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Opinión - ¡Nos comerán! Por Esther Palomera

El día en que el cine fue verdad y los espectadores, protagonistas

Una de las afectadas por los desahucios habla tras la proyección de 'En los márgenes', inspirada en sus historias.
29 de septiembre de 2022 02:25 h

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Tiene dibujada en la cara una gran sonrisa. No para de recibir abrazos y felicitaciones, y se ha puesto elegante para verse –y para ver a los suyos– por primera vez en la gran pantalla. Pero en los ojos de Matilde habita una tristeza honda, macerada en diez años de incertidumbre por la amenaza constante de perder su casa. Su historia, y la de muchos como ella, forma parte de la trama de la película En los márgenes que se proyectaba este miércoles ante un público más exigente que el de los festivales de Venecia o San Sebastián: uno que ha vivido momentos tan desgarradores que no caben siquiera en la ficción. 

Desahuciar. La definición que remite a echar a una persona de una vivienda aparece en último lugar en el diccionario. La primera acepción es, sin embargo, más elocuente para describir lo que supone: “Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea”. Tras hablar con Matilde, Carmen, Elsa o Mercedes, esa parece mucho más acertada. Con la salvedad de que habla de un deseo, algo aspiracional, un impulso. Tener un techo bajo el que vivir es un derecho humano, no un capricho. 

Aquí hay decenas, cientos de personas, a las que han intentado arrancarles la esperanza no ya de una vida plena, incluso de una existencia digna. Sus historias son todas diferentes, todas parecidas. Pero aquí están, convertidos en espectadores, porque no han podido con ellos. A muchos les han dejado en la calle, es cierto. Pero no se han dejado arrebatar el ansia de un futuro, la voluntad de pelear.  

El auditorio de Comisiones Obreras, en la calle Lope de Vega de Madrid, está a rebosar. Son más de 300 personas afectadas o vinculadas con los movimientos por la vivienda, voluntarios y profesionales de asociaciones y de ONG, plataformas de lucha sindical. En la pantalla aparecerán dentro de poco algunos de los rostros más reconocidos del cine español. Caras de revista y alfombra roja que eligieron ser, también, todos estos rostros golpeados, cabales, ilusionados por ver cómo Penélope Cruz, Luis Tosar y Juan Diego Botto les ponen en el centro de la escena. 

Elsa, el dolor y la rabia

Elsa se acerca al grupo enérgica, nerviosa. Lleva, como Matilde, muchos años de militancia en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Empezó a ir incluso antes de dejar de pagar las tres mensualidades que justificaron la primera demanda del banco, en 2014. “Llegué sin saber nada de esto. Ahora soy yo la que negocia los casos de otros compañeros con la Sareb”, dice con orgullo, y presume de estar pendiente de “todas las historias” de quienes acuden a la Asamblea de Carabanchel. 

Para ella la debacle fue tan inesperada como inexorable. Con los restos de un acento chileno que 22 años en España han ido desdibujando, cuenta que al principio el futuro parecía deparar solo cosas buenas. “Nos iba muy bien”. Su marido, ingeniero, tenía una empresa que daba de sobra para pagar la hipoteca y para que incluso les dieran otra –no para ella sino para su hermano, que le iría pagando las cuotas–. 

“Pero cuando se pinchó la burbuja se fue todo a la mierda”. Su hermano se volvió a Chile, su marido –ahora con una orden de alejamiento por violencia machista– la abandonó. Se quedó sola con tres hijos y dos deudas impagables. Al mismo tiempo, su hijo menor, de entonces 17 años, desarrolló una serie de tumores en el cerebro que le han valido casi una decena de cirugías y le han convertido en una persona totalmente dependiente. “Alguien me dijo: ‘transforma todo ese dolor en rabia’. Y eso hice. Por eso estoy aquí. No sería la persona que soy sin la PAH”.  

Matilde, las palabras que se ahogan  

La luz se apaga. La historia de Matilde se hace cine. En la pantalla, una madre desesperada se calla un desahucio inminente tras haber servido de aval para la hipoteca de su hijo. Lo mismo que le pasó a ella con el préstamo de la suya. “Mi hija empezó pagando 700 euros, pero con la subida del euríbor enseguida se convirtieron en 1600. Vendimos todo lo que pudimos. Yo trabajaba en limpieza y la mitad de mi sueldo se lo daba a ella. Intentamos pagar hasta que ya no pudimos más”.

El banco no se conformó con la vivienda en la que su hija ya nunca viviría. Quiere también la que ella ha pagado íntegramente. Esa para la que ha trabajado desde los 14 años. Hace muy poco le llegó la notificación de que ha perdido el juicio. Ha recurrido. Pero la amenaza de repente está más cerca.

El marido de su hija se fue, el suyo ya no es su pareja pero sigue viviendo en la casa de Carabanchel que Matilde no se resigna a perder. Está enfermo y ella lo cuida. También vive allí un hijo de 35 años que ahora no tiene trabajo. Aquella crisis económica que fue el disparador de la mayor ola de desahucios pasó, pero la situación para muchos no ha mejorado y ya estamos inmersos en la siguiente. 

En las butacas hay cuerpos inquietos, risas y comentarios cuando Elsa, Matilde y otros integrantes de la PAH aparecen en el metraje junto a los actores, contando parte de sus historias. El director rodó con ellos tres secuencias a lo largo de siete días. También hay manos que se estrechan, cabezas que asienten, lágrimas, nervios. A veces algunos ojos se alejan de la pantalla y se pierden en la oscuridad. Quizá porque lo que ven les resulta demasiado, quizá porque están volviendo a escenas de sus propias vidas. 

La trama va subiendo en intensidad. El personaje de Luis Tosar, inspirado en el abogado Javier Rubio y en otras muchas personas que trabajaron y trabajan con los afectados, se va olvidando de sí mismo, tropieza con su propia solidaridad. “No lo harías si no lo ves. Pero si lo ves, entonces estás involucrado”, asegura. Botto y la coguionista, Olga Rodríguez, participaron durante años en reuniones de la plataforma. Lo que vieron y compartieron son los hilos que tejen las situaciones, los gestos, los diálogos. “Os admiro y os quiero porque habéis formado parte de nosotros tanto tiempo”, dirá ella con la voz quebrada al acabar la proyección. 

En los márgenes es también una película sobre mujeres guerreras, generosas, con sentido de lo colectivo. Ahí Matilde se siente reflejada. Pero no solo. Se le ahogan las palabras cuando reconoce que muchas veces pensó en tomar la decisión más drástica, en acabar con todo para poder descansar. “Cuando me da bajón todavía a veces lo pienso”, dice al hablar una depresión pertinaz. Pero mujeres como ella “sostienen al mundo”, en palabras de Juan Diego Botto. Son ellas las que de vez en cuando flojean pero nunca se rinden. 

Cuando las luces vuelven a encenderse muchas manos no se deciden entre aplaudir y enjugar las lágrimas. Ganan los aplausos. Una marea de camisetas y banderas verdes con consignas sobre vivienda digna –esas que vimos tantas veces en la prensa en el momento más álgido de los desahucios, las mismas que ya casi no vemos a pesar de que en hoy en España hay 100 al día– se agita por encima de las cabezas. El grito es colectivo: “No toleramos ni un desahucio más”. 

“Esto es la verdad”, sentencia Matilde cuando acaba la película. Cerca del escenario un hombre toma el micrófono: “Hace exactamente 10 años estaba en huelga de hambre. No se nota –dice con picardía mirando a su barriga– pero estuve dos semanas sin comer y conseguimos parar el desahucio”. Se suma Asun, con su pelo blanco, que entre aplausos asegura que En los márgenes va a mostrar al mundo “quiénes somos los que peleamos”. Y alguien agrega que “al ver cómo echan a una familia a la calle, a muchos se les va a caer la cara de vergüenza”. 

Un final feliz 

Se acerca Carmen. Tiene 32 años y un vestido amarillo que sobre su piel oscura resplandece. Está radiante. Escoltada por cuatro cabecitas de entre apenas unos meses y diez años, su voz suena enorme ante un auditorio emocionado. “Vosotros me conocéis, llevo cuatro años de lucha. Habéis visto crecer a mis hijos. Sabéis también que este 29 de septiembre me restringen el alquiler que me dieron cuando tuvimos que dejar mi buhardilla de 35 metros en plena pandemia”. Las gargantas se cierran, se apaga la algarabía ligera de los abrazos tras la película. Silencio. 

Ella continúa, y cuenta que le han extendido el plazo hasta el 2 de enero. Una mujer suspira y aprieta la mano de su compañero. Pero hay más: “Hoy mismo me han llamado de la Comunidad de Madrid para decirme que antes del 15 de diciembre ¡tendremos una nueva vivienda! Estallan los aplausos y cientos de gargantas gritan ”Sí, se puede; sí, se puede“ durante algunos minutos. 

Carmen responde entonando, con su pequeño coro infantil, algunos versos de la canción que Rozalén compuso para la película, y que ya se ha convertido en un himno para los integrantes de la plataforma. 

Grita “esta vida no es vida”

Si pa acabar el día

Tengo que pelear

Lucha porque tu voz se escucha

Y sonará potente

Si es en comunidad

Siente que el alma está valiente

Y siempre va de frente

Con fuerza y dignidad

Es posible que aquí, en un auditorio repleto de personas atravesadas por la precariedad, golpeadas por pequeñas y grandes desgracias –basta pensar en los relatos de Elsa y Matilde– no se pueda estar más lejos del territorio fantástico de un cuento de hadas. Pero a veces las historias, estas otras historias, también merecen un final feliz. 

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