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Los úteros rotos por el machismo en Congo

Trinidad Deiros

Kivu Norte (República Democrática del Congo) —

Llegó moribunda, con las entrañas que se habían desgarrado en alguna pista enfangada entre su pueblo y Rubaya, en el territorio de Masisi, en la región oriental de Kivu Norte, esa tierra marcada por los rescoldos de la guerra en Congo. Tenía 35 años, seis hijos y su útero se había roto durante el parto del séptimo.

Cuando los hombres que la llevaban en unas parihuelas entraron en el hospital, ya estaba en shock: su sangre se había quedado por el camino. Era julio de 2016 y esta madre había llegado al hospital cuando ya nadie podía ayudarla.

“No sé cuántas mujeres he visto morir así durante años. Mujeres que llegaban con el útero roto cuando ya era demasiado tarde”, dice el doctor Leonidas Banyuzukwabo, uno de los médicos del centro hospitalario de Rubaya.

Parir en la República Democrática del Congo, sobre todo en las zonas rurales, no es muchas veces una elección, sino un deber, como ocurría en Europa cuando se consideraba que los hijos eran una riqueza, la única a la que podían aspirar los pobres. Una visión que en Congo sigue viva, impuesta por un patriarcado que alcanza su paroxismo en territorios como el de Masisi, un lugar en el que sólo cuatro de cada diez niñas sabe lo que es sentarse en un banco de escuela, según Naciones Unidas.

La belleza de postal suiza de esta tierra, sus colinas verdes y sus vacas frisonas sirven de paradójico escenario de abundancia para la honda miseria y la violencia que padecen las personas que allí habitan.

Sobre todo, las mujeres. Ser mujer en Masisi es ser madre y además es serlo pronto y cada año. Y si quien nace es un varón, mejor, pues las niñas valen poco para la cultura local. “No basta con tener dos o tres hijos. Lo que se espera de la mujer es que tenga nueve o diez vástagos”, explica el médico, un número que supera con creces la media congoleña de 6,1 hijos por mujer. Si la esposa no cumple estas expectativas, “se arriesga al repudio por parte del marido” y a verse en la calle sin nada y separada de los hijos que ya ha tenido.

Por esa razón y porque ellas mismas han interiorizado que su obligación es tener muchos hijos, las mujeres de Masisi siguen engendrando incluso si para ello tienen que poner en peligro sus vidas. Y eso sucede no pocas veces, pues los matrimonios y embarazos precoces, y esas gestaciones numerosas y sin respiro entre ellas, son factores de riesgo de diversas complicaciones obstétricas.

Una de ellas es la rotura de útero, la misma a la que sucumbió la mujer que llegó en shock al hospital de Rubaya, rara en Occidente, pero que en Congo sigue matando. La misma que sufren cada mes “tres o cuatro mujeres” solo en el pequeño centro de salud de Kibabi, que depende de Rubaya, asegura otro médico congoleño, el doctor Emmanuel Kasole.

“Una buena mujer es la que no cuesta dinero”

Tanto ese centro de salud como el hospital del que depende son de propiedad estatal pero, hasta hace poco, eran de pago, pues en Congo no existe una sanidad pública. Una cesárea costaba unos 66 euros y para reunir esa suma las familias debían vender lo poco que tenían. Eso si poseían algo, pues muchos habitantes de la región viven de trabajos precarios en las minas de coltán y manganeso que dominan Rubaya. Esa pobreza está detrás del hecho de que muchas de esas mujeres que el doctor Leonidas ha visto morir durante años acudieran al hospital “demasiado tarde”.

Pero la miseria no lo explica todo. Otro factor remite de nuevo a una terrible desigualdad de género: “Aquí, una buena mujer es la que no cuesta dinero: la que pare en casa y por abajo. Una mujer que pare en el hospital es tachada de vaga e inútil. La religión es otro aspecto. Hace poco, escuché a un pastor protestante que decía que si las ratas paren naturalmente, no veía razones para que las mujeres se sometieran a cesáreas”, se indigna el médico.

Esta “mentalidad empezó a cambiar hace cuatro años y medio”, asegura el facultativo, cuando una ONG italiana, Cooperazione Internazionale (COOPI), con financiación de ECHO, la agencia humanitaria de la Unión Europea, empezó a apoyar con proyectos de cooperación al hospital de Rubaya y varios centros de salud de la zona. Desde entonces, de acuerdo con los cálculos de la ONG, unas 200.000 personas del territorio de Masisi han disfrutado de atención sanitaria gratuita

Anticonceptivos con permiso del marido

La joven doctora Gracia Ndimi Kabwe representa otro de los rostros de la mujer congoleña: formada, políglota e independiente. Cuando llegó a Rubaya para trabajar en el proyecto de la ONG, los niños la llamaban “Mzungu” (blanca, en swahili). Ella lo atribuye a sus vaqueros, que probablemente los críos sólo habían visto llevar a las pocas occidentales que pasan por la ciudad.

La gratuidad de los partos, la puesta en marcha de dos bancos de sangre y la construcción de un quirófano en el centro de salud de Kibabi han contribuido a una reducción “drástica” de la mortalidad materna, asegura la doctora. Pero el riesgo ligado a los embarazos repetidos y la mentalidad que hace que “cuando una mujer se casa, su cuerpo pase a ser propiedad de su marido”, siguen ahí.

La mujer pobre y rural en Congo no sólo “no puede negarse a mantener relaciones sexuales con su pareja”; tampoco tiene control sobre su fertilidad, una situación amparada por una legislación en la que coexisten un derecho consuetudinario que sigue primando en las zonas rurales y unas igualmente misóginas leyes heredadas en parte del colonizador belga.

Una de ellas, que data de 1920, así como el artículo 178 del Código Penal, prohíben la venta de anticonceptivos. Pese a ello, los métodos de control de la natalidad se venden libremente desde hace décadas y el gobierno hace campañas en favor de la planificación familiar. Para completar este panorama esquizofrénico, una decisión ministerial de 2009 –arrancada por las feministas congoleñas– autorizó los anticonceptivos con la promesa aún no cumplida de abrogar la norma de 1920.

Ninguna de estas leyes exige el permiso marital para que la mujer utilice métodos anticonceptivos ni para que se someta a una cesárea o a una ligadura de trompas. Sin embargo, el carácter contradictorio de la legislación nacional, unido a un Código de la Familia que define al hombre como “jefe de la familia”, ha provocado que en la práctica las mujeres con pareja tengan que pedir permiso a sus compañeros para utilizar anticonceptivos o someterse a operaciones relacionadas con su fertilidad.

En las zonas rurales, el “hombre tiene la última palabra”, subraya el doctor Leonidas. De ahí que muchos profesionales sanitarios exijan dichas autorizaciones maritales para protegerse de posibles demandas en los tribunales.

Antes de practicar una cesárea, los médicos de Rubaya presentan al padre una autorización para que la firme. Si el marido no ha venido con la parturienta, el consentimiento se reclama a la persona que la acompaña, que “normalmente es su suegra”, dice el médico mostrando uno de esos documentos firmado con una huella digital.

“El 80% o más de nuestras pacientes son analfabetas”, añade. En casos extremos, el personal sanitario ha tenido que amenazar a algún padre con “arrastrarlo a los tribunales” para obtener ese consentimiento y salvar la vida de su mujer, si bien la información de que sin la cesárea madre e hijo pueden morir “suele bastar”.

Los anticonceptivos suscitan todavía más resistencias, a causa de la religión y del mito extendido en Congo de que utilizarlos provoca esterilidad definitiva: “Recuerdo a una paciente de 38 años, madre de 14 hijos, el último por cesárea, otro grave factor de riesgo para la rotura de útero. Le advertí de que el próximo embarazo sería la muerte y, aun así, no nos permitió ligarle las trompas. Cuando le propusimos un implante anticonceptivo, dijo que lo pensaría y se marchó. No ha vuelto. Ve a saber si era ella o el marido quien se negaba”, recuerda el médico.

En el centro de salud de Kibabi, Gentille come con su bebé al lado. Tiene 18 años y es su primer hijo. Ha nacido por cesárea y el doctor Kasole le explica que debe evitar un embarazo en los próximos 18 meses. Su útero podría romperse y ella vive a 20 kilómetros del centro. “Tengo que hablar con mi marido”, susurra la chica. Cuando se insiste en preguntarle su opinión, dice: “Estoy de acuerdo… pero hay que esperar a ver qué dice mi marido”.