Mileva Einstein, la matemática que sacrificó su carrera por amor (‘spoiler’: le salió mal)

Cristina Ros

9 de septiembre de 2024 22:21 h

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Muchas mujeres pioneras en la ciencia o las humanidades contrajeron matrimonio con científicos o intelectuales de su rama; Marie Curie, Simone de Beauvoir, Vera Rubin o Margarita Salas son solo algunos ejemplos. En el mejor de los casos, marido y mujer se apoyaban el uno al otro e incluso investigaban juntos, como Pierre y Marie Curie, que recibieron el Premio Nobel de Física en 1903, junto con Henri Becquerel, por sus hallazgos en radioactividad; más adelante, en 1911, ella recibió el de Química en solitario. Además, tuvieron dos hijas, que desarrollaron sendas carreras deslumbrantes a su vez: Irène en la ciencia, como ellos; Ève, en las letras.

Marie Curie era el espejo en el que cualquier aspirante a científica quería reflejarse, la demostración de que, si una quería, podía serlo todo: profesional, esposa y madre. Al menos, eso representaba para Mileva Marić (Titel, 1875 - Zúrich, 1948), matemática y física serbia, una de las primeras mujeres europeas en estudiar estas disciplinas. Fue la única chica de su promoción en la Escuela Politécnica de Zúrich, donde conoció al que se convertiría en su marido, Albert Einstein (Ulm, Alemania, 1879 - Princeton, Nueva Jersey, 1955), con quien se casó en 1903 y tuvo tres hijos: Lieserl (nacida antes del matrimonio de sus padres y fallecida poco después), Hans Albert y Eduard, apodado Tete.

Todo parecía indicar que los Einstein trabajarían en equipo, como habían hecho durante los estudios, o que al menos desarrollarían sus carreras en paralelo. Mileva sobresalía en matemáticas y solía revisar los trabajos de Albert –hay cartas que lo atestiguan–, además de ocuparse de otras tareas para que él dispusiera de más tiempo para sus investigaciones. En principio, no había ningún impedimento para que su colaboración fuera mutua, pero él tenía otros planes: ya desde antes de casarse, ella tuvo que renunciar a su carrera. La croata Slavenka Drakulić (Rijeka, 1949), escritora de larga trayectoria especializada en feminismo e historia del socialismo, narra su vida en Mileva Einstein, teoría de la tristeza (2016; Galaxia Gutenberg, 2024, con traducción de Marc Casals).

Una separación traumática

Esta biografía novelada comienza en 1914, año que marca un punto de inflexión en la historia del continente y en la vida de los Einstein. Mileva lleva la casa y cuida de los niños; su único vínculo con la ciencia es su trabajo en la sombra para su marido. Sin embargo, en los últimos tiempos hasta eso ha perdido. Albert se ha distanciado, y ella sabe por qué: hay una tercera persona, la prima de Albert, Elsa Loöwenthal (1876-1936), con quien se acabará casando. Lejos de disimular, él lleva a Mileva al límite con una carta –documentada en el libro, que reproduce en cursiva fragmentos de misivas reales– en la que le enumera una serie de “reglas”, como las llama.

Mileva no solo debe garantizarle sus básicos (ropa, comida, limpieza), sino que la conmina a abstenerse “de cualquier relación” con él, “salvo que sea por necesidades sociales”, a no esperar “ninguna intimidad” y a dejar de dirigirse a él y salir de sus habitaciones si lo exige. Mileva se marcha con sus hijos. Desde fuera, puede parecer una salida digna: abandona a Albert como acto de amor propio; pero la realidad invita a pensar que a Mileva, de hecho, ya la había abandonado Albert mucho antes, en lo íntimo y en lo intelectual, aunque siguieran compartiendo casa. La separación resulta inevitable, por mucho que ella hubiera preferido arreglar las cosas.

Porque Mileva sigue enamorada, a pesar de todo. Sola, se siente perdida: no retoma la carrera –no llegó a graduarse: el embarazo no deseado en la recta final de los estudios mermó su concentración– y sus hijos la requieren, sobre todo el pequeño, que no tarda en manifestar problemas. Albert paga su pensión y se preocupa por ellos, pero quien los cría es Mileva. A todo esto hay que añadir la merma anímica: al final, ni matrimonio ni carrera; hizo una apuesta y le salió mal. Y con un dolor, una humillación, que antes no tenía. No es fácil asumir que el hombre al que todavía quiere, por quien ha renunciado a tanto, por quien lo ha dado todo para que brillara, ya no la ve como antes y busca un modelo de mujer opuesto.

La fractura mental

En lugar del tradicional relato cronológico, la autora plantea la novela desde un enfoque psicológico: se pone en la mente de Mileva y, a partir del punto de inflexión que supone el abandono del hogar, va hacia adelante y hacia atrás para reconstruir su vida. Se trata de una exploración intimista, en la que la salud mental cobra especial relevancia. Había mucho desconocimiento e incomprensión sobre el tema, lo que aumenta la soledad y el desamparo de una Mileva que arrastra tres heridas. La primera, la muerte de su hija: al nacer antes de estar casados, los padres de Mileva se hicieron cargo para que ella no dejara los estudios, con la idea de que luego contraerían matrimonio y se llevarían a la niña. La enfermedad truncó sus planes.

Al dolor de cualquier progenitor ante semejante pérdida, se une el remordimiento por no haber estado con la niña. Mileva quería graduarse y se sentía afortunada por el apoyo familiar, pero desde que se había convertido en madre ya no era la misma. Su cabeza, su corazón, no los llenaba solo el cálculo. Para Albert era distinto, siempre se mantuvo distante en lo relativo a Lieserl, a la que ni siquiera se acercó a conocer cuando nació. En esta novela de Drakulić, Albert no parece apenas afectado por su muerte, mientras que a Mileva, además de complicarle sus últimos años universitarios, es una rémora que regresa una y otra vez.

La herida del divorcio acentúa el siguiente desgarro: el trastorno de Dede. Mileva atraviesa diferentes fases: de la negación, el esfuerzo por justificarlo todo para no admitir una realidad incapaz de afrontar, a la aceptación y el consiguiente miedo, no solo a lo que será del niño, sino a lo que ocurrirá si ella misma enferma. Mileva también tiene contratiempos, que se agravan con los años. Físicos, en principio, pero quién sabe hasta qué punto la depresión no retroalimenta las dolencias del cuerpo. Y no falta el eterno sentimiento de culpa de la madre: y si desatendió al mayor por centrarse en el pequeño, y si no reaccionó a tiempo, y si se ha equivocado, y si ella es la causante de lo que le ocurre.

El trastorno mental es un viejo conocido de Mileva: su hermana menor también padece esta enfermedad (esquizofrenia), aunque en su juventud aún no tenía nombre. Lo que no ha cambiado desde entonces es el tabú, el estigma que se cierne sobre los enfermos y su familia. El aislamiento, porque no tiene con quien compartir su desazón, ese temor a sus cambiantes estados de ánimo, ese estar pendiente a todas horas incluso cuando ya no es un niño, ese llegar a tener miedo de su propio hijo. Si ninguna maternidad es sencilla, a la suya se suma esta preocupación permanente, que no tiene fin ni solución. Solo genera más angustia, aumenta su carga emocional.

Sueños truncados

Nadie puede acusar a Mileva de ser una niña mimada que se desmorona ante el primer obstáculo. Al contrario, afrontó retos desde la infancia, tenía bien entrenado lo que ahora se llama resiliencia. La diferencia es que, en su juventud, al menos tenía esperanza, confiaba en que le esperaba un buen futuro si se esforzaba lo suficiente. Era coja, algo que lastró su autoestima y era motivo de burla entre sus compañeros. Mileva aguantó el escarnio con estoicismo; sabía que rebelarse solo iba a propiciar más vilezas. Creció como una muchacha acomplejada, etiquetada, al igual que su hermana solo que por razones diferentes, como “rara”. Por suerte, había un rayo de luz: su padre.

Mileva asumió, en la siempre complicada adolescencia, que nunca sería “una belleza de revista”, aunque al menos “había crecido con la convicción de que, para ella, lo más importante no era el aspecto físico, sino lo que llevaba dentro: el amor por la música, las matemáticas y una curiosidad insaciable”. Esa convicción se la había inculcado su padre: al ver que desde niña destacaba en los números, la alentó e hizo cuanto pudo por matricularla en la única facultad de ciencias de la zona germanoparlante que admitía a mujeres. Ella hizo del estudio algo más que un refugio frente a los abusones: le daba seguridad en sí misma, aportaba un sentido a su existencia. No sería guapa ni popular, pero era inteligente y trabajaba duro.

Saberse distinto, o al menos ser señalado así por los demás, hace desarrollar la empatía hacia los otros “raros”, los inadaptados. En la universidad, conoció a uno, un chico con ideas un tanto estrafalarias que no eran seguidas por la mayoría, y cuyo carácter áspero no facilitaba las relaciones, ni con sus compañeros ni con los profesores. Ese joven se llamaba Albert Einstein, y nadie lo respaldó como ella. Él, por su parte, vio en Mileva algo más que una chica coja: era una colega con quien conversar de tú a tú, que le escuchaba perorar, creía en él y no tardó en echarle una mano, tanto en el cálculo como en lo social: a Albert le costó más que a sus compañeros conseguir un contrato tras graduarse, hasta que ella intercedió.

El embarazo no deseado fue un mazazo para la familia de Mileva, que tanto había apostado por su educación. Después de casarse, puso las prioridades de él por delante de las suyas: soportaba su frustración –Albert sufría por no recibir el reconocimiento que él consideraba que merecía– y contribuía a sus investigaciones, aunque él jamás incluyó su firma. Ni el de ella, ni el de ningún colaborador: hasta ese punto era inseguro, hasta ese punto llegaba su ego. No era como Pierre Curie: él quería triunfar en solitario. Y ella, cuando las cosas iban bien, se sacrificaba sin reprocharle nada.

La vida después

Tras el divorcio, a él le va mejor que nunca: obtiene el Premio Nobel en 1921, al fin le llega el ansiado prestigio. Ella contempla con resignación cómo cosecha los frutos que plantaron juntos. Por si fuera poco, a su nueva mujer no la trata como a ella: tienen una asistenta, no la obliga a ser ama de casa. En medio de su declive, Mileva saca fuerzas por sus hijos: cuando Albert pretende reducir la herencia de los chicos en beneficio de sus hijastras, incumpliendo la promesa que hizo al separarse, le planta cara. Tiene un as en la manga: el terror de él a que se sepa quién fue, ese joven tímido e incomprendido, ese científico primerizo con colaboradores a los que ningunea. Se empeña en borrar el pasado, pero ella recuerda. Y deja caer la posibilidad de escribir sus memorias.

No llegó a hacerlo, pero queda la literatura. Esta aproximación de Slavenka Drakulić le devuelve la voz, una voz que no es (solo) la de una matemática brillante, sino la de una mujer con conflictos como los de cualquier mortal: la marginación social, el desamor, el temor por los hijos, la soledad. No la convierte en una heroína todopoderosa, sino que retrata a una mujer que se derrumba, que se arrepiente, que no siempre sabe lidiar con los reveses de la vida. Humana, en definitiva. Ahí reside el interés de volver la mirada al pasado, de recuperar historias desde la conciencia de hoy: antes habría sido imposible abordar la salud mental, la maternidad o el cuestionamiento de la persona de todo un Albert Einstein como se hace aquí.

El resultado es espléndido. La autora domina el arte de la sutileza para dar forma a una Mileva rica en matices, ni hiriente con él ni autocompasiva, una mujer coherente con la sociedad en la que ha crecido, que no es una feminista aguerrida porque no puede serlo, que sufre la ruptura en silencio. No cae en el exceso de datos al que tiende a veces la novela histórica, sino que se mete en la mente de la protagonista, la interioriza para abordarla desde la intimidad, con contención, hondura y elegancia. Y sin excesos: apenas 200 páginas de buena literatura que sintetizan una vida y nos recuerdan que no hay peor renuncia que abandonarse a una misma.