En la noche del pasado domingo, uno de mis amigos en Facebook subió a esa red social el siguiente mensaje: “Je suis français… hasta el martes a las nueve menos cuarto”. Me hizo sonreír: ese era mi sentimiento y el de la mayoría de mí gente.
Pocas veces en la reciente historia española se ha mencionado tanto la palabra Francia. El domingo por la noche, nuestro vecino del norte nos dio una gran sorpresa y una tremenda alegría a los demócratas españoles al impedir el acceso de la ultraderecha de Marine Le Pen al Gobierno de la República. También nos dio unas cuantas lecciones. La primera es la confirmación de que nada, excepto la muerte, es ineluctable. La vida es imprevisible y, como es imprevisible, siempre cabe la esperanza, decía con sabiduría Graham Greene.
El domingo funcionaron en el Hexágono la movilización popular y el cordón sanitario contra el neofascismo. Millones de franceses fueron a votar contra Le Pen y lo hicieron con inteligencia: optando en cada circunscripción por el candidato, de izquierdas o centroderecha, que tenía más opciones de ganar. A eso lo llaman ahí arriba el frente republicano y, ya ven, es eficaz.
Aun mayor fue la sorpresa de que el Nuevo Frente Popular se situara como el primer grupo político en la Asamblea Nacional. No hagan el menor caso a los políticos y medios de comunicación carpetovetónicos que lo presentan como una coalición de extremistas que pretende implantar el comunismo en Francia. Es una alianza defensiva de fuerzas progresistas con un programa socialdemócrata mucho más tibio que el que llevó al Elíseo a François Mitterrand en 1981.
El Nuevo Frente Popular también envía un mensaje a las izquierdas españolas, tan adictas a distinguir entre el Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. La unidad es un plus para los progresistas, en contra de lo que dicen esos sabiondos que han leído en no se sabe bien qué manual que lo mejor es presentar muchos partidillos a las elecciones, partidillos sin ninguna diferencia ideológica esencial más allá del quítate tú para que me ponga yo. A la gran mayoría de los progresistas les desaniman el sectarismo y el cainismo.
¿Quién dijo que la victoria de la ultraderecha es imparable en todas partes? ¿Quién dio a la izquierda por muerta urbi et orbi? Hace un año, las fuerzas progresistas españolas frenaron la llegada a La Moncloa de la sórdida confederación de Feijóo y Abascal, y, si quiere tener algún futuro, bien haría Feijóo en seguir el ejemplo de los conservadores franceses y no darle ni agua a los ultras. Luego los socialistas ganaron los comicios catalanes y dejaron a los independentistas sin mayoría en el Parlament. Hace una semana, los laboristas arrasaron en Reino Unido y, tres días después, el Nuevo Frente Popular llegó el primero en la carrera hacia Matignon. No está nada mal, me parece.
Fui de los muchos españoles que tatarearon jovialmente La Marsellesa a comienzos de esta semana. Lo hice en la versión de la película Casablanca que inundó las redes sociales tras conocerse el resultado de las legislativas francesas, esa escena en que los clientes del Rick´s Café la cantan para acallar a los nazis. Y también lo hice en una versión que me gusta mucho: la jazzística de Django Reinhardt y Stéphane Grappelli.
La Marsellesa es mucho más que el himno de la República francesa, es una canción universal que entonamos los que resumimos nuestras ideas en la tríada libertad, igualdad y fraternidad. La grandes luchas políticas de hoy siguen enfrentando a aquellos que reivindicamos el Siglo de las Luces y aquellos que quieren abolir su herencia. En el caso francés, los herederos de la República y los nunca del todo desaparecidos herederos de Vichy.
En situaciones como la de estos días, me pregunto por qué hay gente que quiere hacerse la listilla señalando que el vaso está medio vacío. Sí, ya sabemos que los ultras franceses no han desaparecido y son muy fuertes, pero el domingo no pasaron y esto merece una celebración. Sí, ya sabemos que será difícil mantener la unidad del Nuevo Frente Popular y también lo será formar un Gobierno republicano en Francia con la nueva correlación de fuerzas parlamentaria, pero muchísimo peor sería que Bardella fuera ya el inquilino de Matignon. Como sabemos asimismo que el Gobierno progresista de Pedro Sánchez tiene una navegación muy complicada, pero imagínense a Abascal de vicepresidente.
Quizá porque los dos somos ya mayores, comparto lo que escribió aquí mismo José María Izquierdo el lunes: “Hagan el favor de dejarnos a las gentes que abominamos de la ultraderecha –y de la derecha, si empujan ustedes a la sinceridad absoluta– que disfrutemos de estos momentos de regodeo y jarana. Hay pocas alegrías en la casa del pobre. Y esta semana, aleluya, hemos tenido dos: Gran Bretaña y Francia”. Pues sí, compañero Izquierdo, hay gente incapaz de gozar plenamente de las buenas cosas que a veces te da la vida.
Tal y como había anticipado el amigo en Facebook citado al principio, muchos españoles dejamos de ser franceses el martes a las nueve menos cuarto de la noche. Apreciábamos que Mbappé y otros jugadores de la selección francesa se hubieran mojado pronunciándose contra los ultras, pero nosotros estábamos con La Roja esa noche. Y fuimos felices cuando Lamine Yamal, un español de 16 años e hijo de inmigrantes africanos, marcó el golazo del empate en el minuto 22 de la semifinal de la Eurocopa de fútbol. Y cuando se lo dedicó a sus vecinos del barrio obrero de Rocafanda, que Vox llama “estercolero multicultural”, haciendo con los dedos su código postal, el 304. Lamine había publicado en su Instagram: “Muévete en silencio, habla solo cuando sea hora de decir jaque mate”. Y es lo que hizo sobre el césped del estadio de Múnich.
Dani Omo marcó el segundo gol de La Roja y eliminó así al equipo de Mbappé. La Roja, nuestra selección multirracial, pasó la semifinal y estará en la final continental de Berlín de este domingo. Merci, la France! Au revoir, Les Bleus!