Cruzar el Atlántico con un velero de yute y una enfermedad rara: “El coraje lo necesité en el hospital, no en el mar”
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Capucine Trochet nació en Tours (Francia) en 1981, decidida a pasar por este mundo tejiendo una gran historia, llena de aventuras dignas de los mejores libros de Julio Verne. Lo que no sabía es que estaría vertebrada, a su vez, por el dolor físico, los hospitales, y largos períodos de rehabilitación.
Con 17 años construyó una escuela en Burkina Faso, con 22 recorrió la cordillera de los Andes hasta pisar el último metro cuadrado de tierra existente antes de la Antártida, con 25 trabajó en el periódico francés Le Figaro, uno de los más influyentes del país, y, al alcanzar sus 30, decidió que lo dejaba todo, y se marchó a navegar con un pequeño velero pesquero construido en Bangladesh con yute, una fibra que se extrae de una planta que prospera en climas tropicales, cálidos, y húmedos.
'Tari Tari' era un velero tan pequeño que lo llegaban a confundir con una canoa. Sin prácticamente ningún aparato tecnológico a bordo, confiada a sus cinco sentidos y a su barco, la francesa se lanzó al mar, y, después, al océano.
Cuando ya estaba en altamar supo lo que los médicos nunca habían acertado a decirle: el nombre de la enfermedad rara que le aquejaba. Trochet padece el síndrome de Ehlers-Danlos, un trastorno provocado por un defecto en la síntesis de colágeno y que le produce un inmenso dolor, algo que no le ha impedido tratar de alcanzar el “corazón del mundo”. Años después de completar su odisea, lanza de la mano de la recién nacida editorial Almayer su relato autobiográfico,Tara Tari: Mis alas, mi libertad.
¿Cómo fue su infancia y cómo la relaciona con esta vida de aventuras?
Yo nací en Francia, pero cuando tenía unos seis años, mi familia y yo nos fuimos a vivir a Bruselas y, después, a los 10, a Barcelona, donde crecí y donde mis tres hermanos mayores y yo nos quedamos hasta la selectividad. Mi padre tenía un trabajo que le exigía moverse por el mundo, y nos abría los ojos acerca de que éste es grande y que pueden hacerse amistades sin que las fronteras interfieran. Mis padres siempre nos han hecho tener mucho respeto hacia los demás y hacia el entorno que nos rodea.
Cuando nos mudamos de Bélgica a Barcelona no fue una cuestión de subirnos a un avión y llegar, sino que fuimos en coche durante meses por los países del Este durmiendo en casas de personas, de familias, y en tiendas de campaña. De hecho, pasamos por Yugoslavia, de donde nos tuvimos que marchar rápidamente porque empezaba la guerra. El propósito era el de entender que el viaje no es solo una cuestión geográfica, sino también de cultura: de ir a conocer a los demás para entenderles mejor.
Con 17 años abrió una escuela en Burkina Faso.
Sí. Yo siempre he tenido mucha sensibilidad, y cuando tenía 15 años quise “cambiar el mundo”, como la adolescente que era. Quise irme allí a construir una escuela, pero mis padres me dijeron: “Tienes 15 años. Tienes deberes para mañana, así que vete a estudiar”. Normal. Pero entendieron que lo decía en serio. Entonces mi padre me dijo que si les mostraba un proyecto bien planteado, ya me dirían algo, y que si era un ‘no’, no me parecería injusto, porque querrían lo mejor para mí, pero si les parecía bien, me ayudarían. Entonces trabajé el proyecto y se lo presenté. Me dijeron que estaba bien hecho, y su ayuda no fue la de pagarme el billete para irme, sino que me dieron la oportunidad de que lo lograse por mí misma.
Trabajé durante dos años haciendo pasteles, haciendo de canguro… Entendí que, respetando las etapas, las cosas pueden ser posibles. A los 17 me fui a Burkina Faso con seis amigos a los que había conocido siendo scout. El más mayor tenía 20 años. Empezamos todo y la escuela abrió. Aprendí mucho porque era algo fuera de toda ONG, en mitad del desierto, en un pueblo llamado Bohrôo, cerca de la frontera con Mali. Era algo muy fuerte para una adolescente. Siempre ha habido un hilo rojo que me ha llevado por esa idea de ayudar, respetar, descubrir.
¿Cómo se despertó su curiosidad por navegar?
Durante la universidad me fui a vivir a Santiago de Chile y ahí me fui a caminar por la cordillera de los Andes. Estuve caminando hacia el sur con el objetivo de conocerlo todo, la cultura, durante alrededor de dos años en total. Entonces, en Patagonia, crucé el estrecho de Magallanes. Más al sur estaba ya la Antártida. Me di cuenta de que para haber cruzado yo sola ese estrecho habría tenido que saber navegar.
Al volver a París, hubo un momento en el que entré en el periódico Le Figaro. Allí quise ocuparme de los deportes, para acercarme al tema de la vela, y entonces aproveché para conocer a navegantes. Me subía a bordo de los barcos y lo anotaba todo. Y un día pensé que ya era el momento, y lo dejé. Dejé mi vida en París y me fui a navegar.
Pese a que había estado navegando con un mini 485, mi primera noche en el mar en solitario fue a bordo de Tara Tari, después de haber pasado alrededor de dos años (interrumpidos por operaciones y meses de rehabilitación en el hospital) aprendiendo.
Y dejó su trabajo estable en el periódico francés Le Figaro. ¿Qué pensaba que encontraría en el mar que sabía que no podría encontrar en ningún otro lugar?
Aún no sé si tengo respuestas bien claras a eso. En los Andes, en la montaña, a veces sentí cosas muy fuertes. Son emociones que te sumergen, con las que te sientes muy pequeña en medio de algo tan grande y tan maravilloso. Son espacios que te hacen sentir muy viva. Yo creo que hay algo en las montañas o en los desiertos que pensé que, tal vez, también se podría encontrar en el mar. En Francia a veces se habla de l'appel de la mer, como si el mar te llamase a algo. Pero yo creo, y lo entendí en mitad del océano, que no era una cuestión de que el mar me estuviese llamando, sino que yo me estaba llamando a mí misma. No iba a buscar respuestas, sino, tal vez, mejores preguntas.
Unos periodistas hicieron titulares como: 'Capucine se va a cruzar el Atlántico para huir de su enfermedad'. Es esa la imagen que suele haber sobre la enfermedad. La enfermedad la llevo conmigo cada día. No puedo dejarla en tierra.
Por aquel entonces unos periodistas hicieron titulares como: “Capucine se va a cruzar el Atlántico para huir de su enfermedad”. Es esa la imagen que suele haber sobre la enfermedad. Por eso hablo en el libro de que no se trataba de una huida. Les deseo a esos periodistas que nunca tengan una enfermedad incurable, porque la enfermedad la llevo conmigo cada día. No puedo dejarla en tierra. También decían que era una locura, pero ellos no vieron los meses en el hospital, en una silla de ruedas porque no podía ni moverme ni comer sola. Eso fue lo duro. Y el coraje lo necesité en ese momento. El sentirme sola lo viví en el hospital, y no en el mar. El mar está lleno de vida.
¿En qué consiste su enfermedad, el síndrome de Ehlers Danlos, y cómo se encuentra ahora?
Mi enfermedad es como un fallo genético que toca todo lo que es tejido: la piel, los músculos, los huesos… Se trata del 80% del cuerpo. En definitiva, lo único que no es tejido es la sangre. Es un fallo que está ligado al colágeno. Y entonces eso se traduce en una hipermovilidad de todas las articulaciones, y mucho dolor, siempre, y cansancio. Entonces, me puedo hacer daño en todas partes. Me cuesta andar. Tengo la silla de ruedas siempre cerca. Y como es una enfermedad rara, hay muy pocos médicos que lo estén investigando y trabajando.
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Supuestamente no mueres de ello, pero hace unos meses estuve en una situación muy delicada a consecuencia de algo que no contemplaban los médicos, de algo nuevo para ellos. Toda la arteria femoral izquierda se había ensanchado y no sabían por qué, y no había mucha solución. Me decían: “Si ves que tu pie cambia de color, eso podría darte la señal de que podrías morir en segundos”. Casi me tienen que amputar la pierna. Me operaron varias veces para tratar de solucionarlo. También estuve varios meses muy débil, con oxígeno.
Ahora estoy bien. Volví a ver a Tara Tari y a navegar. Debería llevar una especie de traje, recomendado para mi enfermedad, que me apretase mucho para estabilizar las articulaciones, pero no lo hago mucho porque me cuesta respirar y me falta libertad. Claro que me quita dolores, pero a veces prefiero tener más dolores y sentirme más libre.
Fue con un pequeño barco porque era lo que me correspondía. Creo que en la vida hay que hacer las cosas con coherencia. Con otros barcos más grandes no podía moverme bien, con agilidad.
¿Por qué con ese barco y no con otro? La persona que lo construyó le dijo que no estaba hecho para cruzar el Atlántico. ¿Qué es lo que le hizo perseverar en esa idea?
Solo con él me veía capaz de llegar al corazón de mi sueño. Fue con un pequeño barco porque era lo que me correspondía. Creo que en la vida hay que hacer las cosas con coherencia. Con otros barcos más grandes no podía moverme bien, con agilidad. Era un esfuerzo muy grande para mi salud. Yo me tuerzo las articulaciones con facilidad. Mi proyecto de navegación era coherente: el barco me convenía y yo le convenía a él. Eso ellos no lo podían ver. Y yo no sabía si lo iba a lograr. Yo no me marqué ‘atravesar el Atlántico’. Yo pensaba: primero voy a tratar de llegar a Barcelona.
También le molestaba que los medios de comunicación retransmitieran su viaje como una hazaña, como un desafío. Sin embargo, usted aseguraba que no estaba desafiando nada.
Respecto a la enfermedad siempre se habla de lucha, y qué cansancio, ¿no? Yo tengo mucho dolor que me come mucha energía. Lo poco que me queda de energía no lo quiero gastar en luchar. Para mí se trata de aceptar, y a partir de ello, llegar a vivir lo mejor posible para sentirse bien a pesar de ello. Yo actúo así en todos los sentidos. Es decir, hay una enfermedad, o hay una tormenta. Vale. Aquí está la tormenta, entonces, ¿qué hago? El desafío no es una palabra que me resuena. Para mí el mar no lo desafías, porque el mar gana, la tormenta gana.
Para mí es ir paso a paso. Con Tara Tari voy con las corrientes, con el viento. Contra el viento, contra las olas, no me parece buena idea. No lucho, no voy contra las cosas. Voy con lo que hay. Y eso lo aplico al mar y también a todo lo demás. Cuando me dijeron que tenía esa enfermedad incurable, pero que no iba a morir por ello, pensé: ¿ahora, cómo vivo con ello? Con paciencia.
Prefería tener esos dolores, pero poder vivir lo que estaba viviendo. Prefería eso a estar tumbada en el hospital con la morfina. Para mí el horizonte era vivir cosas bonitas, emociones fuertes y puras.
Y hubo un momento en el que tomó la decisión de prescindir de la morfina, ¿no?
Sí. Mis dolores solo se pasan con algo tan fuerte como la morfina. Pero el cuerpo se va acostumbrando y pide más. La morfina te permite sentirte mejor, pero también te quita lucidez, y en el mar la necesitas. Entonces lo dejé poco a poco. Los dolores eran muy fuertes, pero lo ‘compensaba’ con las emociones tan intensas y buenas que podía sentir en el mar. Prefería tener esos dolores, pero poder vivir lo que estaba viviendo. Prefería eso a estar tumbada en el hospital con la morfina. Para mí el horizonte era vivir cosas bonitas, emociones fuertes y puras.
Dice que se siente más cómoda en el mar que en la tierra.
Claro, porque el número de cosas que son difíciles de hacer, como abrir la tapa de un bote, o una puerta, me cansa tanto en la tierra… Pero en el mar tengo muy pocas cosas que hacer. Y ya he trabajado con un fisioterapeuta los movimientos que debo y no debo hacer para que mi cuerpo no sufra demasiado. Me cuesta más en tierra porque hay cosas sencillas que para mí es un reto lograrlas, y nadie lo entiende bien.
Coger el tenedor y el cuchillo a veces me duele tanto. Los dedos se me van torciendo. El esfuerzo para mí está en cosas que nadie puede imaginar. Ellos ven el esfuerzo en soportar la tormenta, pero para mí el esfuerzo extremo está en algo sencillo, cosas que le resultan muy fáciles a aquellos que no sufren.
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Le llegaron a decir muchas cosas machistas, entre ellas, que ‘el lugar de una mujer estaba en casa con su marido’. ¿Cree que a las mujeres se nos enseña a que la aventura no es para nosotras?
Hay de todo, pero desde siempre te dicen que los chicos son más fuertes y más valientes. Unos padres quizás dejen saltar a su hijo por allí y por allá, pero a su hija menos, porque “hay que cuidarla más”, no sé por qué. Yo pienso que, si desde pequeña, te ponen en la mente que no puedes o que es peligroso, claro que no puedes tener la confianza suficiente en ti misma para ir, para atreverte a intentarlo. Pero creo que las cosas están cambiando un poco. Ahora hay más mujeres que intentan cosas.
Hay algunos hombres que, precisamente, por ser mujer, me quieren ayudar, y luego hay otros, y eso ha sido lo más divertido, que no se sienten capaces de hacer lo que estás haciendo y les molesta mucho, mucho, que tú, mujer, lo estés consiguiendo.
No está en contra de las tecnologías, pero cree que deben usarse con moderación. Casi no las usó en su viaje, y casi no las usa en general. ¿Por qué?
Me parece que la alta tecnología te cierra mucha conexión a lo verdadero. En los barcos hay una alarma que te avisa de que “aquí hay un barco, así que cuidado”, o te dice: “ahí el viento cambia”, y entonces no te ocupas tú. Y si no entiendes lo que te rodea, no sabes por qué estás haciendo las cosas. Las haces porque el ordenador te lo dice, y el día en el que no funciona, te sientes perdido. Sin embargo, si estoy viva hoy es gracias a la alta tecnología de la medicina.
Hay un proverbio que dice: "Hace más ruido un árbol que cae, que un bosque que crece". Cuando zarpé de Francia, hace más de diez años, me decían hippie. Ahora no se dice esto. Creo que hay una dinámica que no se oye mucho, porque es algo muy pacífico, pero que va por el buen rumbo.
Pero creo que hay que respetar a los demás y a lo que te rodea, sean seres humanos, animales, la vegetación, o el entorno. Y todo lo que te rodea te da mensajes, y si estás dispuesto a leer, y a comprenderlo, como puedes leer una partitura de música, pues está todo escrito ahí. Desde muy pequeña me han enseñado a respetar, no solo a las personas, sino a todo lo que nos rodea, y a tener la mente muy viva. Para mí, una vez que conoces algo, puedes quererlo, y si quieres algo, entonces tienes la voluntad de protegerlo.
Defiende y encarna un estilo de vida basado en la paciencia, en la lentitud. ¿Ha conseguido ese tipo de vida, alejada del frenesí del mundo, en el Caribe, donde ahora vive?
Sí, pero cuando salgo de allí es difícil, porque cuando vuelves a tierra te ves confrontada por la otra realidad, y eso es difícil y me cuesta a veces. Pero siempre pienso: paciencia. Tras años navegando con Tara Tari, soy optimista, porque creo que la gente ya lo entiende mejor, hasta puede compartir esa visión de ‘lentitud’. La gente comienza a querer tomarse el tiempo para hacer las cosas.
Hay un proverbio que dice: “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”. Los pequeños árboles crecen sin que se les escuche y, por lo que veo, las cosas están cambiando. Cuando zarpé de Francia, hace más de diez años, me decían hippie, que estaba al margen de la sociedad, que mi visión de las cosas era algo muy utópico. Y ahora no se dice esto. La visión que tiene la gente sobre mi historia ha cambiado. Hay muchas cosas que van empeorando, pero creo que también hay una dinámica que no se oye mucho, porque es algo muy pacífico, pero que va por el buen rumbo.
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