Y se abrirá la puerta de los Leones. Y entrará Felipe VI. Y allí estarán para arropar su presencia los presidentes del Gobierno, del Constitucional, del Poder Judicial, así como las presidentas del Congreso y el Senado. Y unas crónicas destacarán el plante de los diputados de ERC, Bildu, Junts, PDeCAT, la CUP, Compromís y BNG. Y otras subrayarán la ausencia de Juan Carlos I. Y el jefe del Estado hablará, seguro, de la fortaleza de nuestra democracia. Y recordará lo que pasó hace 40 años. Y se felicitará por el fracaso del golpe militar. ¿Y reivindicará a su padre? ¿Y conocerá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
El Congreso ha organizado un solemne acto para conmemorar el fracaso del 23F con la presencia del jefe del Estado y hay debate sobre si la iniciativa es oportuna en este momento de permanente ebullición política. Porque la sombra de Juan Carlos I sobrevolará el Palacio de San Jerónimo; porque Felipe VI tendrá que referirse al papel de un padre que está siendo investigado en los tribunales y al que él mismo ha repudiado institucionalmente; porque por la tarde se debatirá una iniciativa de ERC en el pleno sobre la supresión de la inviolabilidad del jefe del Estado y el aforamiento de la Familia Real; porque el ambiente político está más caldeado que nunca y porque hay quien ve tras la decisión un intento de blanqueamiento de la monarquía.
A los españoles nos han contado que aquel 23F de 1981 fue Juan Carlos I quien salvó la democracia. El relato oficial está instalado en el imaginario colectivo, si bien hay muchas zonas de sombra que en algunas ocasiones han proyectado los testimonios de algunos protagonistas y en otras, las investigaciones periodísticas. Lo que la historia ha tratado de orillar es que hubo un acuerdo tácito para cerrar filas en torno al monarca y a su presunta participación en un golpe que, más allá de la asonada militar, contó con una amplia gama de implicaciones políticas y civiles en busca de un gobierno de concentración nacional. Dicen que porque convenía callar para ocultar la construcción imperfecta de una entonces imperfecta y joven democracia.
Cuatro décadas después, en la política y en el periodismo aún hay quien cree que proteger al rey, sea Juan Carlos I o Felipe VI, es proteger a la democracia. De ahí la opacidad y el silencio cómplice, no durante un año, ni dos, ni diez, ni veinte sobre el 23F. 40 años de misterio y de más sombras que luces han sido posibles gracias a una ley del franquismo que aún hoy protege los secretos oficiales 'sine die' y a la falta de voluntad política para derogarla o modificarla de los sucesivos gobiernos.
Cuando se trata de ocultar, da igual quién promulgue la norma. No hay determinación para destapar aquello, más allá de compromisos retóricos o difusos planes legislativos. Y, ahora que Juan Carlos I es pasto de la crítica y vive en un exilio dorado en Emiratos Árabes por su deshonesto comportamiento con España y los españoles, mucho menos. No habrá quien se atreva a echar más leña sobre el emérito caído.
En España, a diferencia de otros países, no hay plazo de vigencia para que una materia clasificada o secreta deje de serlo. Y no será porque algunos grupos minoritarios de la Cámara Baja no hayan presentado iniciativas para ello y no haya habido compromisos legislativos de diferentes Ejecutivos. También del de Pedro Sánchez. El resultado es que los documentos sobre el 23F siguen hoy sin desclasificarse como si el derecho a la verdad fuese inderogable y una democracia pudiera admitir restricciones a la certeza más allá de 40 años por muy delicada que sea la información para la seguridad o la estabilidad del Estado.
Si, como ha escrito el periodista José Antonio Zarzalejos, en Un rey para la adversidad, el peor adversario de Felipe VI “ha sido y sigue siendo su padre” porque “nadie le ha procurado más daño moral y político que su progenitor, antes y después de su abdicación”, no estaría mal que cuando el jefe del Estado cruce este martes la Puerta de los Leones del Congreso de los Diputados y se dirija al Parlamento diga algo del comportamiento abrasivo de su padre y anime de paso a los legisladores a acabar con cualquier vestigio del franquismo, incluido el de una ley de secretos oficiales que impide conocer la verdad y toda la verdad de lo ocurrido aquel invierno del 81.
El silencio y la inacción no son siempre los mejores instrumentos para el blindaje de una institución que trata de sobrevivir a lo sucedido en el Palacio de la Zarzuela durante casi medio siglo. Y Felipe VI, que tanto habla de regeneración y de democracia, tendrá que interiorizarlo y afrontarlo más pronto que tarde. Con palabras, con gestos y con hechos inequívocos hasta reconstruir lo que su padre destruyó, si lo que desea es que su primogénita algún día sea coronada como Leonor I de España.
P. D. : Una Ley de la Corona, que regule los derechos y las obligaciones de la Familia Real tampoco estaría nada mal.