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La pandemia de los sentimientos

Bretón, durante el juicio
29 de marzo de 2025 21:55 h

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Doy por supuesto que muchos de ustedes, si no todos, estarán en desacuerdo conmigo. No es un problema. Por tanto, vamos allá: creo que sufrimos una pandemia de sentimientos y que la pandemia está corroyendo los fundamentos de eso a lo que, en principio, decimos aspirar: la sociedad abierta.

Empecemos por lo fácil: la reapertura de la querella presentada por Hazte Oír, una asociación ultraderechista, contra la revista “Mongolia” por “ofensas a los sentimientos religiosos”. Ay, los sentimientos. La Real Academia de la Lengua los define como “estado afectivo del ánimo”. Ya ven qué cosa tan variable, evanescente y difícil de medir. Y, sin embargo, parece que tienen cabida en el Código Penal, algo que por definición sólo debería referirse a hechos concretos y demostrables.

También me ofenden a mí muchas cosas católicas y me aguanto. Es más, estaría dispuesto a manifestarme y firmar manifiestos en favor del derecho de los católicos a profesar libremente su religión y celebrar sus ceremonias. Pero considero intolerable que se cuestione la libertad de expresión, que incluye el derecho a criticar de cualquier forma, incluyendo la más brutal o grosera, porque hay unos “sentimientos” de por medio.

Y esto nos lleva al libro “El odio”, de Luisgé Martín. Ya saben, ese libro en el que, a través de declaraciones escritas y orales, se explora psicológicamente a un tipo tan miserable como para asesinar a sus dos hijos (8 de octubre de 2011) con el objetivo de hacer sufrir a la madre. No tengo intención de leer “El Odio”. Pero creo que todos tenemos el derecho de leerlo. Por una cuestión de principios.

Considero más que probable que el asesino José Bretón, que cumple 40 años de condena, desee con esta nueva “confesión” infligir aún más daño a la que fue su esposa. Un monstruo es un monstruo. Y ni por un momento cuestiono el dolor de la mujer, Ruth Ortiz, o su legítimo recurso a la justicia para impedir la distribución del libro. Ortiz será para siempre, con libro o sin libro, víctima de una atrocidad casi inconcebible.

¿Están los sentimientos de Ortiz por encima de unos fundamentales derechos colectivos, el de la libertad de expresión (que incluye a los monstruos) y el de recibir informaciones y difundirlas (que también incluye a los monstruos)? Esos derechos se establecen, sin limitaciones, en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Si este asunto no fuera tan grave, algunos de sus aspectos provocarían una sonrisa. Me refiero, por ejemplo, al escándalo que expresan algunos medios de comunicación ante la existencia de ese libro. En su momento, dichos medios se pusieron las botas con el caso y obtuvieron beneficios comerciales difundiendo los detalles más escabrosos. Por lo visto, las libertades que rigen para la prensa no rigen para los libros.

También me refiero a quienes defienden la prohibición de “El odio” porque está mal construido (no puedo opinar sin haberlo leído; ellos, sumos sacerdotes de lo procedente y lo improcedente, sí lo han hecho y consideran que los demás no deben hacerlo), porque no se habló con la madre, porque no se respetaron ciertas reglas de los manuales periodísticos. Vaya, esto es nuevo: la censura puede imponerse por razones estilísticas o por un inconcreto baremo de calidad. Si se impusiera este criterio, habría que retirar urgentemente del mercado varios de los últimos premios Planeta.

Y me refiero asimismo a la editorial Anagrama, que ha decidido “voluntariamente” suspender de forma indefinida la distribución del libro porque “en una sociedad democrática [aquí ponen una coma mal puesta] debe existir un equilibrio entre la libertad creativa como derecho fundamental y la protección de las víctimas”. Es decir, que los derechos fundamentales deben “equilibrarse”. Eso mismo vienen proclamando Donald Trump y Vladimir Putin, y no nos parece tan bien.

Evidentemente, Anagrama, como empresa privada, tiene todo el derecho a abdicar de sus funciones. Y yo tengo derecho a lamentarlo.

Hace 14 años que Bretón cometió la atrocidad. En 2004, 14 años después de la matanza de Puerto Hurraco, se estrenó una película sobre el caso, “El séptimo día”, dirigida por Carlos Saura, escrita por Ray Loriga e interpretada por José Luis Gómez y Juan Diego. En Puerto Hurraco murieron nueve personas, entre ellas dos críos de 13 y 14 años. Hubo padres y madres doloridos. Pero no recuerdo ninguna escandalera a raíz de la película. Quizá eran otros tiempos. Quizá interpretamos aquella matanza como un curioso fenómeno folclórico. Quizá las víctimas eran de otro tipo: pobres gañanes rurales. Quizá aún no nos había afectado esta pandemia que pone los sentimientos por encima de las libertades fundamentales.

Recordemos, para terminar, que la libertad no siempre genera cosas hermosas. Y que la ausencia de libertad siempre acaba generando horrores. 

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