueda convertir en un gimnasio, una piscina o pistas de pádel.

La historia de muchas de estas discotecas se mantiene solamente en la memoria oral de quienes bailaron en ellas hasta que salía el sol. También en la de aquellos empresarios que hicieron fortuna. Martínez, de Fecalon, advierte que todavía hay demanda para el ocio nocturno, aunque puede que no la misma y no en los mismos sitios: más en ciudades como Barcelona o en zonas turísticas. 

El alcalde Calvís, si fuese millenial, quizás tiraría de Tinder para encontrar pareja. Y los fanáticos de la electrónica quizás vayan más a festivales que a clubs. Pero aun así, sorprende que muy poco de eso esté documentado. Dice Nin: “Todavía hoy se asocia la cultura de baile al lumpen y a la marginalidad. Pues ve y dile marginal al Sónar, que factura millones. O al señor de Pachá Ibiza. ¡Díselo!”.