España (también) es un país de inmigrantes
Esta semana dos noticias, aparentemente no vinculadas entre sí, circularon en los medios de comunicación europeos. Por una parte, la información sobre la muerte de los cuatro integrantes de una familia de la Plaza de Tetuán en Barcelona, entre ellos dos niños pequeños, debido a un incendio ocurrido en el local comercial en el que vivían de manera irregular. Por otra parte, la publicación del Informe sobre Migración Global 2022, un reporte bianual en el que la Organización Internacional de Migración (OIM), dependiente de la ONU, actualiza los datos sobre migración internacional.
Una de las novedades del informe de este año es que España entró en el top 10 de los países receptores de inmigrantes (pág. 25), un puesto arriba del decimoprimer lugar que registró en 2020. Durante los últimos dos años el número de llegadas al territorio español subió un 23%, para sumar un total de 6,6 millones de inmigrantes internacionales viviendo en España, que conforman el 14,6% de la población total del país. Esta es una proporción mayor a la de, por ejemplo, Estados Unidos, que en el mismo reporte registra un total de 13,1% de población total que es inmigrante (pág. 202).
A pesar de estas cifras, es poco común que España sea vista por la comunidad internacional, y por los mismos españoles, como “un país de inmigrantes”, calificativo comúnmente utilizado para hablar de Estados Unidos. Los inmigrantes en España aún están lejos de poder ejercer una ciudadanía completa, tanto en el sentido administrativo, que requiere de tiempos y procedimientos burocráticos, como en función de su pertenencia a una comunidad democrática y en movimiento, en la cual ––en teoría–– los derechos básicos de todo individuo son protegidos por el Estado y la sociedad.
Poco después de ocurrido el incendio en el que murió la familia que ocupaba como residencia un local comercial vacío, se supo que los padres eran inmigrantes, la madre de Rumanía y el padre, de Paquistán. La pareja llevaba una década viviendo en España, y en ese periodo les fue imposible encontrar una manera de regularizar su situación migratoria. Si no estás legalmente en el país, no tienes un NIE, y si no tienes un NIE, no puedes trabajar legalmente. Sin un trabajo estable, difícilmente podrás arrendar un piso; es posible que encuentres un espacio para vivir, pero posiblemente no cumplirá con las condiciones mínimas para ser considerado una vivienda segura. Dado que no tienes una dirección legal, no podrás empadronarte, ni contratar servicios como agua o electricidad, ni pedir apoyos para tus hijos durante los tiempos difíciles. En resumen, no existirás en los registros de este país: eres un sin papeles. Hasta que un día, el único registro que quede de ti sean las notas del periódico o la televisión.
¿A dónde pertenece una persona que ha vivido diez años en un país, que ha sobrevivido a pesar de todo, que ha hecho amigos, que ha aprendido el idioma, que ha tenido hijos en ese país, que, así sea recogiendo chatarra para revenderla, ha jugado un rol en la sociedad? ¿Cuánto tiempo debe pasar para que una persona “demuestre” que merece ser considerado ciudadano?
Un día después del incendio, un hombre que vive en el piso sobre el local que se quemó, habló en un noticiero de radio sobre las víctimas, sus vecinos. Relató que con frecuencia se oían discusiones, pero que también que la familia procuraba vivir de la manera más digna posible en el espacio que ocupaban. Uno de los hijos del vecino jugaba con frecuencia con el hijo mayor de la pareja inmigrante, quienes llegaron a vivir ahí tras la tormenta Gloria, en 2018.
En los dos años siguientes la familia fue contactada por los servicios sociales de la ciudad de Barcelona, pero un entramado de competencias y regulaciones dificultó otorgar ayuda integral a todos sus integrantes, básicamente por carecer de documentos. Funcionarios de todos los niveles de gobierno han salido a dar explicaciones y justificaciones, pero muy poco se ha escuchado sobre el problema de fondo: mientras el marco jurídico en materia de inmigración no cambie para ajustarse a la nueva realidad de España ––país de inmigrantes, receptor de energías y talentos diversos que constituyen un bono demográfico––, las grandes y pequeñas tragedias, las que salen a la luz pública y las que permanecen al fondo de los espacios ocupados, seguirán repitiéndose por todo el país.
El reporte de la OIM señala que a pesar de la pandemia de COVID-19, en 2020 se registró un incremento en el flujo de migrantes en las rutas mediterráneas: las llegadas crecieron un 86% y 1.500 migrantes africanos desaparecieron mientras viajaban por mar hacia España, Italia o Malta; eso no va a cambiar. Conscientes de esto, desde hace unos meses algunos estados de la Unión Europea debaten la creación de un nuevo pacto sobre migración y asilo en el que, entre otras cosas, se buscaría atender el fenómeno de la migración irregular creando acuerdos entre los países de origen y destino, mejorando la gestión de las fronteras externas de la UE, y estableciendo una distribución de responsabilidades.
Cualquier nuevo acuerdo es bienvenido, pero para que se cumpla, el principal requisito es la voluntad. Si empezamos cumpliendo los acuerdos que ya existen, podríamos recordar el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, firmada por España en 1950, en la que se establece que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”, y que “la maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales”.
A la familia de la Plaza Tetuán, y a los otros miles que viven donde pueden, arriesgándose cada noche a una nueva tragedia, las naciones más democráticas del mundo olvidaron garantizarles los derechos básicos para mantenerlos vivos.
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