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¿Y ahora qué, Europa?

Fotografía de archivo del presidente de Francia, Emmanuel Macron. EFE/EPA/MOHAMMED BADRA
20 de febrero de 2025 22:03 h

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Durante largos períodos de tiempo no pasa nada y, de repente, todo parece cambiar abruptamente. En los años setenta los paleontólogos Stephen Gould y Niles Eldredge basaron su teoría evolutiva en esta misma idea, defendiendo que la evolución no discurría de forma continua y gradual, sino que un equilibrio que parecía estable se interrumpía de manera súbita, provocando un cambio radical. Nuestra propia especie, argumentaban, es el resultado de uno de esos momentos donde la tranquilidad es distorsionada por una gran conmoción. Para decir algo parecido, pero esta vez en terreno político, se recurre habitualmente a una expresión popularizada por el poeta Mario Benedetti: “Cuando teníamos todas las respuestas, de pronto nos cambiaron las preguntas”.

Probablemente es lo que está pasando de nuevo, aunque aún no estemos preparados para asumirlo completamente. Al fin y al cabo, nuestra forma de procesar la información –es decir, de pensar– parece funcionar bajo el principio de optimización de la energía, lo que supone que tendemos a preferir las respuestas con las que estamos familiarizados antes que plantearnos si hay que replantearlo todo. Pero estamos en uno de esos momentos en los que la confusión es tan generalizada que parece evidente que algo anda mal en las respuestas que solíamos dar a las viejas preguntas.

Donald Trump está poniendo el mundo patas arriba. Pero a diferencia de Eduardo Galeano, que lo hizo figuradamente para exponer la desigualdad y la injusticia dominante en todas partes, el presidente de Estados Unidos está rediseñando el mundo para beneficio de un proyecto político muy concreto. Y para ello no tiene reparos en hacer saltar por los aires todas las normas y costumbres a las que el mundo desarrollado estaba acostumbrado. Trump le ha dado una patada al tablero de juego, y tanto sus aliados y como sus adversarios aún siguen petrificados ante la mesa.

Con este escenario, vamos a intentar aclararnos con algunas ideas organizadas en quince puntos:

1. El contexto. Vivimos en un planeta con recursos limitados, y el ansia baconiana por doblegar y dominar la naturaleza ha conducido a que nuestras sociedades industriales sean profundamente dependientes de materiales y fuentes de energía que están distribuidos asimétricamente por el mundo –un capricho de la geología–. Por si fuera poco, el uso de combustibles fósiles provoca el calentamiento global, el cual altera las condiciones de vida en todas partes al tiempo que, entre otras cosas, eleva las tensiones migratorias hacia los países desarrollados. 

2. El proceso. Desde hace más de doscientos años la narrativa convencional sobre el crecimiento y el desarrollo de las sociedades humanas establece que el camino al progreso está definido por la capacidad para industrializarse, esto es, para sustituir trabajadores por máquinas de alta potencia física que son impulsadas por combustibles fósiles y que elevan la productividad del trabajo. Al lograrlo, las sociedades se enriquecen (especialmente en términos per cápita) y sus trabajadores pueden disfrutar de salarios más altos y mejores servicios ofrecidos por Estados más sólidos. Esta senda fue recorrida por Europa occidental y Estados Unidos, primero; luego, y a velocidad de vértigo, por la URSS; y, recientemente y también muy rápido, por los países asiáticos, destacadamente por China a partir de la década de 1980. 

3. El conflicto. Ese contexto y ese proceso arriba descritos no son compatibles, y mucho menos para todo el mundo. Desde los años setenta es de dominio público que el impacto en el planeta –la “huella ecológica”– del American Way of Life es insostenible, lo que quiere decir, en su versión más generosa, que no es posible generalizar ese estilo de vida a los casi 10.000 millones de personas que se prevé que vivan en el planeta para 2050.

4. El punto ciego del liberalismo. Por alguna extraña razón, el liberalismo europeo –encarnado políticamente en las diferentes corrientes democrático- conservadoras y socialdemócratas– no ha prestado apenas atención a estos puntos. Sus visiones económicas han quedado atrapadas en el viejo marco del comercio internacional y sus mantras –el reino de la ventaja comparativa ricardiana–, mientras defendían al mismo tiempo valores y principios democráticos legados por el momento fundacional antifascista de una Europa que no quería repetir la experiencia nazi. Sin embargo, la presión de las nuevas tensiones –la migración, la inflación, la guerra– está impulsando a las extremas derechas, y parte del liberalismo está desertando en favor de los discursos reaccionarios.

5. El lugar de cada uno en la economía-mundo. Decía Wallerstein que la división internacional del trabajo se hizo efectiva a partir del siglo XVI, cuando el primer imperialismo estableció las relaciones económicas globales. Entonces todavía se intercambian especias, patatas, plata, algodón… Hoy el mundo es mucho más complejo, pero sigue la misma lógica. Algunos países se especializan en segmentos de baja intensidad tecnológica, como poner la mano de obra barata, y otros en alta tecnología, como el software de los productos electrónicos. En esta economía-mundo las cadenas globales de valor son el paradigma de cómo un determinado producto está compuesto por piezas procedentes de una veintena de países distintos, los cuales compiten por encontrar la forma más rentable de incorporarse a la división internacional del trabajo.

6. Los que mandan. La economía y las armas siempre estuvieron unidas. Hoy el término popular para referirse a la política económica de Trump es el de “weaponization of trade”, ya que usa el comercio como arma para fines estratégicos. Ya se sabe: si no haces lo que quiero… te pongo un arancel. EEUU lo hace porque puede. En menos de dos meses ya han cedido Colombia, México e incluso Canadá. Pero EEUU puede porque se trata de la economía más fuerte del mundo. 

7. Los que mandaban. En el año 2000 las dos grandes potencias económicas que dominaban las cadenas globales de valor en sus segmentos más tecnológicos –y más rentables– eran Estados Unidos y Alemania. Veinte años más tarde las dos principales son Estados Unidos y China. El ascenso de China, así como de otros países asiáticos, va de la mano de la pérdida de espacio de Estados Unidos y de la caída aún más aguda de Alemania y sus socios europeos. China exporta el 33% del valor de aquellos productos que se consideran críticos por razones comerciales, es decir, de aquellos productos que venden muy pocos países pero que casi todo el mundo quiere. La mayoría de ellos tienen que ver con equipamiento electrónico, es decir, móviles y semiconductores.

8. La guerra comercial. Estados Unidos comenzó la guerra comercial con China en 2018, estableciendo nuevas barreras comerciales y haciendo más caro el producto chino que entraba en territorio americano. China respondió con represalias del mismo tipo. Su relación es de amor-odio, pues el déficit comercial de Estados Unidos con China también tiene su contrario en la financiación de la deuda pública estadounidense por parte del dinero chino. La nueva y ampliada guerra comercial no es un capricho de Trump, sino, como ha recordado Yanis Varoufakis, una estrategia económica violenta, arriesgada, pero también coherente, con la que busca recuperar el poder perdido en las últimas décadas.

9. ¡Son los recursos! China lleva décadas expandiéndose por todo el mundo para adquirir el control del abastecimiento de materiales y energías clave para el futuro, lo que además afecta a la transición ecológica -los grandes conversores energéticos, como los paneles fotovoltaicos o los aerogeneradores, requieren significativas cantidades de estos materiales-. Como ha explicado magistralmente la periodista Olga Rodriguez, la visita de Biden a Angola antes de dejar la presidencia fue el primer y tardío acercamiento estadounidense a un continente en el que China cuenta con muchísima ventaja. Un ejemplo evidente es que en cuanto a extracción de tierras raras (minerales críticos y muy escasos) China tiene en torno al 60% del mundo, mientras que EEUU está en torno al 10%. 

10. Ucrania. Unos días antes de la famosa llamada a Putin, Trump le dijo a Ucrania que debía pagar la ayuda militar con tierras raras. Mucha gente se escandalizó, probablemente porque seguía pensando según los viejos códigos según los cuales la ayuda a Ucrania era sobre todo una obligación moral. Pero Trump no respeta esos códigos, ni responde al esquema de las relaciones internacionales de la Organización Mundial del Comercio. Lo suyo es algo mucho más bruto y descarnado, un tipo de imperialismo económico que no duda en acompañar con la fuerza. Ya lo comentamos al hablar del caso de Groenlandia.

11. Rusia. El país que dirige con mano de hierro Putin no es un gran actor económico, pero además de una fuerza nuclear es uno de esos territorios bendecidos por la geología para los tiempos modernos. Rusia tiene las mayores reservas de gas natural del mundo, en torno al 20%, y exporta actualmente casi un 8% del total mundial. Europa dependía de las importaciones de petróleo y gas natural de Rusia de manera crítica, y para hacer frente a la importante reducción de dichas importaciones tras la invasión a Ucrania tuvo que elevar su dependencia de las importaciones de gas natural procedentes de Estados Unidos. Fue un negociazo para EEUU, ya que las exportaciones de gas natural por parte de Estados Unidos se han incrementado un 624% desde el año 2000 y el precio de un barco con gas natural licuado ha pasado de costar 60 millones de dólares a 275 millones de dólares. 

12. La cuestión de la democracia. La idea democrática se está apagando. Las principales potencias del mundo son China, una dictadura de partido único, y Estados Unidos, una decadente democracia con vocación oligárquica. La provisión de la energía que necesitan las sociedades industriales procede de países como Rusia, Arabia Saudí, Irak o Emiratos Árabes. En este contexto, la realpolitik se impone y cada vez parece importar menos la forma de gobierno de los actores internacionales. La cuestión democrática emerge sólo en formas retóricas y muy seleccionadas, como para el caso de Venezuela, y casi siempre por motivos locales. 

13. Europa. La Unión Europea, y si se quiere también el Reino Unido, está en una encrucijada crítica. Ninguno de sus miembros está entre las potencias económicas, quizás con la excepción de una Alemania que ha desaprovechado su ventaja tecnológica de final del siglo pasado al dejarse seducir por el neoliberalismo, lo cual además acentuó los problemas internos de la Unión Europea al agrandar la brecha económica con el sur. Alemania ha dedicado mucha más energía en mirar al este, pensando en la mano de obra barata y cualificada que ofrecían los países de la antigua URSS, que en fortalecer un proyecto comunitario. Por si fuera poco, Europa carece de unidad política, la extrema derecha aliada de Trump crece tanto electoralmente como culturalmente y hay países, como Hungría, que no ocultan que preferirían aliarse con Trump y Putin antes que seguir en la Unión Europea. Para empeorar las cosas, también hay una izquierda despistada que confunde soberanía monetaria con antieuropeísmo.

14. La alternativa. Inglaterra tuvo la fortuna de disponer de abundantes reservas de carbón para iniciar la Revolución Industrial, y el carbón también estaba en el continente para terrorífica disputa entre Francia y Alemania. Pero la Unión Europea no tiene gas natural ni petróleo, las fuentes de energía primaria contemporáneas. Quizás por eso sus ideólogos miraron siempre con más cariño las ideas del libre mercado. Su dilema, tal y como se presenta a veces, es depender de Rusia –petróleo y gas natural– o de Estados Unidos –gas natural licuado–. Sin embargo, en realidad hay otra alternativa: construir la independencia sobre la base de la transición ecológica. Las energías renovables tienen sus complicaciones, pero son absolutamente imprescindibles para frenar el calentamiento global y, en este caso, para ganar autonomía estratégica frente a Rusia o Estados Unidos.

15. Plan de estímulo. No transitas a una economía 100% renovable a través del mercado, sino a través de la planificación. Incluso el liberal Draghi ha reconocido este punto en su informe dirigido a la Comisión Europea. La heterodoxia se ha abierto camino en Europa en la última década, y aún lo hará más en el futuro. El fondo de recuperación post-pandemia debería ser un ejemplo a seguir, mejorado y ampliado. Se trata de diseñar y financiar un plan de transición ecológica que permita a las sociedades europeas tener un futuro decente. Sin seguridad energética ni siquiera hay seguridad alimentaria, de modo que se trata de un aspecto central de la política interna -no sólo de la externa-. Incluso es un buen momento para reordenar el papel del BCE. Por qué no, si son tiempos de urgencia y serán también tiempos de innovación. De hecho, probablemente no quede otra alternativa si se pretende proteger la independencia frente a los imperialismos de Estados Unidos y Rusia. Quizás sea la única forma de salvaguardar la democracia en estos tiempos.

En definitiva, Europa está en una encrucijada histórica. La crisis climática, la reconfiguración geopolítica y el declive del viejo orden liberal no son fenómenos aislados, sino piezas de un mismo tablero donde se define el futuro para esta y las siguientes generaciones. Seguir dependiendo de la inercia del pasado —de la dependencia de los combustibles fósiles, del dogma del libre mercado, de la fragmentación política— es condenarse a la irrelevancia estratégica y al colapso democrático. La única alternativa real es una transición ecológica planificada, que no solo reduzca la dependencia de Estados Unidos y Rusia, sino que también reconstruya una soberanía basada en la justicia social y energética. No es solo una cuestión de independencia económica: es la última oportunidad para que Europa tenga algo que decir en el siglo XXI.

 

 

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