Hace unos días, en China, se identificó al paciente cero del virus que estremece al mundo. El primer contagio tuvo lugar a mediados de noviembre y su origen fue en Hubei. Se trata de una persona de 55 años de la que poco más se sabe.
Para que la investigación diese resultado fueron necesarias muchas horas de trabajo, siguiendo pistas concluyentes hasta llegar al foco de infección. Porque toda investigación conlleva una serie de pautas a seguir una vez descubierta la evidencia del problema. Se van recopilando informaciones y formulando preguntas, a la vez que se van desechando hipótesis. Llegar a concluir con certeza quién fue la primera víctima del brote del contagio es tarea tan ardua como delicada.
Pero no vamos a seguir hablando aquí de la pandemia que va a cambiar el escenario económico, político y social de este mundo; un virus que ha dejado al descubierto la miseria del sistema neoliberal. Vamos a hablar de música, o mejor dicho, de cómo los archivos comprimidos de mp3 cambiaron el escenario de la industria musical.
Entrado el siglo, la descarga de música se fue extendiendo de manera imparable con el uso doméstico de las computadoras. La conexión a Internet haría el resto. Los bucaneros de la industria discográfica vieron reducido su poder, minuto a minuto, con la llegada de lo que denominaron con desprecio piratería. Es curioso, pues hasta ese momento tuvieron patente de corso para apropiarse de los derechos de autor a cambio de una firma sobre un contrato discográfico. Los ejecutivos de las disqueras dejaron de gozar de privilegios y acabaron reciclándose en otros ámbitos de la industria cultural. Napster, Emule o Bit Torrent fueron palabras malditas que nunca pudieron achicar en sus pesadillas.
El origen de esta pandemia que asoló el mercado discográfico tuvo su origen en la relación entre dos actores. Por un lado Karlheinz Brandenburg, creador del mp3, y por otro Dell Glover, trabajador de la planta de CD, un currela que sacaba los discos calentitos para luego subirlos a la red, disponiéndolos así para su descarga.
En su ensayo titulado 'Cómo dejamos de pagar por la música' (Editorial Contra), el periodista norteamericano Stephen Witt lleva a cabo una labor de investigación que nos conduce hasta Dell Glover como el paciente cero. Se trata de un libro que se lee como si fuese una novela policíaca y donde aparecen limusinas con cristales tintados, maletines negros y mucha tensión.
Un agujero negro, un fallo en el sistema de seguridad de la planta de CD, será la posibilidad que aproveche Glover para ir sacando las últimas novedades de una industria que siempre estuvo condenada al fracaso. El sistema capitalista es lo que tiene: es como un buque que, cuando choca contra un iceberg, se hunde mientras la orquesta de a bordo se pone a desafinar con histerismo.
Pero lo más curioso es que Glover no se beneficiaba económicamente por subir música a la red. No. Además lo hacía bajo un nombre inventado, un nombre falso que llegó a ser verdadero en el mundo virtual y que revivía cada vez que lanzaba una novedad. Los agradecimientos, el protagonismo y, sobre todo, algo tan falso como el prestigio, llevaron a Glover a filtrar una montonera de discos en la red. Glover, un currela anónimo, buscaba participar, es decir, formar parte de una pandi, no quedarse orillado; ser alguien aunque ese alguien tuviese un nombre falso.
No hay que asombrarse. Lo estamos viendo hoy en las redes sociales. Gente con avatares falsos que buscan un sitio, que participan y opinan, que tienen una manera un tanto rara de pedir cariño. Con esto quiero decir que una sociedad donde las relaciones están falsificadas es una sociedad enferma. Quien no lo asuma seguirá diciendo que la realidad hace trampas.