Han Kang, un Nobel para una mirada insólita y cruda sobre la violencia humana
No ha sido tan sorprendente. Hacía tiempo –desde 2012, con Mo Yan– que el Premio Nobel de Literatura no reconocía a un autor asiático y en lengua asiática –Kazuo Ishiguro, Nobel en 2017, vive en Inglaterra desde su infancia y escribe en inglés–. Nombres como el japonés Haruki Murakami, el chino Yan Lianke o el coreano Ko Un llevaban años en las quinielas, aunque la tendencia reciente, desde 2018, a alternar hombres y mujeres inclinaba la balanza a favor de paisanas como la veterana narradora china Can Xue, la japonesa Yoko Ogawa o la que al fin se ha alzado con el galardón, la surcoreana Han Kang.
Nacida en Gwangju el 27 de noviembre de 1970, es, a sus cincuenta y tres años, una de las ganadoras más jóvenes –el más precoz sigue siendo Rudyard Kipling, autor de El libro de la selva, que lo recibió en 1907, a los cuarenta y uno–, aunque desde que ganó el Premio Booker Internacional en 2016 por La vegetariana ya corría el clamor, al menos en el circuito editorial, de que “llegaría” a Nobel. Ese prestigioso galardón, que reconoce obras traducidas al inglés y ese año estrenó un nuevo formato –premiar un libro y no una trayectoria, además de compartir el premio con el traductor–, supuso el punto de inflexión en su carrera, la dio a conocer al mundo y despertó el interés en su tierra, que en su momento no había comprendido ni valorado demasiado bien el título. Esta repercusión no era para menos: en el Booker se impuso a escritores como Elena Ferrante e incluso a los ya reconocidos con el Nobel Orhan Pamuk y Kenzaburō Ōe.
Todo emanaba frescura en aquel premio: el desconocimiento general de la autora –en España aún no había sido traducida, aunque el desaparecido sello :Rata_, capitaneado por Iolanda Batallé, ya había contratado los derechos y publicó La vegetariana al año siguiente–; la casi nula presencia de su país entre las novedades editoriales; e incluso el hecho de que su traductora al inglés, la británica Deborah Smith (1987), se estrenara con esta obra. Pero lo más original, sin duda, era la propuesta narrativa en sí: una suerte de alegoría oscura sobre el desarraigo y la violencia que el ser humano es capaz de infligir a sus semejantes, de manera individual y colectiva, cuando estos no encajan en el molde de lo que los demás y la sociedad esperan de él.
Primeras lecciones de vida
Han Kang creció en una familia humilde, que se trasladaba a menudo de domicilio porque no podía comprar una vivienda. Cuando tenía once años, se establecieron en Seúl, donde todavía vive. Carecían de recursos, pero su padre, el también escritor Han Seung-Won (Jangheung County, Corea del Sur, 1939) procuró que ni a ella ni a su hermano Han Dong Rim les faltaran libros. La dificultad para mantener amistades duraderas por esa vida errante hizo que la niña se refugiara en la lectura; más adelante, ya en la adolescencia, las vivencias difíciles de esta etapa reforzaron su interés por los libros, empezó a leer con atención y comenzó a hacerse preguntas.
Las preguntas: he ahí la clave de su obra. No pretende reconfortar ni testimoniar ni enseñar nada, sino compartir sus preguntas con el lector a través de una construcción narrativa que incomoda y desconcierta tanto por la forma, de naturaleza experimental (no en vano se la califica a menudo de “kafkiana”) como, y sobre todo, por el fondo, que incide una y otra vez en la violencia, las violencias. Quizá por influencia paterna –su padre escribía sobre personajes derrotados, a veces por sí mismos–, su literatura se orienta hacia los más vulnerables. A diferencia de él, autor de una obra muy localista, Han Kang expande ese campo a otros niveles, que le han permitido cruzar fronteras y hacer que sus narraciones sean leídas de formas muy diferentes según la cultura.
Varios acontecimientos que marcaron su infancia resuenan en su obra: Actos humanos (2014) se inspira en la masacre que el Ejército surcoreano perpetró en su ciudad natal en 1970, durante una semana, cuando la población osó rebelarse contra el dictador Chun Doo-hwam; las fuentes no oficiales (se cree que el gobierno ocultó el número real) hablan de miles de fallecidos. Blanco (2017), más autobiográfico, indaga en su propia familia: la pérdida de una hermana mayor, muerta a las pocas horas de nacer. Íntima o social, la violencia siempre está en el núcleo, que explora desde diferentes ángulos, en diferentes escenarios, con múltiples capas de lectura. Esa capacidad de renovarse, mantenerse fiel a sus preocupaciones primordiales y a la vez innovar en la forma, constituye otro de sus méritos.
Narradora de vocación creativa
Después de estudiar Filología coreana en la Universidad de Yonsei, compaginó la escritura con las colaboraciones periodísticas y la enseñanza hasta que, después de su consolidación internacional, pudo dedicarse por completo a su obra. Aunque debutó con cinco poemas publicados en una revista en 1993, su carrera se ha centrado más en la prosa, novela y cuento, con alguna incursión en el ensayo. Tiene, además, formación musical e interés por las artes visuales; un enfoque multidisciplinar que se nota en la creatividad de su narrativa y que ha dado lugar a proyectos curiosos, como el ensayo Quietly Sung Songs (2007), que se acompaña de un disco con diez canciones compuestas e interpretadas por ella misma.
Han Kang tiene la mirada entrenada para captar lo disfuncional y traumático en los mecanismos que sostienen la civilización contemporánea y los escribe sin eludir la crudeza
En Occidente aún queda mucho por descubrir de ella. En España, solo se han traducido cuatro novelas, disponibles en Random House: La vegetariana (2007), Actos humanos (2014), Blanco (2017) y la última en editarse, La clase de griego (2011), publicada en castellano el pasado año. Su traductora desde el principio ha sido la coreana Sunme Yoon, que llegó con su familia a Argentina cuando tenía cinco años. Han Kang fue, de hecho, un descubrimiento personal: cuando aún no había sido traducida a ninguna lengua logró que la editorial argentina Bajo la luna publicara La vegetariana en 2012, una versión que luego revisó para su edición en España. Cuando se trata de trasladar a un escritor de una cultura tan diferente, la labor del traductor adquiere más importancia si cabe.
Tímida y discreta, Han Kang no se prodiga en apariciones públicas ni en declaraciones, aunque tampoco se esconde. El éxito internacional la pilló de improviso, puesto que La vegetariana no se tradujo al inglés hasta 2015, casi diez años después de su publicación en coreano. El año pasado visitó España, con motivo de la promoción de La clase de griego. Tampoco es de las que se prodigan en actos públicos y declaraciones (vivir lejos de los centros culturales de Occidente tampoco lo facilita). Tímida y discreta, defendió el valor cultural e identitario de las lenguas: la novela está protagonizada por una mujer que trata de recuperar la capacidad de hablar con el aprendizaje de una lengua muerta, el griego antiguo, junto a un profesor que ha crecido entre dos culturas, dos idiomas, con los conflictos internos subyacentes.
Violencia humana
Cuando estudiaba se cruzó con un verso de su compatriota Yi Sang (1910-1937): “Creo que las personas deberían ser plantas”. En 1997, escribió un cuento sobre una mujer que se convertía en planta. Diez años después, esa semilla dio lugar a su obra más célebre, que no es una exposición del ideario animalista ni una defensa del veganismo, sino una brillante metáfora de lo que le ocurre al individuo común cuando decide remar a contracorriente. Una mujer, ni joven ni hermosa, decide dejar de comer carne tras sufrir una pesadilla. En tres narraciones sucesivas, su marido, su cuñado y su hermana narran su progresión en puntos de vista que se contraponen; una exploración kafkiana de la incomprensión, la marginación, la soledad y la decrepitud con las que la familia y la sociedad condenan al que se atreve a ser diferente.
Sus narraciones se suelen situar en Corea, una sociedad más homogénea y rígida que la occidental, algo que explica en parte ese rechazo inicial hacia una obra tan disruptiva como la suya. Han Kang no teme en señalar la huella sangrienta de su país: en Actos humanos, de estructura polifónica, sigue las andanzas de un joven estudiante que se ofrece como voluntario en la improvisada morgue, un descenso a los infiernos de cadáveres amontonados, desfiguraciones, humores, descomposición y caos, mucho caos. Como en La vegetariana, el cuerpo vuelve a ser el centro de la violencia, en un sentido literal y simbólico, el objeto de la destrucción última del ser humano a manos del ser humano que ostenta el poder (político, social, patriarcal, racial, identitario).
Es casi un lugar común decir que los escritores escriben desde los márgenes, como criaturas extrañadas de la sociedad que encuentran una verdad desnuda en la miseria, las zonas de sombra, las víctimas. Han Kang, como tantos, tiene la mirada entrenada para captar lo disfuncional y traumático en los mecanismos que sostienen la civilización contemporánea; pero los escribe como solo sabe, con una sensibilidad especial que no elude la crudeza sino que la expone sin pudor, no camufla el dolor sino que lo muestra sin contener el desgarro, no evita el conflicto sino que lo proyecta en su corazón, no consuela al lector sino que lo desarma, lo sacude, lo desorienta, porque así es la reacción humana al dolor, a la enfermedad, a la muerte, a la violencia.
En una sociedad que ha vivido y vive barbaries por la acción expresa de sus individuos, tiene sentido un Premio Nobel para Han Kang. No ha dejado de batir récords: primera autora en lengua coreana en recibir el Booker, primera mujer asiática en lograr el Nobel de Literatura, segunda coreana, abarcando todas las categorías, en obtener un Nobel –tras el político y activista Kim Dae-jung, reconocido con el de la Paz en el año 2000–. La elección también llama la atención sobre la necesidad de ampliar horizontes, como de hecho ya ocurre en otras esferas culturales, con hitos como la multipremiada película Los parásitos (2019). Sociedades lejanas, pero conectadas en este mundo global herido y violento, en el que la voz de Han Kang emerge como un grito poético para reivindicar a los caídos y conminarnos a reflexionar, aunque ya hayamos perdido toda la esperanza.
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