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Trump contra el estado moderno

Imagen de archivo de Donald Trump
19 de enero de 2025 22:18 h

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Antes de tener posesión de su cargo, Donald Trump sorprendió a medio mundo con sus intenciones prioritarias como presidente de los Estados Unidos (EEUU). Trump se propone, si es necesario con la fuerza militar, anexionarse Groenlandia, que forma parte de Dinamarca, y el canal de Panamá, y también convertir a Canadá en el estado número 51 de lo que llama América (esto se supone sin la fuerza militar).

Trump pretende, según dice en aras de los “intereses nacionales” (el control de las rutas del Ártico), la expansión del territorio de los EEUU mediante la invasión de otros territorios, rompiendo con ello los más elementales principios del derecho internacional y de la paz entre los pueblos, que tanto ha costado conseguir tras un siglo XX sangriento, particularmente en Europa. Recuerda el colonialismo del presidente Theodore Roosvelt, que controló las Filipinas después de la guerra con España.

Donald Trump seguro que no sabe que con su desafiante programa estelar de gobierno está quebrando el corazón de lo que llamamos Estado. El principio de territorialidad es el más decisivo para el Estado moderno. Un principio que descansa en la aceptación de fronteras geográficas como límite material para el ejercicio del poder y como espacio vital de los pueblos y naciones.

El territorio actúa como límite y como derecho. El territorio del Estado actúa como límite a la soberanía estatal. A la vez, la doctrina del derecho internacional señala que el Estado es titular de un derecho a la soberanía territorial frente a otros sujetos de la comunidad internacional, lo que se traduce en el derecho a ejercitar sus poderes dentro del territorio y a no sufrir expoliaciones del mismo, es decir, la intangibilidad del propio territorio. De ahí el derecho a rechazar todo acto de violación de la soberanía territorial.

El territorio sustituyó históricamente al fundamento personal del poder político, a través de siglos, en el mundo occidental.

Hay tres hitos esenciales en la construcción territorial del Estado moderno. El primero es el Tratado de Westfalia – o tratados de Osnabrück y Münster – (1648), que acaba con el imperio y el papado como estructura de poder en Europa y da luz al Estado como forma política estable.

El segundo es la abolición de las monarquías absolutas en el siglo XIX y su sustitución por regímenes constitucionales. Quien abrió el camino fue precisamente Estados Unidos (Constitución de 1787), que sustituyó a las colonias británicas.

Y el tercer y más relevante hito fue la aprobación el 26 de junio de 1948 de la Carta de Naciones Unidas, después de la II Guerra Mundial contra el nazismo y el fascismo. Una Carta impulsada y firmada por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, los Estados Unidos, la República francesa, el Reino Unido, la República Popular China y la URSS (luego reemplazada por Rusia).

El artículo 2.4 de la Carta dice: “Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”. Este es el precepto que Trump no duda en vulnerar si fuese necesario.

Esta es la perspectiva exterior de su política. La interna se basa en el desprecio de lo que el partido republicano llama “deep state”, es decir, la administración que desarrolla los servicios públicos. Es un concepto desintegrador del Estado el que tiene Trump, que prefiere las lealtades personales.

Volviendo a la concepción antiestatal de su política exterior – si se le puede llamar política a lo que está lleno de incertidumbres –, la reacción de Trump ante la invasión de Ucrania ordenada por Vladímir Putin fue una vez más imprevisible. No condenó la ilegal y brutal acción sino que le pareció un acto propio de un “genio”. No se le conoce a Trump un llamamiento a restablecer las fronteras de Ucrania, como hicieron el gobierno Biden, la Unión Europea y la OTAN.

En realidad, la (no) idea de Trump sobre el Estado se acerca más a la aparición de una dimensión competidora con el espacio geográfico como es “el espacio virtual de la digitalidad” (Petra Dobner), sobre el que pierde control y autoridad el Estado. La presencia tan intensa de Elon Musk en el nuevo gobierno de EEUU y la escandalosa pleitesía manifestada por los líderes de las grandes tecnológicas (Zuckerberg, Bezos, Pichai Cook) a la presión conservadora son una muestra evidente del sector de poder económico que Trump potenciará por todos los medios. Hasta el fondo Black Rock se ha resituado en esa línea “antiwoke” y antidiversidad de raza y género.

La Unión Europea se verá indudablemente afectada por la llegada de Trump a la Casa Blanca, para el cual la relación transatlántica es más una carga que una alianza en la que no cree. No es posible por ahora adivinar – salvo su obsesivo proteccionismo comercial – qué medidas adoptará la impredecible nueva administración norteamericana más allá de su objetivo de fortalecer su preeminencia mundial. Pero hay algo claro: la opción de la UE ha de ser más integración europea y menos nacionalismo; más transición tecnológica, compatible con una reindustrialización competitiva; más política social y más valores europeos.

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