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Pesimismo y capitalismo

El presidente electo de EEUU, Donald Trump.
14 de diciembre de 2024 22:15 h

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Hace ya años que la mayoría de los europeos se declara pesimista ante el futuro. Lo mismo puede decirse de los estadounidenses: baste como ejemplo el hecho de que han vuelto a hacer presidente a Donald Trump, un vendedor de crecepelo. Sabemos de ese pesimismo generalizado. A veces lo atribuimos al cambio climático. A veces le atribuimos consecuencias como el auge de la ultraderecha. En cualquier caso, solemos considerar el pesimismo como un simple factor dentro de una ecuación política y económica muy compleja.

Es lo que hace Mario Draghi en su extenso informe sobre la competitividad europea. Dice que nos hace falta innovar para no seguir quedándonos atrás respecto a Estados Unidos y China, que debemos gastar más en armamento y aumentar muchísimo la inversión pública. Y dice también que hay que acabar con el nacionalismo y con el pesimismo. El pesimismo, decíamos, como simple factor social.

El pesimismo está justificado. ¿Vivirán nuestros hijos mejor que nosotros? Parece que no. ¿Vivirán peor? Parece que sí. Pensar de este modo induce por fuerza al pesimismo. ¿Por qué creemos que el futuro será peor que el presente, que a su vez vemos peor que el pasado inmediato? Porque el clima está cambiando, porque las corrientes migratorias crecen de forma incontrolable, porque los salarios reales son cada vez más bajos, porque el acceso a la vivienda es cada día más difícil, porque no sabemos vivir sin consumir productos innecesarios, porque no sabemos qué hacer con la inmensa cantidad de residuos que generamos.

En resumen, somos pesimistas ante la evolución de un hipercapitalismo que se acelera año a año. Pero procuramos no decirlo porque no somos capaces de imaginar alternativas o, simplemente, porque no deseamos pasar por antisistema, aunque en secreto lo seamos. Si quieren una montaña de datos sobre la historia y la histeria del capitalismo, y descubrir que el sistema es relativamente reciente (cuatro siglos), les interesará un libro de Fabian Scheidler: 'El fin de la megamáquina“'

Scheidler es brillante en la descripción y menos brillante cuando se trata de definir cómo podríamos vivir de otra forma. Sugiere la vía schumpeteriana (reducción de tamaño, descentralización, cooperación, incluso el retorno al trueque), pero topa con el problema de siempre: el hipercapitalismo, como la bomba atómica, no puede ser desinventado. Y, lo llamemos como lo llamemos (“megamáquina”, por ejemplo), el sistema capitalista acelerado no se dejará trocear ni descentralizar.

Su tendencia es la contraria: acumular más dinero y más poder en menos manos. En el mundo hay 25 personas (tras las que hay corporaciones) que ganan más de lo que ganan conjuntamente 4.000 millones de personas. Esas 25 personas pronto ganarán más que 5.000 millones. Y así hasta que las 25 personas lo ganen casi todo y el resto de la población mundial no gane casi nada. Es la lógica del sistema. Y si no podemos conseguir siquiera que los más ricos y las mayores empresas paguen porcentualmente los mismos impuestos que los asalariados, ¿para qué darle más vueltas al asunto?

Sigamos pensando que el pesimismo es sólo una tontería pasajera, algo que se resolverá con más inversión y más competitividad. Sigamos siendo pesimistas. 

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