Andrés Pedreño y María Giménez son diputados de Podemos en la asamblea Regional de Murcia
Desde Peña Zafra se ve la cima de la Sierra de la Pila. Es una pequeña pedanía cruzada por el límite municipal de Fortuna y Abanilla. Accedimos a esta pedanía una soleada mañana de abril, desde Fortuna, cruzando La Garapacha y Fuente Blanca. Adentrarse en esos parajes es como volver a un mundo mediterráneo de huertas y oliveras que afortunadamente aún sigue perviviendo.
En Peña Zafra nos espera un grupo de vecinos y vecinas que se han organizado en la Plataforma de Afectados por las Explotaciones Mineras de Peña Zafra, Balonga y Quibas (PAEM-PBQ). Nos enseñan su territorio de vida y lo que amenaza a esos terruños: las canteras de mármol y de áridos. Están rodeados de canteras en activo (y también algunas abandonadas sin que se aprecie restauración ambiental alguna). Están funcionando hasta tres molinos de trituración de piedra para hacer cemento blanco y otros materiales. Por todas partes se ven escombreras que amenazantes se inclinan hacia las casas de los vecinos y los cultivos.
Hay una polvareda constante y persistente que se levanta con el funcionamiento de los molinos y con el trasiego de los gigantescos camiones dumper. Cuando íbamos por la carretera tuvimos la falsa impresión de que era niebla. Pero no, son nubes densas de polvo. Esta es la contaminación que denuncian los vecinos. Entre las partículas en suspensión, también hay polvo de sílice. Nos cuentan que dos trabajadores del molino más cercano tienen silicosis (enfermedad crónica del aparato respiratorio que se produce por haber aspirado polvo de sílice en gran cantidad). Hay polvo por todas partes, en el interior de las casas, sobre las hojas de los árboles, en el ambiente…
La impresión es que las casas de los vecinos y sus tierras están literalmente cercados. Es más es como si las canteras, con sus pistas de acceso, sus escombreras y sus camiones en movimiento permanente, quisieran terminar engullendo las casas y los cultivos. Peña Zafra es como la aldea gala de los comics de Asterix y Obelix. Aquí también resisten con tesón a las explotaciones mineras. ¿De dónde sacan la pócima mágica que los hace tan fuertes en esta lucha tan desigual de David contra Goliat?
Los vecinos nos enseñan el madroño, un antiguo árbol de tronco rugoso que hace unos años dejó de dar sus sabrosos frutos y que parece que va a formar parte del Catálogo de Árboles Singulares de la Región. “Nos lo están envenenando” dicen. Lo han convertido en símbolo de su lucha. Peña Zafra sigue la lógica del poblamiento rural característico del sureste: su origen ancestral está vinculado a dos o tres manantiales. El trabajo intensivo de las canteras de mármol y árido ha desecado prácticamente esos manantiales. A Peña Zafra le han arrebatado las fuentes que están en el origen de su poblamiento. Sobre uno de los manantiales desecados crece un hermoso rosal silvestre cuyos vivos y alegres colores contrastan con el árido terruño. Sobre otro de los manantiales, crecen olmos y cañas.
De entre el pinar y los manantiales se abre una cañada que los vecinos siguen cultivando con su ancestral sabiduría campesina. Olivos, almendros, higueras, algo de huerta.
Todo apunta a que acabando con los manantiales que están en el origen del poblamiento de Peña Zafra, los canteros quisieran enviar un mensaje muy claro a los vecinos y vecinas: “Sobráis, vuestras tierras serán algún día parte de la cantera”. Sin embargo, muchos de estos vecinos que tienen un pasado campesino, en algún momento de sus biografías, han tenido una larga vida laboral en las canteras, gracias a las cuales pudieron darle un futuro a sus hijos e hijas, inclusive para que estudiaran en la universidad (de hecho, una de las portavoces de la Plataforma es ginecóloga especialista en cáncer de útero). Por su experiencia laboral en la cantera, nos cuentan, no piden que las cierren, sino que haya algún tipo de ordenación medioambiental para evitar la contaminación e impedir que sigan destrozándoles sus cultivos y formas de vida. Como ahora están jubilados o prejubilados han vuelto a recuperar sus viejas tierras para seguir trabajándolas como hacían sus antepasados desde hace generaciones.
El cortijo donde nos invitan a comer es antiquísimo. Más de doscientos años. Han tratado de conservar su magnífica arquitectura tradicional. También han recuperado una antigua bodega, con dos soberbios toneles de madera de roble que crían un vino excelente. Al fuego de la chimenea cocinan una sartén de migas donde comemos más de diez o quince personas. Alrededor de esa mesa aquella mañana había cuatro generaciones –desde unas niñas de siete y catorce años a un anciano de 93- degustando esas migas con cebolla, tropezones y pescadilla.
Allí sentados tuvimos la impresión de que estábamos descubriendo la pócima mágica con la que se mantienen unidos. Es el viejo saber de tejer comunidad alrededor de la mesa, del fuego, las migas, el madroño, el rosal, la bodega, el cortijo, las pedrizas que aquí llaman ribazos, los cultivos de los antepasados y la alargada sombra del enorme pino piñonero bajo el cual resiste al tiempo y a las canteras el antiguo cortijo de más de 200 años.
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