La historia de Luis, Susana y Antonio o cómo vivir la pandemia con una discapacidad psíquica

La vida de Susana se ha complicado con la pandemia /Foto: Luis Serrano

Luis Serrano

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Tantos días de confinamiento pasan factura, a todos. Hemos tenido que aprender en tiempo récord a reestructurar nuestra vida. A trabajar de otra manera, a estudiar desde casa. Pasar juntos todo el día. Dejar de ver a nuestros amigos, al resto de nuestra familia con la que no convivimos. Cuando a toda esta situación sumamos una discapacidad psíquica, en la familia la situación se complica. De hecho, todos los padres con hijos con una discapacidad psíquica coinciden en que “los niños con esta patología necesitan las actividades que desarrollan en los centros especializados, los ayudan a organizarse, a sentirse bien y a quemar energía”. “Para ellos es sumamente importante relacionarse con sus compañeros y profesores” explican. La otra característica común es que suelen ser “personas cariñosas, que manifiestan sus afectos con abrazos caricias y besos. Esta distancia impuesta los deja fuera de juego, a veces no la logran entender del todo”. Esta es la pequeña historia de Luis, Susana y Antonio, y de cómo el estado de alarma ha alterado radicalmente sus vidas. 

Susana y el globo

Susana es una mujer con síndrome de Down. El próximo 30 de octubre cumplirá 49 años. Es la segunda de siete hermanos. Su madre, Rosa, se quedó viuda con apenas 32 años, con seis hijos en el mundo y el séptimo en camino. Desde entonces, no ha parado de luchar. Ahora se enfrenta a esta pandemia con la misma sonrisa con la que lleva haciéndolo toda la vida. Vive encerrada en casa con su hija Susana desde que se decretó el confinamiento. “Tengo que tener mucho cuidado con la comida de Susana porque, al estar todo el día en casa sin actividad, me va a engordar mucho”. Porque Susana va todos los días a un centro de día de diez de la mañana a cinco de la tarde, donde realiza multitud de actividades. Así que este confinamiento “complica y mucho su situación”.

Paloma, la hermana mayor, todos los días va a casa de su madre para darle una vuelta, llevar comida, tirar la basura y hacer cualquiera de las cosas que lleva el quehacer diario. Pero, sobre todo, porque a la una,  puntual como el Big Ben, en el descansillo de su puerta la espera Susana. Susana apenas habla y su manera principal de comunicarse son los abrazos y los besos, “es todo cariño”, dicen en su casa. Pero le han explicado que ahora durante un tiempo no puede abrazar ni besar a sus hermanas. Paloma tuvo una idea para paliar este alejamiento preceptivo: todos los días lleva un globo y le da un rotulador a Susana. Ella intenta pintar algo parecido a la cara de su hermana. Cuándo termina, ya está todo preparado y pueden comenzar. El globo es el medio por el que canalizan abrazos y besos. Y parece que funciona.

Antonio y el silencio atronador

Antonio no habla. Ahora, después de tantos días de confinamiento, se muestra cada vez menos activo y, prácticamente, no aguanta realizando una actividad más de 5 minutos, explican en su casa. “Echas siempre de menos el poder hablar con tu hijo, pero en estos días de aislamiento el silencio se hace atronador, insoportable por momentos”, cuenta su madre, Elisa. Antonio padece una encefalopatía mitocondrial que cursa con epilepsia y deterioro cognitivo severo. “Para niños con esta patología es tremendamente importante asistir todos los días a su cole, les da vida, les relaciona con sus compañeros y sus profesores, que se desviven con ellos”, explica Elisa con gesto de tristeza y agotamiento. Este confinamiento obligado está volviendo a “Antoñito”, de 15 años, más “ensimismado, meditabundo, pasivo”.

Antonio es incapaz de aguantar una mascarilla y unos guantes, lo que dificulta sacarlo a la calle “por miedo” a que pille el coronavirus. Algunos días, Antonio padre le saca a dar un pequeño paseo por el barrio, un ratito en su silla y otro poquito andando. Lo lleva abrazado junto a él y ésto hace que se encuentre muy a gusto: “Antonio es un niño muy cariñoso, que agradece el contacto físico”. 

Luis y dos huevos fritos

“Cuando ésto termine, te voy a invitar a dos huevos fritos con patatas por lo bien que te has portado”. Se lo dice el redactor después de dar un paseo por Los Remedios. Y Luis, que tiene 20 años, autismo y una memoria prodigiosa lo acaba de archivar. Su padre, que también se llama Luis, se ríe: “No te quedará otra más que invitarlo, eso tenlo por seguro, más vale que pongas fecha y hora porque no lo dejará pasar”. Porque los dos huevos fritos con patatas son su comida favorita y Luis es capaz de retener un dato que escuchó hace 15 años sólo una vez.

Tiene 20 años, es el tercero entre tres hermanas, y tiene autismo. Va todas las semanas, de lunes a viernes y de 10 a 15 horas, a la Ciudad de San Juan de Dios, donde realiza actividades que le ayudan, entre otras cosas, “a quemar esa gran cantidad de energía que tiene”. Ahora el confinamiento lo retiene en casa, obligando a la familia a buscar alternativas. “En un principio, lo montaba en el coche y me lo llevaba al Aljarafe, a la zona de Sanlúcar, para que pudiera correr por el campo y se desfogara un poco. Pero ahora los controles policiales a la salida de Sevilla han hecho bastante incómodo salir, a pesar de tener los permisos”, cuenta  su padre. “Así que me he limitado a darle un paseo por la ciudad en el coche y a pasear por el barrio”.

Luis, con su 1.85 de estatura,  repite “patata” cada vez quele enfoca la cámara. Lleva un brazalete azul para no tener problemas en la calle.“Sé que ésto ha generado mucha polémica, pero creo que la gente tiene la piel muy fina y hay mucho ofendidito. Si ésto hace la vida más cómoda, pues mejor, y si, además, es una señal que le dice a los demás quédate en casa, doblemente bueno”, comenta su padre.

Está dando un paseo largo. Luis sabe que no puede tocar a nadie, a pesar de que le encanta hacerlo: sus abrazos son “épicos”, dice un vecino. “Ahora no podemos tocarnos”, explica enseñándo sus manos enfundadas en látex. “No podemos tocarnos, no podemos hasta que lo diga Sánchez”, repite una y otra vez. Son las 2 de la tarde y a Luis le ha entrado hambre, ya está cansado, así que sin filtrar nada dice: “Creo que te tienes que ir a casa, te tienes que ir a casa porque yo me tengo que ir a la mía porque tengo hambre, así que mejor tú te vas a la tuya”. Al despedirnos, desde la puerta, dice algo que para él es muy importante: “¿Me he portado bien?”.  

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