Pese a mi afecto e interés por los epicúreos, reconozco que es el romanticismo el movimiento que con más frecuencia y facilidad se suele vincular a los ecologistas, aunque en este caso también hay que delimitar coincidencias y lejanías; porque hay que partir de que se trata de un movimiento esencialmente cultural, con derivaciones y componentes muy diversos, que van desde la literatura y el arte hasta la filosofía y el nacionalismo, pasando por la crítica social y, más todavía, la científico-técnica.
Creo que, aparte de la tradicional filiación ecologista en términos de marxismo o anarquismo, late en este movimiento una llama romántica. Y es en el Discurso sobre las ciencias y las artes, de Rousseau (1750) donde pueden percibirse notas y sentimientos plena y actualmente ecologistas. Este filósofo es generalmente admirado en el ecologismo tanto por su amplia y compleja obra como por sus contradicciones y miserias personales (aunque, en realidad, pase por prerromántico).
De los rasgos generales románticos es verdad que una buena parte es aprovechable por el 'fondo' ideológico ecologista, como esa definición de “revuelta contra todos y contra todo” y las notas que remiten a la acción y el militantismo por los ideales por los que se opta: un fondo de rebeldía que subyace bajo todo lo que incluye la intervención política (que, sin embargo, los románticos eludían).
La libertad sin trabas, y la reacción contra la razón (ilustrada) triunfante y el intelectualismo que valoraba más el conocimiento que el sentimiento, son otras notas esenciales que el ecologismo asume. Así como el impulso y la intuición, la sinceridad y el aborrecimiento de toda doblez; y la imaginación y creatividad, desde luego, por sobre cualquier otra arma, cualidad o aspiración.
Los románticos buscaban la ruptura expresa de ciertos legados del pasado, aun inmediato, como la fe en la ciencia, que cuestionaban seriamente por escurridiza, o en la técnica, por problemática: la verdad objetiva, apuntaban, no existe. Tampoco se sometían a las normas morales al uso o de mayor reconocimiento. No dudaban en la reivindicación de un pasado austero y heroico, así como de la cultura popular y campesina, lo que implicaba la crítica de la ciudad y el retorno al mundo rústico; que son sentimientos y actitudes propios, también, del ideario ecologista, coincidente casi exactamente con el impulso romántico, tan fervoroso, de exaltación de la naturaleza.
Los románticos muestran, como los epicúreos aunque en una onda menos filosófica, un anhelo de unidad y totalidad en el mundo físico envolvente que es compatible con el canto a la diversidad cultural: esto es muy ecologista y ya en el 'Manifiesto de Daimiel' (julio de 1978), una de las primeras reuniones programático-ideológicas del movimiento ecologista, se establecía el “rechazo al monopolio de la normalidad”, así como la condena de la uniformidad que impone la vida económica.
Y, como planteamiento persistente y de calado, algo más que dudas sobre el progreso, ni siquiera el material (científico-tecnológico, diríamos), que es una corriente crítica en la que los ecologistas nos hemos insertado activamente. Esto se relacionaba con la angustia sentida por las pérdidas perceptibles, culturales e incluso físicas, y no podía evitar un aire general pesimista, que llega al fatalismo en ocasiones. Esta nota, la del fatalismo romántico (ese que refleja la frecuente muerte joven de aquellos artistas e intelectuales, bien por la tuberculosis o la peste, bien por suicidio o en duelo) aparece de forma simultánea con el exaltado optimismo que lucen casi todos, abriéndose paso en un mundo que se empeñan en hacer nuevo. Y coincide, en ambos extremos con el ecologismo militante, que es ecopesimista ante la degradación ambiental, pero infatigable sin embargo en toda lucha que pueda contener este proceso. Unos y otros creen que es el empuje de la voluntad humana lo que hace posible la (tan necesaria) transformación del mundo.
Aunque de mi modesta biblioteca romántica el libro que más me ha interesado y formado (en mis notas, preciso “en el período 1993-98”, no recuerdo ahora por qué) ha sido El romanticismo (1997), del profesor, filósofo y politólogo inglés Maurice Cranston, he disfrutado inmensamente cuando he leído textos como El romanticismo: tradición y revolución (M. H. Abrams, 1992) o Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (R. Safranski, 2009). Y reconozco haber caído, entusiasmado, ante La república de los espíritus libres (P. Neumann, 2021), centrado en el llamado 'Círculo de Jena' que fue, en gran medida debido a la personalidad de Goethe, el crisol del romanticismo alemán (el más potente). Pero para dar pistas sobre el ecologismo, aunque apenas lo mencione, Isaiah Berlin nos vale siempre: por ejemplo, con Las raíces del romanticismo (1999), pero también con el genial El fuste torcido de la humanidad (1992). No he encontrado, sin embargo, trabajo alguno que relacione, directamente, romanticismo y ecologismo, tarea que sigue pendiente (y que el lector podrá ir explorando).
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