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Trumpistas hispanos

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
13 de diciembre de 2024 21:56 h

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Este martes, cuando Paul Krugman puso a fin a más de 20 años de colaboración con The New York Times con un artículo titulado ‘Mi última columna: encontrar esperanza en una era de resentimiento’, las redes sociales estallaron en ataques contra el Nobel de Economía. Uno de los comentarios en X, reposteado por el dueño de la plataforma, Elon Musk, se burlaba de que por primera vez en su vida Krugman creaba un puesto de trabajo, al dejar su espacio vacante en el periódico. Buena parte de las críticas se centraban en eso: en que Krugman se ha dedicado toda su existencia a hablar y no a hacer. ¿Por qué si tanto sabes de economía no lo demuestras montando una empresa exitosa, eh?, le venían a decir. Algo parecido a lo que se suele comentar con sorna de los adivinos de la tele: Si conocen el futuro, ¿por qué no se ganan la lotería?

Krugman es profesor en la Universidad de Princeton y en la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres. En 2008 obtuvo el premio Nobel por sus contribuciones a la “Nueva teoría del comercio y la nueva geografía económica”. Sus obras son estudiadas en las facultades de economía de medio mundo. Pero para esos comentaristas de X es un vulgar charlatán que, encima, nunca atina en sus pronósticos. Lo cual no es cierto: en unas ocasiones ha errado, sí, pero en su beneficio hay que reconocer que la economía no es la ciencia exacta que algunos esperarían. En las hemerotecas duermen cientos de vaticinios fallidos de eximios economistas. Uno de los casos más célebres es el de Karl Marx, que predijo que la revolución proletaria comenzaría en los países de capitalismo más desarrollado y resulta que donde prendió fue en la semi feudal Rusia. A pesar de ello, ¿a quién con una mínima formación económica se le ocurriría despreciar la aportación intelectual del análisis marxista, así sea para polemizar con sus planteamientos?

No. Los ataques a Krugman no obedecen a que sea un charlatán, sino a que ha sido durante años uno de los críticos más implacables contra el neoliberalismo, incluso en tiempos en que numerosos colegas suyos autodenominados progresistas elogiaban el modelo que ha llevado al planeta a una situación límite de desigualdad. La embestida contra Krugman es un retrato de nuestro tiempo: se desprecia al pensador, al académico, al intelectual, sobre todo si desafía al pensamiento dominante, y se idolatra a quienes logran acumular miles de millones de dólares, más si lo acompañan de un discurso agresivo contra los que cuestionan sus obscenas riquezas. En la designación de algunos de los futuros miembros de su equipo de gobierno, Donald Trump no se ha tomado la molestia de resaltar sus virtudes intelectuales, sino que ha subrayado su éxito empresarial (incluso mintiendo, como en el caso de su consuegro Massad Boulos, previsto asesor para Oriente Medio, que fue presentado como un magnate, pero cuya empresa obtuvo el año pasado un beneficio de solo 66.000 dólares, según ha revelado The New York Times). Trump y Musk son los ídolos a imitar. Los dos han construido emporios. Son multimillonarios. El dueño de Tesla y X es el hombre más rico del mundo. Manda cohetes a Marte. No son como el fracasado Krugman, que solo sirve para parlotear. Que vive de su sueldo de profesor. Y que, según repiten, no ha creado un empleo en su vida.

Una parte la derecha española admira fervientemente a Trump y lo que representa. E intenta imitar su discurso. La particularidad de nuestros trumpistas vernáculos es que se parecen más a la caricatura que en las redes hacen de Krugman que al ídolo al que pretenden emular. Sus principales referentes políticos son una gobernante cuyo mayor logro antes de llegar al cargo fue llevar la cuenta de Twitter del perrito de una antecesora y un dirigente ultra más conocido por montar chiringuitos que multinacionales. Eso sí: hay que ver cómo se les llena la boca glorificando el liberalismo económico, arremetiendo contra los “zurdos” e instando a los jóvenes a volverse por arte de magia emprendedores.

Esos sedicentes liberales no tienen ni idea de lo que significa luchar por la supervivencia en la selva capitalista que tanto les fascina. Por el contrario, exprimen sin respiro al Estado que desdeñan. Lo mismo cabe decir de ciertos empresarios fanáticos de la “libertad” que han construido sus emporios a punta de contratación pública. A propósito, ¿en qué ha quedado la “multa más alta de la historia” (204 millones de euros) a las seis mayores constructoras por haber concertado durante 25 años miles de licitaciones de obra pública? ¿Por qué a la sanción de la CNMC no se sumó una investigación judicial de oficio por parte de alguno de esos peinados que se precian de luchar contra la corrupción? 

El trumpismo hispano es el de las comisiones y los trapicheos. El de los mismos con las mismas. El de las privatizaciones que se convierten en agencias de colocación de familiares y amiguetes. El de negocietes pactados en palcos de estadios y reservados de ventorrillos. El del dumping fiscal para pescar inversión extranjera, proceda de donde proceda, que a la plata no se le hacen ascos y necesitamos parecernos a Miami. El que ha hecho suyo el grito “¡Viva la libertad, carajo!”, sin entender un carajo ni la dura libertad competitiva del liberalismo auténtico ni mucho menos la libertad con responsabilidad colectiva de la socialdemocracia y la vieja democracia cristiana.

Por mucho que se empeñen, esto no es trumpismo, lo cual no lleva implícito un juicio moral sobre la diferencia entre ambos: uno y otro son deleznables en la medida en que destruyen cualquier asomo de cohesión social. Esto es franquismo de 'Cuéntame' con ínfulas de posmodernidad. Aquí estamos en lo de siempre: presupuestos públicos y contactos. Y libertad para para tomar cerveza en las terrazas.

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