Abundan por Internet las fotos en las que aparecen juntas, siempre ufanas, la presidenta del Banco Central Europeo y la de la Comisión Europea, el brazo económico y el brazo ejecutivo de la UE respectivamente. Es una imagen emblemática de la plutocracia que controla ahora mismo esta parte del mundo y determina nuestro destino (que, digo yo, si lo determinan ellos, los plutócratas, no será tan nuestro como creemos). Ahí lo tenéis, el poder político y el financiero representados por dos cargos no electos, exhibiendo su regocijo con un descaro que solo está al alcance de aquellos que ni sienten ni padecen, o que son perfectamente conscientes de lo negra que tienen el alma, pero se saben impunes. Acompañando una de esas imágenes en las que aparecen esas dos damas, Christine Lagarde y Ursula von der Leyen, que cada vez se parecen más a la Reina Malvada de Blancanieves y a la madrastra de Cenicienta, un importante periódico encabezaba así días atrás uno de sus artículos: «La UE, un proyecto pensado para la paz, se prepara para la guerra». Y leyendo la inocente frasecita uno se preguntaba si decir que los artífices de la Unión Europea pensaban en la paz cuando se estaban conjurando no es mucho suponer. Nacida para los negocios sí, sin duda, pero, como se está viendo, pensada tanto para la paz como, llegado el caso, para la guerra. Nada de lo que extrañarse si se tiene en cuenta que la guerra, parafraseando a Carl von Clausewitz, es la continuación de los negocios por unos medios distintos a los habituales.
No por casualidad, hasta 1993 el invento se llamaba Comunidad Económica Europea, y, como algunos decían entonces y los demás hemos tenido tiempo más que de sobra para ver si tenían razón, la institución que salió de aquella con el nombre eufemísticamente abreviado era la Europa de los mercaderes. Era un proyecto que surgía en pleno auge del neoliberalismo, que priorizaba los intereses comerciales en detrimento de los sociales, políticos o culturales, y que a lo largo de los años no ha hecho nada por corregir los desequilibrios ni nada que contribuyera a la cohesión, más bien al contrario. Su máxima preocupación ha sido la de privatizar, desregular, limitar el déficit público, liberalizar mercados y convertir en mercancía todo lo que han pillado, empezando por unos derechos universales que creíamos consolidados e intocables como la sanidad, la educación, la cultura o, últimamente, la vivienda. Esos mercaderes, cuando hablan de Europa, se refieren a una entidad inexistente, la que han pintado en los billetes emitidos por el BCE. Ahí no sale el Panteón de Agripa, ni el de París, ni el Puente de Carlos de Praga, ni la Puerta de Brandeburgo, ni la ermita dels Peixets. En su momento decidieron, con mentalidad mercadotécnica, que todos los monumentos que aparecieran en esos billetes fueran inventados. Tampoco aparece en ellos ningún lema. El euro es una moneda sin connotaciones culturales, históricas o políticas, una moneda impersonal que busca no ofender a nadie. Dinero y nada más. Más que nunca, pecunia non olet. Esos billetes son la caricatura involuntaria de un proyecto económico puro y duro que apenas se esfuerza por parecer otra cosa.
«Hay que defender los valores europeos», dicen. Pero lo que quieren que defendamos es el artefacto burocrático desde el que se creó ese euro con dibujitos de fantasía, no tanto la realidad histórico-social de la que surgió, ya saben, la cuna de la democracia, la filosofía, el derecho romano, el humanismo, la ciencia, la Ilustración, los derechos humanos y toda la mandanga. No es posible defender a Europa sin cuestionar los principios sobre los que se creó la UE y el modo en que funciona, y para impedirlo se atrincheran ahora tras un patriotismo de nuevo cuño. Cualquiera se puede convertir de repente en un peligroso quintacolumnista si no proclama un amor abstracto, pasional e irreflexivo por lo que llaman Europa cuando quieren decir «Bruselas». Ahora mismo, mostrar entusiasmo por el rearme, concepto que se han apresurado a esconder tras los de «paz», «seguridad», «bienestar» o incluso «innovación tecnológica» los más creativos, se está convirtiendo en una obligada prueba de civismo. El enemigo, como siempre, está fuera, bien identificado, no vayamos a pensar que lo tenemos en casa. Nos han puesto unos cuantos tótems delante a los que escupir, como esos rascadores que se les pone a los gatos caseros, capados y muchas veces sin uñas, para que lo arañen y dejen en paz los muebles. Y los más espabilados clavan allí las garras con fervor europeísta en cuanto se les presenta la ocasión. Nada que no hayamos visto ya. Muy probablemente, más de uno de esos apóstoles de lo que empiezan a llamar «cultura de defensa», acabará arrepintiéndose cuando ya no haya remedio, como les pasó a Thomas Mann, a H. G. Welles y a muchos de los bienintencionados firmantes del «Manifiesto de los 93». Y aquel que no, será condenado por la historia como tantos otros instigadores irredentos de las matanzas del siglo XX. Aunque el cinismo ha ganado tantos enteros en nuestra escala de valores, que la duda se impone.
Plantar cara al rearme no necesariamente es ser pacifista, si acaso es defenderse, apuntar hacia otra parte, aunque no sea con un arma de fuego. Hay que ser muy crédulo para pensar que los tanques, los drones, los escudos antimisiles y demás artilugios bélicos que quiere comprar o fabricar esta gente servirán para salvarnos de una invasión o del impacto de un pepino termobárico ultrasónico. Empezaron sacándonos los cuartos, y llegado el momento no vacilarán en beberse nuestra sangre. Viendo la piedad que les inspiran los gazatíes ahora mismo a nuestros dirigentes —a los visibles y a los que operan en la sombra—, ya puedo imaginar la que les inspiraría yo si una bomba me reventara a mí y a toda mi parentela. La misma. Se estima en unos ochenta y siete millones el número de personas que murieron a causa de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y ya ves si se ha escrito poesía desde entonces. Por eso me siento a veces más palestino que otra cosa, aunque en ningún momento dejo de sentirme europeo. Al fin y al cabo, la europeidad no la han inventado ellos, como quieren hacernos creer. Me siento europeo cuando leo a Montaigne o a Lem, cuando recorro los pasillos del Museo del Prado, cuando estoy viendo una película de Dino Risi o cuando la banda de mi pueblo toca Paquito el Chocolatero. Pero en ninguna de esas ocasiones me siento más europeo que ruso cuando me pongo a escuchar a Shostakóvich o a leer a Turguénev, iraní cuando veo una cinta de Abbas Kiarostami, chino cuando veo una de Zhang Yimou, o, todavía y a pesar de todo, norteamericano cuando veo en la pantalla a Fred Astaire disfrutando como un niño con zapatos nuevos de claqué. Esos cañones que quieren comprar, apunten hacia donde apunten, lo harán también hacia nosotros.
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