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Los jóvenes que salvaron la casa de los Colom en Utiel

Araceli Colom, en la escalera de su casa, junto a los amigos de su sobrina Sara, este sábado en Utiel.

Mariangela Paone

Utiel (Valencia) —
2 de noviembre de 2024 22:48 h

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Desde una esquina de una calle del barrio de San Isidro, a la entrada del pueblo de Utiel, mientras el ruido de las máquinas y de los tractores cubre las voces de los vecinos que se dan instrucciones unos a otros, de repente se escucha un coro de “cumpleaños feliz”. María Cabrerizo cumple hoy 25 años y los que cantan son sus amigos de toda la vida. Con todos ellos ha salido esta mañana temprano de su ciudad, Puerto de Sagunto, para llegar hasta aquí, armados de botas y rastrillos.

“Hemos venido doce en tres coches, y uno hasta se nos paró poco antes de llegar al pueblo. Decidimos venir cuando Sara nos contó cuál era la situación por el grupo de Whatsapp que tenemos”, dice, sentada en uno de los escalones de la escalera que llega a la entrada de la vivienda que pertenece a la familia de su amiga y en la que sigue viviendo su tía, Araceli Colom, junto a su hija Gema.

Está rodeada por sus amigos, que descansan un rato después de haber pasado el día apartando barro con las escobas y las palas, al igual que los cientos de voluntarios que este sábado se han desplazado desde el resto del país hasta Utiel. Unos 500 lo hicieron por sus medios, en coches particulares y furgonetas, que siguen aparcados a la entrada del pueblo, cerca de un hotel y de una gasolinera que se han convertido en el punto de encuentro de los que han venido a ayudar. Otras decenas han llegado en cinco autobuses que salieron a primera mañana desde Valencia. 

“Hemos hecho lo que nos decían los vecinos”, dice María, casi como quitando importancia a la ayuda que han podido ofrecer. Mientras habla, Sara, su amiga, asoma por la puerta principal de la vivienda junto a su tía Araceli. “El martes yo estaba en casa y mi hija consiguió volver de trabajar. El río bajaba con muchísima corriente ya, exagerada. Primero pensamos en salvar el coche y lo subimos a la zona más alta del pueblo. Y fue volver, y ver el agua que subía y subía. Hacia las dos, ya nos llegaba a los tobillos y a las seis de la tarde teníamos ya las escalares cubiertas”, cuenta la mujer. Estuvieron esperando a que las rescataran viendo cómo se caían los muros. A las nueve de la noche las rescató un tractor con pala. “A las dos de la mañana hubo otra riada pero ya no estábamos aquí”. 

Volvieron a la casa el jueves por la tarde junto a un grupo de jóvenes amigos de su hija que empezaron a ayudarles a vaciar los bajos. Los tabiques que separaban las habitaciones y el muro que dividía su casa de la de los vecinos ya no existen. El techo está tapizado de restos de tierra y de sus enseres no queda nada.

“La parte baja la usábamos de vivienda de verano. Me separé hace poco y allí tenía todas mis cosas aún guardadas en cajas”, explica, indicando un rincón de la estancia ya completamente vacía.

“Si no hubieran estado estos chicos, no sé cómo hubiéramos hecho”, dice, arropada por el grupo de amigos de su sobrina Sara, que ha pasado aquí tantos veranos y tantas fiestas en invierno. “Es la casa de nuestra familia, aunque yo viva aquí, es de los tres: mía y de mis dos hermanos. Y en esta escalera donde nos ves ahora es donde pasamos el día cuando nos juntamos todos”, añade.

“Para nosotros fue un shock llegar y ver esto. En Puerto de Sagunto no ha pasado nada y a unos veinte minutos estaba ya todo así. Es shock e incertidumbre pensando en cómo se solucionará todo. Llegar aquí ha sido un choque de realidad, de darte cuenta de que hay gente que se ha quedado sin casas y que ha perdido a familiares. Es una sensación de impotencia y de abandono también”, dice María Fernández, la segunda de las cuatro Marías de la pandilla que ha llegado desde Puerto de Sagunto.

Siente una pena doble estos días, porque su abuelo, que falleció hace unos años, era originario de Letur, en Castilla-La Mancha, donde se sigue buscando a los cinco desaparecidos tras las inundaciones del martes. A su lado está Mónica, la madre de otros dos amigos de la pandilla, que se ha sumado a la misión con su marido. “Es un orgullo verles. La visión que hay de los jóvenes hoy en día no les hace justicia. Son solidarios, nobles, generosos”, comenta.

Juan Garvía tiene 36 años y trabaja en una inmobiliaria de Madrid, su ciudad. El viernes cogió su coche y, solo, se plantó aquí. “Luego he convencido a 15 más, que han venido hoy con cuatro coches. También están unas amigas de Las Palmas que se encontraban en Madrid. Lo que no entiendo es que los políticos digan que no hay que venir a ayudar porque realmente aquí se necesita ayuda en todos los municipios. Sea una pala o dos manos, hace falta”, dice.

Se queda hasta este domingo antes de reincorporarse el lunes al trabajo. A su alrededor, el vaivén de pequeños camiones y tractores interrumpe unos segundos la labor de los voluntarios que, en cuadrillas de 8 o 10 personas, doblan la espalda todos a una para limpiar el barro con grandes escobas.

Han trabajado en camiseta este sábado de sol, con los pantalones y las botas embarradas hasta las rodillas, los brazos, las manos y el pelo salpicados de barro, entre gritos y sonrisas de ánimo. A pocos metros, el río Magro transcurre por su cauce con unos centímetros de agua, como si toda su fuerza se hubiera agotado en esa noche del martes cuando la lluvia que cayó durante horas lo convirtió en una marea que inundó los bajos para luego seguir subiendo hasta el primer piso de las casas de la calle Alameda, en el barrio de La Fuente, el más afectado por la riada. 

En una de esas casas, en la primera planta, se refugió la familia de Andrés García —su madre de 95 años, su hermana, su cuñado, con sus dos hijos treintañeros— cuando vieron que el nivel del agua no paraba de crecer. “Yo vivo en Requena, pero estaba aquí en la oficina de la Diputación de Valencia donde trabajo. Llovía a mares y cuando llegó la hora de salir, ya no podía volver a mi casa y me quedé. Mi sobrina estaba muerta de miedo, me llamó para decirme que el agua estaba subiendo. Habían llevado a mi madre, que tiene movilidad reducida, como pudieron, al primer piso. Y allí estuvieron toda la noche, a oscuras, hasta que bajó el agua y la UME pudo rescatarlos al día siguiente”, cuenta García, apoyado a la verja de la entrada de la casa. La vivienda contigua está precintada como las otras cuatro que quedan hasta el inicio de la calle. La mujer anciana que vivía en la planta baja de la primera de ellas es una de las seis víctimas que la DANA causó en Utiel.

Caminando por las calles que llevan al centro, de vez en cuanto aparece alguna bota empapada de tierra roja abandonada en un arcén o unos guantes de trabajo apoyados en el alféizar de una ventana. En el centro social para la tercera edad que está detrás de la Iglesia y la plaza principal de Utiel se ha establecido un punto de reparto de ayuda y un albergue para acoger a los voluntarios en unas salas acondicionadas con colchonetas y mantas. “Aquí la gente se ha volcado. El ejército lo estáis viendo hoy”, dice Araceli Colom.

“Yo, al fin y al cabo, soy una privilegiada. En el piso de arriba, donde tengo el comedor y la cocina, el agua entró a tres palmos de mi mano. Pero, en la segunda planta, donde tengo las habitaciones, no me ha tocado, y tengo ropa y cosas. Pero hay mucha gente que lo ha perdido todo. Y después de la ayuda ciudadana y de la solidaridad, tiene que llegar la ayuda del Estado”, añade, antes de despedir entre abrazos a los amigos de su sobrina que emprenden el camino de vuelta hasta Puerto de Sagunto antes de que baje el sol.

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