Retrato fúnebre del sueño americano
Decía Sidney Lumet que en el género dramático la línea que separa a los personajes de la trama debía de ser casi imperceptible, invisible. Decía también que sólo en el drama los personajes eran los que determinaban la historia y la historia era la que revelaba a los personajes. El director de 12 hombres sin piedad hablaba de lo inevitable, la palabra clave de toda historia, de todo ejercicio de ficción. El espectador debe sorprenderse con el final de la película pero también pensar que no había otro desenlace posible. “Inevitable no significa predecible”, sentenciaba Lumet en su libro Así se hacen las películas.
A lo largo de la historia del cine en Hollywood los directores más audaces han revelado al espectador las monstruosas y forzosas consecuencias del sueño americano. Lumet ha sido uno de los mejores cineastas americanos describiendo con honestidad y con un maravilloso sentido del entretenimiento la debacle de la moralidad estadounidense en obras como Cuando el diablo sepa que has muerto o la terrorífica adaptación protagonizada por Katharine Hepburn de Larga jornada hacia la noche. Dos años antes de esa maravillosa interpretación de Hepburn Billy Wilder describía en El Apartamento la demencial obsesión de un bobo llamado Buster por medrar en su empresa a toda costa.
Sin embargo, fue el nuevo Hollywood el que mejor supo retratar las sombras de ese falso anhelo. Francis Ford Coppola contaba en las dos primeras partes de El Padrino como Michael Corleone curaba con violencia la terrible enfermedad del miedo a perder el poder. Lo que hay tras la persecución de ese éxito a toda costa fue contado por Martin Scorsese en Uno de los nuestros. Y la decadencia que nutre ese terreno arrasado por la traición tan propia de la madurez fue filmada por Peter Bogdanovich en The Last Picture Show.
Estos y otros tantos títulos de los años ’70 colocaban a sus personajes en historias que desvelaban primero la fragilidad del ser humano como individuo y segundo la titánica batalla entre la honestidad de un sueño (el americano) y la capacidad devoradora de un sistema económico (el capitalismo). Todas son batallas perdidas contra el egoísmo, las trampas, las conveniencias, el dinero, el poder, las drogas, la manipulación… Melodramas o tragedias con sorprendentes desenlaces que, como dijo Lumet, no podían ocurrir de otra forma.
Eso es exactamente lo que le pasa a Abel Morales y su familia en El año más violento, la tercera película de J. C. Chandor que, tras Margin Call y Cuando todo está perdido, demuestra que es uno de los cineastas más prometedores de su país, un hombre que trabaja en sintonía con su presente aunque utilice el año 1981, el más violento en la historia de Nueva York según las estadísticas, como un perfecto encuadre para su obra.
Nueva York, el escenario de la decadencia
No hay decisiones pequeñas a la hora de hacer una película. El guión, la dirección, los actores, la producción artística o los escenarios tienen que confluir para contar una misma historia. J. C. Chandor ha decidido escribir el libreto y dirigirlo, quizá porque se siente un auteur o quizá porque no quiere dejar su idea en las manazas de cualquiera. Ha elegido a Oscar Isaac, un tipo que sabe moverse entre silencios y todavía no demasiado conocido por el gran público, característica necesaria para poder transmitir la ambigüedad que pide su personaje.
La mujer de este inmigrante cuyo gran negocio está constantemente amenazado por la violencia y por la corrupción del propio país que le brindó la oportunidad de triunfar es Jessica Chastain, la actriz ofrece una poderosa interpretación que Chandor corona con un halo de misterio durante todo el filme. La fotografía potencia el color naranja del cabello de Chastain, del abrigo de Isaac y del ladrillo con el que están construidos todos los edificios medio abandonados de esta decadente ciudad de Nueva York.
En El año más violento Manhattan siempre se ve a lo lejos, como ese monstruo de acero en el que nada es lo que parece. Un imberbe y frágil Vito Corleone también observaba la gran ciudad desde la Isla Ellis, un abismo le separaba del comienzo de una violenta y próspera vida en la que el respeto significaba poder. El respeto que Abel Morales no consigue arrancar a sus competidores por culpa de un inocente juego de apariencias. Chandor le cede escenas memorables a Isaac, al que va desnudando y convirtiendo en la esencia de lo que niega ser. El sueño americano huele a podrido y el director lo esparce lejos de la gran manzana, entre fábricas, barrios industriales, carreteras perdidas y puentes llenos del tráfico proletario.
La importancia de lo que no se ve
En Nueva York también transcurría aquel thriller que Sidney Lumet convirtió en tragedia, la historia de dos hermanos que ahogados por las deudas deciden atracar la joyería de sus padres. Una (otra) bofetada para todo el que crea que el éxito absoluto solo es posible en la tierra de las oportunidades y que nunca se ha de pagar ningún precio. Esta sórdida historia con la que Lumet cerró su filmografía está contada con elegancia. Las cosas importantes están siempre fuera de cámara, un inteligente juego que J. C. Chandor potencia en El año más violento.
La enorme casa de la familia Morales está llena de rincones que nunca se enfocan, para el despacho solo se utiliza un plano a pesar de haber una constante sensación trágica en ese escenario, los camiones entran y salen igual que los personajes que juegan con Abel Morales, los gestos con los que Isaac desentierra al verdadero carácter del protagonista aparecen de forma gradual, pero no porque no estén ahí, sino porque Chandor utiliza un estilo mordaz para desdibujar las honestas apariencias que él mismo había construido al principio. En cualquier caso el derrumbamiento moral era inevitable, lo dijo Lumet y ahora lo dice Chandor.