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Análisis

Sobre la detención de la expresidenta Añez y sus ministros: cómo evitar un revanchismo judicial en Bolivia

Áñez, expresidente de facto de Bolivia, presa

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Bolivia vivió desde noviembre de 2019 una verdadera montaña rusa política. Los que estaban arriba pasaron a estar abajo y, más tarde arriba de nuevo, casi sin transición. 

La última imagen de esta saga es la de la expresidenta interina Jeanine Áñez aprehendida en su residencia en Beni, en el oriente del país, y trasladada a La Paz, donde quedó detenida de forma preventiva. Una foto publicada en la prensa la muestra detrás de unas rejas hablando presumiblemente con sus abogados.

Sin duda, hay muchos delitos que podrían ser imputados a la exsenadora, que saltó de manera sorpresiva a la presidencia del Estado después del derrocamiento de Evo Morales y la renuncia de los presidentes de ambas cámaras en medio de un clima social extremadamente violento hacia los militantes del Movimiento al Socialismo (MAS). La asunción de Áñez no se ajustaba a la letra de la Constitución y fue justificada, entonces, con una jurisprudencia derivada de una Carta Magna anterior, con el argumento de que el centro del poder no podía quedar vacío.

La expresidenta fue detenida tras una denuncia de la diputada del MAS Lidia Patty, que involucra a varios exfuncionarios y otras figuras políticas en la megacausa llamada “golpe de Estado”. También fueron detenidos algunos de sus exministros, mientras que otros de sus colaboradores, como el otrora símbolo del ala dura de su gobierno, Arturo Murillo, se encontraban ya fuera de Bolivia. Para unos “finalmente se va a hacer justicia”. Para otros, incluida la propia Áñez, se trata solo de una venganza política.

Más allá del análisis fino de los juristas, es posible enmarcar la causa en un contexto más amplio: la falta de independencia del poder judicial boliviano, que no disimula su seguidismo al poder político de turno, lo que, sumado a la corrupción, lo ubica como el poder del Estado con menos prestigio en el país. En este marco, estas “megacausas atrapatodo”, con imputaciones sobre “sedición”, “terrorismo” y “conspiración”, son particularmente funcionales, ya que se arma un cúmulo de acusaciones, siempre imprecisas, de delitos ya de por sí problemáticos. Por eso no fue casual que cuando cayó Evo Morales lo llenaran también de este tipo de procesos. Y fue menos casual aún que cuando el MAS retornó al poder, estos se esfumaran como por arte de magia. Los “antecedentes” escritos en la orden de aprehensión contra Áñez son una lectura política de los eventos de noviembre de 2019, no el fundamento de un arresto.

Por otro lado, la causa “golpe de estado” corre el riesgo de mezclar la incitación al golpe (si es que eso puede probarse de ese modo) con el gobierno que lo sucedió. En lo primero, Áñez y varios de sus ministros no tuvieron ningún papel. Y en lo segundo no lo tuvo el cruceño Luis Fernando Camacho, que sí fue una figura clave de los acontecimientos de noviembre. 

Sin duda, hay razones para juzgar a Áñez y otros miembros de su gobierno, pero mejor sería especificar delitos concretos –por ejemplo respecto de las represiones en Senkata y Sacaba– y no mezclar todo, lo que, al margen de los problemas propiamente judiciales que ello implica, tiene consecuencias políticas: mostrar a un gobierno revanchista, después de haber recuperado el poder de manera incuestionable por la vía electoral.

Como señaló el director ejecutivo de Human Rights Watch para las Américas, José Miguel Vivanco, “En el gobierno de Áñez hubo graves violaciones de derechos humanos, incluyendo dos aberrantes masacres. Deben ser investigadas seriamente con pleno respeto al debido proceso. La orden de detención contra Áñez no se refiere a esas masacres sino que la acusa de ‘terrorismo’ sin aportar pruebas”.

En segundo lugar: ¿se va a detener a Luis Fernando Camacho –acusado también en el caso– y que acaba de ganar la gobernación de Santa Cruz con más del 50% de los votos? ¿Y a Iván Arias, ministro de Áñez, que ganó las elecciones para la Alcaldía de La Paz el 7 de marzo? ¿O solo a Áñez, que sacó 15% en Beni y selló su fin político, y a exministros sin peso político?

El argumento para la detención, en un país que hace uso y abuso de las detenciones preventivas, es el riesgo de fuga. En efecto, al no haber certezas de juicios justos, en Bolivia el riesgo de fuga es una constante. El costo de escaparse al exterior es siempre menor al de enfrentar procesos donde la defensa jurídica tiene un papel secundario. Eso es así más allá de quien gobierne, especialmente en el clima polarizado de las ultimas dos décadas. Por eso, Evo hizo bien en exiliarse.

No obstante, bajo el gobierno del MAS se violentó el derecho al refugio en varias ocasiones: dos de ellas fueron con personajes de signo opuesto. Uno fue el senador Roger Pinto, refugiado en la embajada de Brasil durante más de un año, al que nunca se le permitió salir y finalmente fue sacado ilegalmente del país con escándalo incluido en la Cancillería brasileña. Otro es el del exguerrillero italiano Cesare Battisti, entregado en unas pocas horas en medio de una oscura operación entre la policía boliviana y las de Brasil e Italia, seguida de cerca por Jair Bolsonaro y el entonces hombre fuerte italiano Matteo Salvini. Los derechos humanos, lamentablemente, no forman parte del discurso del MAS, aunque durante su gobierno se avanzó mucho en saldar viejas deudas en términos de igualdad. Estos se siguen viendo con sospecha, como si los hubiera inventado la CIA.

El gobierno de Áñez fue revanchista en toda la línea y un gran retroceso para el país. El ministro de Gobierno Arturo Murillo no disimuló su control de la Policía y de la Fiscalía para llenar de procesos al expresidente y perseguir personalmente y con un estilo de matón a cualquier persona vinculada al gobierno anterior. El ministro de Defensa Luis Fernando López hacía gala de un violento discurso anticomunista propio de los años 60 y 70. Y grupos de extrema derecha civiles amenazaban incluso a embajadas. Sin olvidar a columnistas de diarios y analistas que hacían de comparsa y convencían a todos de que “el MAS tenía un rechazo del 70%”. En ese marco, las masacres de Sacaba y Senkata son delitos mucho más concretos ante los cuales las antiguas autoridades deberían responder ante la justicia. Pero precisamente porque la izquierda denuncia lawfare por todos lados, debería ser cuidadosa con eso cuando está en el poder. 

La crisis boliviana de 2019 tuvo muchas dimensiones: el no reconocimiento de un referéndum en 2016, movilizaciones callejeras masivas, respuestas oficiales confusas frente a denuncias de “fraude” sobreactuadas, amotinamiento policial (la policía se suele sumar cada vez que hay conflicto), conspiraciones políticas varias y crisis interna del bloque de poder articulado por el MAS (por eso no hubo movilizaciones en su apoyo).

Todo eso derivó en lo que con Fernando Molina llamamos una “contrarrevolución” (con unos militares que al “sugerir” la renuncia del presidente transformaban todo ese paquete en “golpe”). Por diversas razones –torpezas propias, divisiones en el bloque anti-MAS, COVID-19– ese proceso no pudo consolidarse. Y la dinámica posterior mostró que estaba lejos de constituir un régimen pinochetista, como algunos creían en el exterior. Muchos de ellos me apostaron que Áñez y su gente nunca jamás dejarían que el MAS volviera al poder, incluso ganando. Era obvio que no podrían impedirlo si el MAS ganaba. Lo cierto es que las elites tradicionales del occidente boliviano están debilitadas sin retorno y las de oriente (Santa Cruz) carecen de vocación y prestigio nacional. Por eso el bloque indígena-plebeyo-popular del MAS pudo volver a ganar las elecciones, por paliza, un año después. Y por eso el Congreso no fue disuelto tras la caída de Evo.

El propio papel de la entonces presidenta del Senado, Eva Copa, es interesante de destacar y muestra que la lectura de lo ocurrido en 2019/2020 es resistente a las simplificaciones excesivas: como otros diputados, fue más pragmática que Evo y los exiliados frente al nuevo gobierno, al que reconoció. Hubo en ello una mezcla de realismo político, la voluntad de varios parlamentarios de seguir cobrando sus dietas, y el reconocimiento de que entonces el clima no favorecía una rebelión popular para reponer al MAS en el poder. Considerada “funcional” a Áñez, Copa no fue elegida como candidata a alcaldesa de El Alto. Por eso compitió hace dos semanas por fuera y, en esta ciudad que resistió con fuerza a Áñez, obtuvo más del 65% y 40 puntos de diferencia sobre el candidato del MAS. 

Salvo que el lawfare sea siempre “del otro”, un gobierno con una buena imagen dentro y fuera del país como el de Luis Arce Catacora quizás no gane mucho victimizando a quienes perdieron. Y el país tampoco gane nada repitiendo las peores dinámicas de una justicia que en la imagen popular aparece muy cerca de la extorsión y a años luz de cualquier imagen de la balanza.

Como dijo un analista cercano al oficialismo, con este juicio desprolijo el gobierno responde a una demanda de sectores de base del MAS, que lo acusaban de “blando”, pero le da la espalda a gran parte del electorado, que no quiere más polarización. Sin duda, se podía haberse impulsado un juicio a Añez que fuera más legítimo.

PS

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