La cara oculta del Museo Thyssen
Aquí no se escuchan los murmullos de los visitantes. No hay que aguardar para ver el Retrato de un campesino de Cezanne. No hay prisas, ni colas, ni se toman fotografías para subirlas a las redes sociales. Aunque sí se comparte un mismo objetivo, que el arte sea para todos un disfrute. Frente a las salas repletas de visitantes, la cara que no se ve ni se puede visitar del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid funciona con la precisión de un reloj. O con la del pincel del pintor, usando el simil más artístico (y evidente). Con motivo del Día de los Museos, le pedimos a su director artístico, Guillermo Solana, que nos haga de guía improvisado y nos enseñe el backstage y las entrañas de uno de los museos más visitados de España. El año pasado acudieron casi un millón de personas a ver su colección y exposiciones temporales como las de Pisarro, el Hiperrealismo o Impresionismo y aire libre. Pero, ¿qué se cuece por detrás?
Comenzamos el recorrido por la cara 'oculta' del Thyssen en la sala de Restauración. Quizás sea la zona que más llamaría la atención a ese hipotético visitante que pudiera deambular por la zona de oficinas del museo. Nada más entrar en esta luminosa sala con aspecto de laboratorio y por donde campan a sus anchas las obras de arte, desnudas, sin marco y, por ello, con un esplendor casi más cautivador, nos encontramos con Alejandra Martos, una de la restauradoras del museo. Está trabajando en Burbuja de jabón azul de Joseph Cornell (en la imagen). Una poesía minimalista y surrealista con la que el artista rememoraba su infancia y, sobre todo, una obra muy frágil. Ha llegado hasta las manos de Alejandra porque quieren exponer abierta esta cajita –siempre se ha mostrado cerrada– para poder admirar la representación del mar que hizo Cornell en el pequeño cajón inferior. “Es una obra muy delicada”, confirma mientras tintinean las copas y los cilindros en su interior. Aprovechando la coyuntura, prosigue, están arreglando unos casi imperceptibles arañazos que tiene la madera en la parte superior. “Usamos unos lápices hechos con cera para disimularlos”, dice. “Esto es como un pequeño CSI. Hay una parte más moderna pero también artesana como toda la vida”, prosigue.
Pero la verdadera magia que nota aquel que tiene la fortuna de colarse en esta sala de 'operaciones' del Thyssen llega al levantar la vista. Ahí estamos a escasos centrímetros de un Van Gogh, en una distancia que nos permite mirar casi de tú a tú la agitación de sus trazos. O frente a El arroyo de Brème de Courbet, que esta aquí, explica Martos, porque en el marco había xilófagos (unos pequeños bichitos) y a la Composición nº1 con rojo y azul de Mondrian, que antes de salir de viaje hacia una exposición recala unos días en el taller para hacer un exhaustivo informe sobre su estado. Una suerte de DNI que le acompañará y se contrastará a su vuelta, y que se suma a toda la información que, como si de un pasaporte se tratara, cobija su trasera, donde se acumulan las pegatinas de museos de París, Londres o España donde se ha dejado ver. Tan llamativas son estas traseras de algunas obras que Guillermo Solana las compartió en su Twitter y tuvieron tan buena acogida (miren la pieza que hizo sobre ellas Carlos del Amor en el Telediario) que Paloma Alarcó, la jefa de conservación de pintura moderna del museo, tiene la idea de hacer una exposición en la que podamos admirar las más curiosas. “Algunas son como baules de la Piquer”, nos garantiza Solana.
Pero volvamos a la sala. Como decimos hasta aquí llegan las obras de arte para hacerles un chequeo antes de un viaje, ponerlas a punto o arreglar cualquier tipo de deterioro antes de que este vaya a más. Esta es la teoría porque cuando el cuadro llega a la mesa, es él el que manda. “La obra te va marcando. Hay trabajos muy lucidos como puede ser una limpieza y otros mucho más complicados, que dan más problemas y pueden estar en el reverso y nadie lo aprecia. Y todos son igual de necesarios”, señala.
Junto a un enorme Casas Carbó, en pleno montaje tras solucionar durante un mes y medio los problemas de craquelado que presentaba la pintura en su superficie, nos ejemplifica sus palabras con Pesca (Pescadores) de Goncharova. Esta obra viajará en breve a San Feliu de Guíxols, donde se encuentra el Espai Carmen Thyssen. Había llegado hasta la sala de restauración para que le hicieran una caja climátizada en su marco pero comprobaron que tenía unos listones clavados con profusión en su bordes. Al quitarlos, “vimos que hay pintura en muchos de los bordes. Vamos a intentar recuperarlos”, nos dice señalando el final de un pie o de unas ramas que quedan ocultos en los cantos del que ahora es su soporte.
Si seguimos girando la mirada, impone de cerca mucho más la Mujer en el baño de Lichtenstein. Formará parte de la próxima exposición Mitos del Pop, que se inaugura el 10 de junio, y antes de eso ha llegado para, concluimos con Martos, “pasar la ITV”. Hablando ya en serio, y con la suficiente cercanía como para ver los trazos de lápiz que sobrevivien por debajo del azul y el rojo que utilizó el pintor americano, cuenta que van a hacerle una “semilimpieza”, pero tampoco es una tarea fácil porque debe hacerse en seco, con unos tipos de gomas que absorven la suciedad (nos enseña una mota casi impercetible en un tono como ocre) pero con todo el cuidado para seguir manteniendo esos trazos originales que ahora sí podemos ver bajo las pinceladas azules de la barbilla y el pelo de la joven. “No puede ser peor el remedio que la enfermedad”, añade. Aprovechamos para preguntarle si no impone respeto el hecho de tratar con tales obras de arte. “Sí pero aprendes”, responde rememorando la primera obra 'gorda' que tocó: Fue La ninfa de la fuente, de Lucas Cranach, el Viejo. “Es un cuadrazo”, añade.
Huelga decir que para el voyeur amante del arte es todo un privilegio pasar por este laboratorio pero donde realmente somos conscientes de la magnitud del trabajo es ante Jugadores de billar de Stepanova. Esta obra de las vanguardias rusa ha llegado hasta aquí porque tiene demasiadas deformaciones, aseveran frente al lienzo extendido en una mesa y con saquitos con distintos pesos puestos en las zonas que están consolidando. Esta es la parte artesanal, reitera Martos. “Son saquitos caseros que hemos hecho nosotros con distintos pesos” para rematar un trabajo tan preciso y minucioso que hay lugares del cuadro con tonos de pintura tan débiles y craquelados que correrían el resigo de caerse. Los materiales a los que tenían acceso en Rusia en la época, nos recuerdan, tampoco es que fueran los mejores sino más bien un tanto precarios. “Mejorará. No quedará plano porque estaba muy duro pero mejorará”, dice la restauradora.
Pero no solo se cuece todo en este lado de la sala, al fondo, en el laboratorio, la ciencia, los microscopios, los ordenadores y toda suerte de aparataje se alían con la parte artesanal. Andrés Sánchez, bioquímico del laboratorio, nos enseña una pequeña muestra de un milímetro que han obtenido del cuadro de Stepanova antes de que los restauradores se pusieran a trabajar en él. Es minúscula, tanto que una simple pestaña le doblaría en tamaño, pero al pasar por el microscopio nos muestra que “la pintura se ha removido. El color aparentemente negro también tiene granos azules. Lo que hoy vemos negro era azul en un principio”, enseña. “Nunca las muestras ponen en peligro ni la integridad material ni estética de la obra”, añade para señalar que su función es analizar, como en cualquier laboratorio, una obra, su técnica, materiales, realización, escuelas, maestros... y la manera y efectos de la restauración así como investigar nuevas tratamientos de restauración.
Las exposiciones
Antes de bajar a las salas del museo, hacemos un alto para ver cómo es el día a día del trabajo en las oficinas del Thyssen. Y, lo más importante, la organización de las exposiciones. “Normalmente mi idea es que las exposiciones que coincidan en el tiempo sean lo más diferentes que se pueda”, explica Guillermo Solana.
Este verano arrancan dos: Mitos del Pop (del 10 de junio al 14 de septiembre), que a buen seguro será de las grandes visitadas de la temporada, y Alma-Tadema y la pintura victoriana en la colección Pérez Simón (del 25 de junio al 8 de octubre). En otoño llegarán Impresionismo americano (del 4 de noviembre al 1 de febrero de 2014), procedente del Musée des Impressionnismes de Giverny y organizada por la Terra Foundation of American Art con el objetivo de “hacer dialogar a nuestra colección americana con la suya”, y Valentino (del 22 de octubre al 18 de enero de 2015). Nos detenemos en esta precisamente porque será otra de las grandes de la temporada y porque nos encontramos a Solana hablando de ella con sus colaboradores. Tienen frente a la mesa un proyecto al que se refieren como “espectacular” en varias ocasiones pero que hay que ajustar al espacio expositivo del museo. En ello están, viendo si irá a la zona de las temporales o necesitarán parte de la permanente. Adaptando, negociando y “en el cuerpo a cuerpo”, dice simbólicamente el director artístico del Thyssen.
Esta exposición, cuyo proyecto a día de hoy se prevé que se llame El jardín secreto de Valentino y se centre en jardines divididos por tonos y atmósferas que albergarán entre uno y dos centenares de trajes del genio de la alta costura, se está creando en exclusiva para el Thyssen. “Inicialmente se hizo una exposición en el Museo Ara Pacis de Roma y otra en Somerset House de Londres. La idea que tuvimos cuando vimos el año pasado la de Londres fue traerla pero no se pudo. Así que ya, con más tiempo y abandonando la idea inicial, hemos emprendido un proyecto completamente nuevo que no tiene nada que ver con las anteriores”, explica Solana. “Es complicado –prosigue– porque tiene una escenografía como de ópera pero nuestro espacio es reducido. Cuanto más espectacular es la escenografía menos gente puede verla. Ahora estamos trabajando con los diseñadores, Patrick Kinmonth y Antonio Monfreda, que siempre han trabajado con Valentino y hacen muchos montajes de ópera por Europa, sobre esto”. “Nuestro espacio expositivo es limitado y no no comparable con los museos vecinos, con el Reina Sofía ni con el Prado, ni siquiera con otros museos que han ido apareciendo en España”, agrega.
Y sobre la mesa, junto con el resto de trabajo, los presupuestos para el próximo año. “Aún no sabemos nada pero espero que no haya más recortes. El año pasado hubo algo, el anterior más aún [2,2 millones frente a los 3 millones de euros] y espero que nos dejen como estamos, en torno a dos millones de subvención anual que es el 10% de nuestro presupuesto”, afirma.
Seguridad y mantenimiento
La última parada de nuestra visita deja los lienzos y los despachos de lado y nos lleva de lleno a las entrañas del museo. Una de sus patas fundamentales es la seguridad. Cámaras, muros y cristales blindados, volumétricos, detectores de incendios, personal... Ni un centímetro del edificio escapa de la vigilancia sin que esta resulte agresiva para el visitante. “La seguridad no es una cosa. Son varias. En el Thyssen tenemos seguridad física y pasiva, desde cristales y muros blindados hasta sistemas en el alcantarillado, seguridad activa por sensores, y la humana”, señala Andrés Pérez, el jefe de seguridad del museo. “Es cara, es molesta, a veces incordia pero es imprescindible. En este museo, que es muy abierto, se incordia poco. Todo está muy integrado y aunque parece que no hay nada, todo está muy vigilado”, agrega.
De nuevo, estamos delante de una maquinaria perfecta de la que podemos únicamente apreciar algunas de sus más de 300 cámaras de videovigilancia que están operativas y grabando cualquier movimiento las 24 horas del día. Al contenido ya de por sí sensible del museo, hay que sumar su cercanía con el Congreso de los Diputados, que da más de una interferencia en el día a día, y la cantidad de manifestaciones que se suceden en la carrera de San Jerónimo o en las concentraciones deportivas en la fuente de Neptuno. “Generan mucha presión porque están aquí encima”, confiensa Solana.
Pérez nos lleva, y nos recuerda que no podemos hacer fotos, al corazón del sistema de seguridad: el CRA, un centro de control autorizado por la policía plagado de monitores y ordenadores donde varios trabajadores controlan salas, pasillos, cubierta o sótanos del museo. Allí, por ejemplo, comprueban el aforo (durante nuestro recorrido hay 894 visitantes en el interior del museo), cuentan con un sistema de seguridad avanzado que detecta el no movimiento de los vigilantes en el que caso de ocurrir algo dentro de esa sala al más puro estilo control de realización de una televisión, y preguntamos por cómo se protegen los cuadros. Obviamente no nos van a desvelar todo, nos dicen entre risas, pero sí un par de curiosidades: Esas pequeñas antenas que muchos hemos podido ver en varias esquinas de las salas del museo y una especie de tarjetas hipersensibles que están colocadas en las traseras de los cuadros. Con un pequeño roce e incluso un golpe cercano a la obra, automáticamente salta una estridente alarma en esta sala. “La gente normalmente no tiene la tentación de tocar una obra”, cuenta Pérez aunque nos desvela que en la pasada exposición de Cartier, “una de las más exigentes en cuanto a seguridad”, estas alarmas saltaron muchas veces por los choques de frente y nariz contras las vitrinas.
Por último, junto a José Antonio Martín, encargado de mantenimiento, hablamos de algo fundamental para las obras de arte: el control de la iluminación (natural y artificial), la temperatura (entre 20 y 24ºC) y la humedad (en torno al 52%). Un equipo de diez personas se ocupa del mantenimiento del museo, desde la climatización hasta el aire acondicionado, la electricidad o los requirimientos de los actos y eventos especiales que se llevan a cabo en el museo. El paseo que hacemos con él va desde la cubierta del edificio, con los magníficos lucernarios proyectados por Moneo en la restauración del edificio y tres grandes torres de refrigeración, hasta los sótanos donde trabajan tres inmensos climatizadores (en la foto), las calderas o los aparatos que controlan la humedad de cada zona de forma independiente. Además, todo se ha adaptado en los últimos tiempos al consumo sostenible y la reducción de emisiones, una inversión, matiza Martín, que ha compensado la subida energética y ha supuesto una disminución del consumo. “Se ahorra pero siempre con la premisa de la conservación de las obras. Eso es lo importante”, cuenta. Mirando la panorámica del sótano 3 nos dice: “El público no alcanza a imaginar lo que no se ve en este museo”. Lo hemos comprobado.