Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Paramos, pero paren también la recaudación
La situación a la que nos estamos enfrentando producto de la pandemia que asola al mundo, y en estos momentos de manera muy especial a España e Italia, nos tiene que llevar a algunas reflexiones que, seguramente, pocos quieran comenzar a hacer pero que, día a día, se hacen más y más urgentes. No sólo estamos hablando de una crisis sanitaria sino, también, de un cambio de mundo entre aquel del que venimos y el que nos vamos a encontrar cuando se haya superado la fase más aguda de esta plaga.
Seguramente, cuando hayan pasado los suficientes años como para adquirir la adecuada perspectiva histórica, se hablará de esta pandemia como el momento en que realmente se terminó el Siglo XX y comenzó, en términos históricos, sociológicos, culturales y económicos el Siglo XXI. Si esto es así, es muy probable que cuanto antes asumamos que estamos ante el auténtico cambio de siglo o de sistema antes estaremos en condiciones de enfrentarnos a lo que viene y, sobre todo, más preparados estaremos para dar las respuestas adecuadas a desafíos que aún no logramos ni dimensionar ni controlar.
Todo aquello que conocíamos y dábamos por garantizado hasta ahora deja de tener sentido por inaplicable a un problema de estas dimensiones; todas las recetas que se llevan aplicando durante décadas también han quedado superadas por los acontecimientos y, seguramente, una de las grandes frustraciones que estamos teniendo respecto de la clase gobernante, sea en España o donde queramos mirar, es que los propios políticos son incapaces de asumir que esto es así y, por tanto, siguen acudiendo a los mismos manuales y recetas que llevan años aplicando. El problema es que nada de eso servirá y, es más, podría aventurarme a decir que justamente esas viejas medicinas serán las que terminen por colapsar la situación que, sin duda, ya es de una gravedad como nunca se había visto.
El problema es de tal calado que, si no queremos agarrotarnos, lo que debemos hacer es centrarnos en pocos y muy concretos objetivos que han de ser medidos más bien a corto plazo: el primero, qué duda cabe, es el de la supervivencia médica y el segundo, conseguir que la actividad productiva y económica, aun cuando se llegue a paralizar por completo, esté luego en condiciones de volver a funcionar.
Básicamente se necesita centrar todos los esfuerzos en curar a la gente, evitar más enfermos y asegurarnos de que los ciudadanos, como partícipes de un determinado tejido productivo, estemos en condiciones de ponernos en marcha nada más superarse la fase aguda de esta pandemia. Claro, los dos objetivos son muy ambiciosos, pero ambos están planteados en lo que podríamos denominar un corto plazo.
Coincido en que este no es el momento de recriminaciones ni de exigencias de responsabilidades. Sin embargo, creo igualmente, que es un buen momento para pedir que, de una vez por todas, se abra los ojos ante lo que esta crisis realmente significa y se exija que las recetas no sean las de siempre porque no sólo no funcionaron en el pasado, sino que es seguro que no servirán en el futuro.
Parte del problema de salud al que como sociedad nos enfrentamos no sólo es aquel que hace referencia a la afectación directa por la pandemia sino, también, aquella resultante de diversos factores que afectan a la salud mental de los ciudadanos. El conjunto de la población está sometido a una sobrecarga emocional que, por definición, es insana y entre los factores que más nos afectan a todos están la asimilación de la intensidad de la pandemia, en muchos casos con pérdidas de familiares y amigos directos, pero, también, la falta de certezas sobre el futuro inmediato y, sin duda, algunos de estos factores sí que pueden ser abordados por las autoridades aún a un costo económico elevado.
Es claro que ningún gobierno está en condiciones de darnos ningún tipo de certeza sobre el futuro, pedirlo es no solo ingenuo sino absurdo, pero sí que pueden ayudar a la salud mental de todos el que se adopten medidas extraordinarias que vayan encaminadas a paliar las consecuencias más inmediatas de este confinamiento y cierre productivo masivo al que estamos sometidos. Este tipo de actuaciones irá en las dos direcciones antes apuntadas: la sanitaria, que también incluye la salud mental, y la económica.
Empecinarse en aplicar viejas recetas es tanto como reconocer que se carece de capacidad de análisis de la realidad, que es muy compleja, y una escasa o nula visión de futuro. Esta no es una réplica de la crisis económica de 2007-2010, de la cual pocos salieron bien parados y, miren por dónde, se benefició a los de siempre, por lo que dejémonos ya de excusas, quitémonos las anteojeras y hagamos una panorámica de la situación para así comprender a qué realmente nos enfrentamos.
Seguramente habrá economistas que dirán que es inviable, pero el sentido común, que también tiene una relevancia a nivel de comportamiento económico, indica que, así como se nos ha obligado, con acierto, a paralizar nuestras actividades económicas, el Estado ha de paralizar su actividad recaudatoria, al menos el tiempo suficiente para que podamos volver a ponernos en marcha.
No me estoy refiriendo a una suerte de “amnistía fiscal”, que ya sabemos a quiénes benefició, sino a una moratoria inmediata que permita a las familias, a los autónomos y a los pequeños empresarios, que son la mayoría y quienes sostienen el tejido productivo de este país, poder respirar aliviados y pensar en la mejor forma de afrontar lo que vendrá en los meses venideros. Los tributos y la cotización a la seguridad social son una obligación, pero en momentos de crisis ese dinero puede ser la diferencia entre poder o no poder reanudar la actividad al finalizar el confinamiento.
Algunos, defendiendo lo indefendible, sostienen que sin esa recaudación será imposible mantener el llamado “escudo social”, pero incluso los de letras, como es mi caso, sabemos que eso es absurdo porque la recaudación durará lo que dure la actividad. Si por asumir en estos momentos las cargas tributarias y de seguridad social se paraliza definitivamente una actividad - y serán muchas las pymes que caigan en esa dinámica-, entonces, la recaudación se resentirá de manera irremediable y por mucho tiempo.
Es más, si una actividad se paraliza, de una parte cae la recaudación y de otra se traslada el “costo salarial” al propio Estado que deberá asumirlo por vía de subsidios de desempleo; es que hasta los de letras sabemos hacer estas cuentas.
Conocer, y cuanto antes mejor, que no tendremos que salir en medio del confinamiento a realizar declaraciones tributarias, a pagar seguridad social e impuestos en los próximos días, semanas y meses, como se ha hecho en Estados Unidos, igual nos da un respiro que nos permite rebajar el estrés al que estamos sometidos todos los ciudadanos (salud mental) y, de esa forma, nos permite ver perspectivas y, también, creer que el Estado piensa en todos y no solo en aquellos a los que va a trasladar el negocio de hacer de intermediarios en la financiación de la crisis.
El esfuerzo económico que implicará, primero, sobrevivir a esta pandemia sin poder trabajar y, luego, volver a ponernos en marcha es de tal calado que, insisto, no se puede estructurar sobre recetas caducas y propias del Siglo XX; hemos entrado de golpe en el siglo XXI y se necesita aplicar imaginación y, seguramente, fórmulas incompatibles con el modelo neoliberal hasta ahora imperante.
Parece evidente que no queda más remedio que generar liquidez y hacerlo de manera inmediata, sin intermediarios, y que la misma llegue directamente a todos los ciudadanos y que así vayamos despejando incógnitas sobre qué haremos una vez pase esta fase aguda de la pandemia.
Conservar los puestos de trabajo y la capacidad productiva ya no está en manos ni de los autónomos ni de los pequeños empresarios sino en las del Estado y hacerlo bien o mal será de la exclusiva responsabilidad de quienes tienen que tomar decisiones que, soy consciente, son complejas. Nuestros gobernantes sufrirán muchas presiones, pero aguantarlas va en el sueldo y, además, esas presiones se corresponden con una visión social y económica ya en vías de extinción impropias del escenario al que saldremos más temprano que tarde.
El mejor papel que puede cumplir el Estado, en el plano económico, es el de garantizarnos a todos que estaremos en condiciones de poder volver a ser productivos y mantener la actividad recaudatoria. No actuar en esa dirección, sería un error económico, político y, también, ético, pues recurriendo al refranero popular, sería “pan para hoy y hambre para mañana”.
La situación a la que nos estamos enfrentando producto de la pandemia que asola al mundo, y en estos momentos de manera muy especial a España e Italia, nos tiene que llevar a algunas reflexiones que, seguramente, pocos quieran comenzar a hacer pero que, día a día, se hacen más y más urgentes. No sólo estamos hablando de una crisis sanitaria sino, también, de un cambio de mundo entre aquel del que venimos y el que nos vamos a encontrar cuando se haya superado la fase más aguda de esta plaga.
Seguramente, cuando hayan pasado los suficientes años como para adquirir la adecuada perspectiva histórica, se hablará de esta pandemia como el momento en que realmente se terminó el Siglo XX y comenzó, en términos históricos, sociológicos, culturales y económicos el Siglo XXI. Si esto es así, es muy probable que cuanto antes asumamos que estamos ante el auténtico cambio de siglo o de sistema antes estaremos en condiciones de enfrentarnos a lo que viene y, sobre todo, más preparados estaremos para dar las respuestas adecuadas a desafíos que aún no logramos ni dimensionar ni controlar.