La pandemia de COVID-19 en el primer trimestre de 2020 estuvo cerca de quebrar la capacidad del sistema sanitario español para atender a pacientes infectados con el nuevo coronavirus. Muchos hospitales públicos se convirtieron en centros dedicados en exclusiva a la enfermedad: áreas de urgencia improvisadas en salas de espera, en despachos, en pasillos. Turnos extenuantes para los sanitarios, que además se fueron infectando uno tras otro: España ha tenido la tasa más alta de profesionales afectados de la UE.
La presión de la pandemia llevó el sistema al límite, de tal manera que la sociedad prorrumpió en aplausos cada tarde a las 20.00 ante la evidencia de que la sanidad y sus profesionales se habían convertido en la primera línea de resistencia. Un aspecto esclarecedor: un día antes de declararse el estado de alarma, los responsables sanitarios se habían lanzado a una búsqueda desesperada por habilitar camas de UCI ante la previsión de la exigencia que estaba por llegar. España contaba con unas 4.400 de estas plazas. Los intensivistas consideran que el nivel básico debería haber estado en más de 7.000.
Sin embargo, la sanidad pública ahora convertida al parecer en joya de la corona de cualquier administración (las competencias recaen sobre todo en las comunidades autónomas) había llegado con la lengua fuera a este reto tras años de recortes. Recortes impuestos con especial virulencia con la llegada de la crisis financiera de 2008 y sus consecuencias a largo plazo.
“Debemos transformar la crisis en una oportunidad para asegurar la sostenibilidad del sistema sanitario”. Esta sentencia de 2012 esgrimida por uno de los encargados del área sanitaria del Partido Popular, José Ignacio Echániz, ilustra la trayectoria emprendida durante esos ejercicios y que se tradujo en la mengua de la inversión pública y la apuesta por la privatización con el objetivo de ajustar los presupuestos. Echániz fue ponente en el Congreso de la ley que permitió las “nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de Salud”, fue consejero de Sanidad en Madrid y más tarde de Castilla-La Mancha.
Al mismo tiempo, y al calor de la caída de recursos en el sector público, la sanidad privada ha florecido gracias al crecimiento de los seguros privados, el gasto directo de los hogares y los conciertos públicos.
El año en el que los gobiernos autonómicos y central comenzaron a reducir el gasto en sanidad, 2010, los hogares empezaron a dedicar más recursos propios. Entre 2009 y 2013, las administraciones recortaron 9.000 millones de euros un 12%. Al mismo tiempo, los hogares vieron como su factura sanitaria pasaba de 18.907 a 22.189 millones, según refleja el Sistema de Cuentas de la Salud. Un empujón de 3.282 millones o, lo que es lo mismo, un incremento del 17,3%. En este contexto, las clínicas privadas pasaron de facturar unos 5.800 millones en 2008 a un volumen de negocio de 6.450 millones en 2014, según el estudio de mercado de DBK. Unos bajaban y otros subían –y mucho–. La caída de recursos llevó inevitablemente al deterioro. Y ante el deterioro, pero con la necesidad de cuidar la salud, la población miró al sector privado. El gasto en personal cayó en más de 3.400 millones entre 2009 y 2014, según calculaba el Ministerio de Sanidad. Con el desplome se perdieron 12.180 empleos sanitarios. También en este periodo de recortes cayeron las camas de hospital en España: de 157.978 a 154.333, pero con un matiz todavía peor. “El descenso es aún mayor en las camas que finalmente son puestas en funcionamiento para la atención en hospitalización”, describía el documento de Indicadores Hospitalarios del Ministerio de Sanidad de 2016. La poda a la hora de tener una cama dispuesta para un paciente fue de 7.330 puestos.
Si se mira a la Atención Primaria, nombrada piedra angular para el control de la pandemia de COVID-19 una vez pasado el pico de la enfermedad, en 2010 empezó su resquebrajamiento que le llevó a perder más de 1.450 millones (un 15,5%), como ilustra la Cuenta Satélite del Gasto Sanitario Público. De los 9.646 millones que alimentaban este nivel de la atención sanitaria, dinero para tener sanitarios y centros de salud donde atender a la población, el gasto fue decayendo año tras año hasta que en 2014 tocó fondo con 8.182 millones. La Atención Primaria no ha sido especialmente prioritaria para muchos gobiernos de las comunidades autónomas, las responsables de su gestión: en 2018, la inversión todavía estuvo por debajo de la de 2009.
El deterioro a base de menos camas, menos profesionales, más pacientes que atender por cada médico de familia –es decir, el empeoramiento de la calidad– abonó el campo para que la sanidad privada captara clientes. No fue solo que las familias dedicaran más presupuesto a acudir a un centro o recibir cierto tratamiento. Las pólizas de seguro de salud también escalaron.
A finales de 2014, la consultora AON describía en su análisis del mercado de seguros de salud para el año siguiente que “una buena parte de la población sigue manteniendo pólizas de salud privadas debido, en parte, a la incertidumbre sobre el futuro de la asistencia pública”. Y añadía que “el usuario percibe un aumento en las listas de espera quirúrgica, pruebas diagnósticas y tratamientos”. Este análisis se basaba en las cifras: si en 2009 las pólizas de salud sumaban 6.150 millones de euros, en 2013 se habían ido a 6.657 millones, según recuento de la patronal del seguro ICEA. La inercia ha sido imparable después: en 2019 se cerró el ejercicio con un volumen de 8.923 millones. La misma consultora describía al llegar 2018 que, entre las razones del incremento continuado del negocio, se encontraba “las deficiencias del sistema sanitario público que sigue sufriendo las medidas restrictivas tomadas en 2012”. Una resaca de años.
Con más clientes desde las aseguradoras, con más gasto directo de las familias dedicado a la sanidad y más dinero desde el sector público en forma de conciertos, las clínicas privadas ensancharon los ingresos. En 2009, las administraciones públicas destinaron 7.360 millones de euros a algún tipo de concierto con los centros privados: pruebas diagnósticas, tratamientos, intervenciones para aligerar la lista de espera o la asistencia completa de una parte de la población. En 2012 ya se situó en 7.690 millones, según el lobby de la prestación privada, Instituto Idis. “El 25% de los ingresos de las clínicas privadas proviene de los conciertos”, calcula este instituto. Con todas fuentes de ingreso, las clínicas privadas incrementaron su negocio un 11% en aquellos años de recortes para el sector público: de 5.800 a más de 6.400 millones.
Un dato curioso es que a los operadores privados no les ha hecho falta aumentar sus recursos para incrementar el negocio. En 2010 contaban con unas 317 clínicas no benéficas con unas 31.000 camas y en 2018 se contaban 311 hospitales y 29.874 camas.
A la hora de justificar los recortes aplicados a la sanidad, los responsables políticos esgrimieron sin descanso la “imposibilidad de sostener” el sistema público al que contrapusieron la eficiencia del funcionamiento empresarial que implantaron mediante privatizaciones del servicio. La expresidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre aseguró sin cortapisas que “el servicio público es de titularidad pública, pero debe ser gestionado por quien lo haga más eficiente. No le quepa duda de que la empresa privada es más eficaz que la pública”. Su compañera de partido María Dolores Cospedal, afirmó cuando era presidenta de Castilla-La Mancha que era una “falacia” que los recortes estuvieran “destruyendo la sanidad pública”, sino que buscaban “salvarla de la quiebra”.
El germen puede buscarse en 1997. Entonces, el Congreso aprobó el proyecto de ley que permitía la gestión indirecta del servicio sanitario. Una propuesta del PP de José María Aznar que obtuvo un amplísimo respaldo, incluido el Grupo Socialista. Solo dos años después, la Generalitat Valenciana de Eduardo Zaplana (PP) inauguraba el hospital de La Ribera en Alzira totalmente privatizado y gestionado, entre otros, por la aseguradora Adeslas. El diseñador era un directivo de la empresa, Antonio Burgueño. Su gerente, un recién incorporado Alberto de Rosa, ahora consejero delegado de Ribera Salud, empresa que actualmente gestiona adjudicaciones en la Comunidad de Valencia, Madrid, Galicia y Extremadura.
Ese modelo eclosionó una década después en la Comunidad de Madrid disparando el volumen de la sanidad privada. Entre 2007 y 2008, el Gobierno regional abrió la comunidad a este modelo al poner en marcha ocho hospitales semiprivatizados o externalizados al 100%. La presienta Esperanza Aguirre nombró director general de Hospitales al mismo Antonio Burgueño que llevó a cabo el modelo en La Ribera. Entre 2011 y 2014 se montaron otros tres centros a cargo de contratistas.
Dentro de la partida de ingresos de los centros privados, este tipo de concesión creció mucho justo en los años de inicio del periodo de recortes en la inversión pública sanitaria. Si en 2009 estas concesiones inyectaron al sector 586 millones, al ir avanzado terreno llegó a los 859 millones en 2012. La mayoría de los contratos que rigen la adjudicación del servicio sanitario público a un grupo privado prevén fórmulas de revisión al alza anual de los importes que debe pagar cada comunidad autónoma siempre que el IPC no se desplome. Se blinda de alguna manera el beneficio empresarial.
Convaleciente de este periplo empobrecedor, la sanidad pública todavía padecía las consecuencias de este ciclo cuando estalló la crisis del coronavirus en 2020. Las costuras han estado a punto de estallar y la COVID-19 ha dejado ver las secuelas que arrastraba el Sistema Nacional de Salud. Con la pandemia todavía muy presente en España, una plataforma de sanitarios lanzó en mayo un mensaje y exigencia a los poderes públicos: “Que los aplausos se transformen en algo real”.
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