¿Dónde está el arte subversivo contra Trump?
Una de mis obras de arte político favoritas de todos los tiempos es una fotografía diabólica de Richard Nixon, dibujada por Andy Warhol en 1972. El rostro de Nixon, que se disputaba la carrera presidencial con el candidato demócrata George McGovern, aparece envuelto en una sombra enfermiza de color verdeazulado, que se acentúa con un fondo naranja chillón. Justo debajo, unas letras mayúsculas garabateadas rezan: “Vota a McGovern”.
Pienso en este maravilloso y subestimado -también profético- cartel de propaganda cada vez que a veo a Donald Trump. La inevitable posibilidad de que Trump se convierta en el candidato republicano es espantosa. Pero por lo menos abre las puertas al arte incómodo y crispado.
La política ha sido objeto de sátira incluso desde que William Hogarth pintase en su obra maestra, An Election Entertainment, un desenfrenado banquete Whig (del Partido Liberal británico) donde tiene cabida todo tipo de horrores. En el famoso póster Hope de Shepard Fairey, que captura la emoción de la candidatura de Barack Obama en 2008, está todo bien, pero el mejor arte político (como las campañas políticas más potentes) nunca es positivo. Es rotundo, descarado y muy negativo.
¿Serán capaces los artistas liberales y de izquierdas de ignorar el monstruoso carácter de Trump? Si no, siempre nos quedará su representación de la terrorífica criatura de HP Loveraft, Cthulhu, que protagoniza su propia carrera hacia la Casa Blanca en una suerte de parodia de la pesadilla que vive Estados Unidos.
¿Les seguirán otros ahora? No estoy seguro de que Jeff Koons haya expresado nunca su opinión política, pero Trump -con sus antepasados alemanes, rostro naranja y pelo a lo kitsch- sería un maravilloso modelo para los artesanos bávaros que el artista suele contratar. De hecho, si escogiese a Trump como patrón para sus siguientes estatuas policromadas, el resultado podría ser una bonita decoración para las sedes demócratas.
Quizá Chuck Close podría hacer uno de sus enormes murales de un primer plano de la cara de Trump y que sirviese como cartel para el Partido Demócrata. La pura rareza del republicano es lo que le convierte en una obra de arte en movimiento. ¿Y una cámara lenta de sus desvaríos en los discursos? O algún montaje que haga referencia por encima a sus surrealistas opiniones y estilo de vida. Hay tantísimo material.
En la República de Weimar, el genio satírico del Dadaísmo, John Heartfield, usó fotomontajes para denunciar a Adolf Hitler. Si el ataque a la democracia de Trump es tan peligroso como parece -insiste en negar la entrada a los musulmanes, lo que no le distancia demasiado del Ku Klux Clan-, Estados Unidos necesita a un Heartfield, y rápido.
¿O acaso existe? Solo hay un problema con las burlas de Warhol hacia Nixon o las imágenes viscerales de Heartfield sobre Hitler. Ninguno tuvo mucho impacto. Nixon consiguió ser reelegido en 1972 y habría sido necesario mucho más que un fotomontaje para frenar a los nazis. El póster de Warhol sobre la campaña presidencial tiene especial relevancia en las elecciones de este año. Y es que todos recordamos a Nixon, pero, ¿quién recuerda a McGovern?
Era el Bernie Sanders de 1970, un político radical apoyado por estudiantes idealistas y jóvenes entusiastas. Para Nixon fue fácil vencer a un candidato tan de izquierdas, a pesar de contar con la simpatía de muchos artistas.
El arte no gana elecciones. Lo hacen los candidatos. El cartel de Hope solo tuvo resultado porque Obama era un candidato excepcional. Por lo que si queremos acabar con Trump, no es momento de lamentarse por el ideal de Bernie Sanders. Si fuese un artista, no haría sátiras sobre Trump justo ahora. Pintaría un póster de Hillary Clinton ¿Y el mensaje? Nuestra última esperanza.
Traducción de Mónica Zas