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Redes que atrapan y cultura de la violación

Manifestación contra la violencia machista el 25N en Madrid.
26 de noviembre de 2024 22:08 h

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Una cada diez minutos. Dice ONU Mujeres que esa es la cadencia de feminicidios en el mundo y que el 60% lo cometen parejas, exparejas y familiares. La familia es, a veces, un lugar peligroso para las mujeres. 

En España, solo este año, han sido 41 las mujeres asesinadas. Veintiuna en pueblos de menos de 30.000 habitantes y 11 de esas 21 en municipios de menos de 10.000. En el mundo rural, los estereotipos de género tienen más recorrido y es más difícil denunciar porque todo el mundo se conoce, así que el estigma es mayor y la complicidad entre los varones también lo es. La homosociabilidad tóxica que da cobijo a los maltratadores y la ausencia de anonimato son factores altamente disuasorios. Un entorno masculinizado en el que las mujeres son más dependientes, tienen más cargas familiares y de cuidados, son más mayores y están más aisladas, es un fabuloso caldo de cultivo para el abuso. En los pequeños municipios, la falta de políticas sociales y servicios públicos acaba descansando sobre los hombros de ellas y eso se traduce, finalmente, en un incremento notable de sufrimiento y de víctimas. En otras palabras, familia y vecinos son redes confiables que pueden devenir asfixiantes, por eso es tan importante que en el renovado Pacto de Estado se contemple tanto un aumento de recursos como una mayor coordinación de las diferentes administraciones y una incidencia más porosa. 

Por lo demás, en la renovación del Pacto de Estado hay que atar bien la lucha contra las “nuevas” formas de violencias, también la económica y la vicaria, que se ha cobrado la vida de 61 menores a manos de sus “buenos” padres maltratadores, o la ciberviolencia, que se ceba con la gente más joven, con las feministas, las defensoras de derechos humanos y las mujeres con cargos públicos (Europa prevé una agravante para estos supuestos). Y es muy importante que se refuerce la prevención y la protección de las víctimas de violencia sexual, entre otras cosas, porque está claro que la cultura de la violación no es solo cosa de las derechas extremadas ni de los negacionistas. Sigue muy vigente el mito de la marginalidad (la violación es excepcional), el mito del violador (es un caso patológico) y el de las mujeres violadas (ellas son un polo de atracción o bien consintieron sin saberlo).

España es todavía hoy uno de los dos países de la Unión Europea que dispone de una ley de violencia de género; una legislación especial reforzada con una tipificación de la violencia sexual en la que se incorporan las exigencias del Convenio de Estambul. Hemos tenido que esperar casi dos décadas para que se califique de violación una relación sexual sin consentimiento y me temo que, lamentablemente, vamos a tener que esperar varios años más para ver su aplicación sin resistencias. 

En la Directiva de violencias que sacamos adelante en la anterior legislatura europea, no conseguimos incorporar el tipo penal de la violación debido a la persistente negativa de Francia y Alemania (que han ratificado el Convenio de Estambul). Gobiernos en los que los liberales seguían empeñados en que se probara fuerza, violencia o intimidación para aplicar sanciones penales. Tras el Caso Pellicot, los franceses han decidido dar marcha atrás y reconocer para las francesas lo que no quisieron reconocer hace menos de un año para todas las mujeres en Europa. O sea, se llega tarde y se llega mal, y en algunos países, como Alemania, ni siquiera es imaginable semejante giro de guion.

Es evidente que la cultura de violación la alimentan quienes la niegan burdamente, pero también contribuyen los que, de manera más refinada, dudan sistemáticamente del consentimiento de las mujeres, las infantilizan o mantienen las equidistancias que fomentan las contradenuncias de los violadores, el bulo de las denuncias falsas y las frecuentes renuncias a las denuncias. La alimentan quienes ven turbas y linchamientos en los movimientos de mujeres y las articulaciones feministas; quienes creen que somos incapaces de distinguir todavía entre el mal sexo, una práctica sexual heterodoxa y una violación, epítome de la erotización del dominio y la sumisión; quienes, desde alguna atalaya autoadjudicada, nos dan lecciones de sexualidad, nos acusan de mojigatería y vienen a redimirnos de nuestros trasnochados remilgos morales. Y, por supuesto, la alimenta también una judicatura patriarcal carente de formación y sensibilidad en perspectiva de género. Una carencia que, diga lo que diga el juez Eloy Velasco, se cultiva desde las mismas Facultades de Derecho en las que se imparte Derecho Eclesiástico y se desprecia abiertamente las aportaciones del feminismo jurídico. Se difunde todavía que la ley es orden y la justicia ciega, cuando la vivencia que tenemos del Derecho resulta tan distante de semejantes equivalencias.

En la sentencia del caso de La Manada, se dieron por probados unos hechos constitutivos de violación que fueron después calificados de abuso con prevalimiento, con el voto particular de uno de los magistrados, que pedía la absolución. La sentencia y las apreciaciones del voto particular generaron una gran oleada de indignación, pero lo que se buscaba no era tanto un incremento de la pena como una tipificación adecuada; que se llamara a las cosas por su nombre y que se hablara de violación si era una violación lo que mostraban los hechos. 

Frente a las mujeres, el Consejo General del Poder Judicial reaccionó entonces apelando a la moderación, la prudencia, la mesura y la responsabilidad institucional “para evitar la utilización política de la justicia”; lo prioritario era salvaguardar la impunidad de las togas. Y una buena parte de las asociaciones de jueces y fiscales se comportaron también de manera corporativista, criminalizando, sin más, el activismo social, como si no fuera posible criticar las actuaciones judiciales; como si la “turba” de mujeres representara, por definición, un peligro que hubiera que contener, cuando esa “turba” era el fruto de una inteligencia colectiva atesorada gracias a la impresionante distancia que se ha abierto entre lo que se suele reconocer como violencia y lo que nosotras experimentamos como tal.

Por todo esto, es muy importante que en el nuevo Pacto de Estado no se deje de diagnosticar y perseguir una cultura de la violación que perpetúa las violencias sexuales que sufrimos las mujeres aun cuando se haga de forma refinada, sutil y aparentemente feminista.

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