Hubo un momento en que parecía que Mark Zuckerberg quería ser presidente de los EE UU. A nadie le pareció un disparate porque era 2017 y acababa de ganar Donald Trump. El joven CEO anunció que su propósito para el nuevo año sería “conocer gente en cada estado de los Estados Unidos” y que, como había estado ya en veinte, le quedaban treinta por visitar. Los escándalos sobre el papel de Facebook como escenario y facilitador de las campañas de desinformación rusa, las manipulaciones de Cambridge Analytica y el genocidio de Myanmar estallaron casi simultáneamente mientras él visitaba fábricas, estrechaba manos y besaba bebés, como un nuevo Kennedy entrenando para las primarias. La compañía perdió más de cien mil millones de dólares en valores bursátiles antes de que se decidiera a volver. Era un mal momento para pensar en democracia. Tendría que seguir siendo emperador.
“Zuckerberg es una de las pocas personas del mundo para las que ser presidente sería bajar de categoría”, ironizaba Nick Bilton en un artículo de Vanity Fair. En aquel momento, su plataforma tenía “solo” 1.800 millones de usuarios, un cuarto de la población del planeta. Hoy tiene más de 2.500 millones de usuarios, un tercio, y sin contar Instagram y WhatsApp. Nos faltan herramientas para comprender lo que significa eso exactamente. Si Facebook fuera un país, sería el más grande de la historia. Si fuera la herramienta de la revolución, como se declaró durante la Primavera Árabe, habría ganado la revolución. Si fuera una unión global de trabajadores, el mundo sería un lugar radicalmente distinto.
Pero Facebook es una clase nueva de imperio cuya expansión parecía tan circunscrita a lo estrictamente virtual que no reparamos en sus manifestaciones físicas. Como el hecho de que proporciona la única infraestructura de red a cientos de millones de personas en todo el mundo a través de su programa FreeBasics, o que lidera la construcción de la siguiente generación de cables submarinos de fibra óptica junto con Google, aparente némesis pero frecuente colaborador. Como los datos no se mueven solos y las antenas solo sirven para las distancias cortas, el grueso de Internet son unos 380 cables submarinos que transportan el 99.5% del tráfico transoceánico. El 0,5% restante es gestionado por lentos y caros satélites, el futuro de una industria que se prepara para perder sus infraestructuras en manos de desastres climáticos. Ese espacio también está siendo rápidamente colonizado por Facebook, Google y SpaceX, la empresa de Elon Musk, con su flota de nanosatélites StartLink.
El feudalismo digital
Hay pocas plataformas como Facebook, con el poder gravitacional de sus miles de millones de usuarios. Google, Amazon, Apple y Netflix en occidente; en oriente Alibaba, Tencent y Baidu. Pero, en la última década, su imperio se ha expandido hasta ocupar todas las industrias, como una flota tentacular de cables, servidores y líquido refrigerante, imponiendo en ellas su propio modelo de negocio y de legislación. Su lógica opaca y cambiante, que incluye protocolos, algoritmos y un ejército de moderadores, se superpone al gobierno descentralizado del Internet sobre el que transita y también a las leyes de los estados soberanos cuyas democracias asfixia sin sufrir repercusiones. Ese imperio se sienta sobre esos territorios como una impenetrable capa de látex, interponiendo entre ambos una aduana de intermediación.
Alrededor del corazón amurallado de sus centros de datos linda, por un lado, el territorio poroso de las APIs donde viven las aplicaciones que operan en el feudo a cambio de subordinar derechos y pagar impuestos. Google y Apple, con Android y iPhone, gobiernan el mercado de las aplicaciones móviles y no hay aplicación que sobreviva en su mercado sin someterse a su jurisdicción. Lo mismo para Amazon, que hospeda la mitad de la World Wide Web. Sus reinos se relacionan íntimamente entre ellos, no siempre de manera hostil. Apple tiene su nube en Amazon Web Services, Facebook tiene sus aplicaciones en las tiendas de Apple y de Google.
Con el resto la relación de poder es 100% unidireccional y revela frecuentemente sus prioridades internas, como cuando Amazon expulsó a Wikileaks de sus servidores o Apple eliminó de su tienda la aplicación de los manifestantes de Hong Kong para evitar los enfrentamientos policiales pero mantuvo las que usa el gobierno chino para saber quiénes son y dónde están. En el reino del capitalismo digital, la extracción de datos es delito solo cuando no perjudica a la empresa y los derechos humanos importan solo cuando no entren en conflicto con el mercado. No es lo mismo censurar a los ciudadanos de la primavera árabe que enfrentarse a un régimen que controla el mercado de un séptimo de la población mundial.
Por el otro, el agujero negro por el que caen los contenidos y datos de los usuarios está legislado por Términos y Condiciones cuidadosamente diseñados para repeler la lectura y sacudirse responsabilidad. Ese imperio resiste mapas y definiciones y desborda el calificativo más generalista de Feudalismo Digital, porque es digital pero también es físico y cognitivo. En su discurso en la Universidad de Georgetown en Washington, Mark Zuckerberg lo llamó “el Quinto Poder”.
Paradojas productivas del “Quinto Poder”
Zuckerberg define el Quinto Poder como “la habilidad [que tienen los usuarios] de compartir sus pensamientos con las masas”. Que es una interpretación dudosa pero involuntariamente provocadora. Contra lo que nos sugiere la intuición contemporánea, la prensa no se convirtió en el cuarto poder después del legislativo, ejecutivo y judicial porque Edmund Burke lo propusiera en 1787 y entonces no había democracia sino la jerarquía parlamentaria del Reino Unido. Allí los tres poderes iniciales eran los Lores Espirituales (iglesia), los Lores Temporales (nobleza) y los Comunes (políticos). Según cuenta Thomas Carlyle, Burke declaró que la prensa era el más influyente puesto que tiene el poder de crear opinión pública, además de reflejarla.
Zuckerberg quiere dar a entender que el quinto poder es el del los Comunes vulgaris (la masas), esa inteligencia colectiva que caracterizó la retórica de la web 2.0. y que iba a cambiar el mundo y hacerlo más justo y equilibrado. Solo que la Inteligencia Colectiva y la web 2.0 resultaron ser los ejes de una campaña de branding diseñada para oscurecer la verdadera operación: la extracción de cantidades masivas de datos, pensamientos y experiencias de los usuarios para entrenar algoritmos predictivos de inteligencia artificial. Algoritmos entrenados para entender, predecir y modificar los pensamientos de las masas. El quinto poder tiene la capacidad de persuadir a las masas de consumir cosas que no necesitan, votar a candidatos que no les convienen o quemar casas de vecinos que no han hecho nada. Podemos llamarlo, en honor a Zuckerberg, el Quinto Imperio. Burke diría que es el más peligroso porque tiene el poder de doblegar a los cuatro anteriores porque ha conseguido poner el proceso democrático a trabajar en su propia destrucción.
Como decía Alex Angulo en El Día de la Bestia, el diablo imita a Dios para burlarse pero también para apropiarse de sus cualidades divinas. En el caso de Facebook, la retórica democrática que empezó con su fallida campaña pre-presidencial ha ido incorporando una parodia de poder legislativo independiente. Primero llegaron los fact-checkers, periodistas externos certificados por la International Fact-Checking Network que verifican las excreciones del reino sin poder modificarlo y la novedad de este año, un “tribunal supremo” de apelaciones que dictará sentencia vinculante sobre aquellos temas que superen a los algoritmos y a los verificadores y den trabajo al departamento de Relaciones Públicas. Ambos asumen una responsabilidad sin poderes y facilitan que el reino ejerza un poder sin responsabilidad.
La gran parodia democrática
En el Quinto Imperio no existe la cárcel pero hay una pena máxima: desplataformar. Significa “impedir el acceso a una plataforma para expresar su opinión”. El wikidiccionario propone los siguientes sinónimos: censurar, expurgar, suprimir, incidiendo en la expulsión como el bloqueo del ejercicio de la libertad de expresión en un lugar donde se tiene el derecho. Solo que el usuario no tiene derechos como la privacidad o la libertad de expresión porque no es ciudadano sino un súbdito que no ha elegido a sus gobernantes. Por lo tanto, la palabra apropiada es desterrar. Según la RAE, “dicho de quien tiene poder o autoridad para ello: expulsar a alguien de un territorio” y “apartar de sí algo inmaterial o hacerlo desaparecer”. Aquí notamos que el imperio ejerce un monopolio del espacio público, político, cognitivo y también comercial. Para un usuario, el destierro significa censura. Para un desarrollador, un fabricante o un político, significa desaparecer.
Hay un contenido que no está sujeto al aparato legislativo independiente: la propaganda política. Incluyendo la clase de propaganda que escandalizó al mundo con Cambridge Analytica y que ahora es el lugar común del marketing político digital. “No creo que esté bien que una empresa privada censure a los políticos o las noticias en democracia”, declaró Zuckerberg en Georgetown. En su reino, censurar usuarios no es censura ni está reñido con la democracia porque no entra en conflicto con su mercado y ayudar a sus grandes clientes a diseñar y distribuir noticias falsas en campañas oscuras que no puede monitorizar ni la prensa libre ni legislar las leyes democráticas es proteger la libertad de expresión.
“En tiempos de revuelta social, tendemos a retroceder en libre expresión. Queremos el progreso que viene de la libre expresión pero sin las tensiones que trae con ella –declaró Zuckerberg–. Lo vemos en la famosa carta que escribió Martin Luther King Jr. desde la cárcel de Birmingham, donde había sido ilegalmente encarcelado por manifestarse pacíficamente”. Por suerte, hay momentos en que la disonancia cognitiva es denunciada con suficiente claridad. “Quisiera ayudar a Facebook a entender mejor lo que significaron para MLK las campañas de desinformación lanzadas por políticos –le respondió en Twitter la hija del Doctor King–. Esas campañas crearon la atmósfera para su asesinato”. A diferencia de nuestra democracia, ese templo tenía un buen dragón.
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