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La maldición de los profetas

La maldición de los profetas
18 de agosto de 2020 21:57 h

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Decidir quién era mejor profeta, si Orwell o Huxley, se ha convertido en un lugar común desde que Michel Houellebecq planteó el debate en Las partículas elementales. ¿Qué distopía ha triunfado? ¿En qué infierno vivimos, en el de la ultravigilancia de 1984 o en el de la estupidez de Un mundo feliz? Es un debate que para los lectores de Philip K. Dick está superado desde hace mucho tiempo: es la estupidez la que ha construido la peor distopía paranoica que nadie –salvo Dick, por supuesto– habría podido imaginar. Somos esclavos de la cibervigilancia por nuestras propias decisiones.

Nadie nos ha obligado a comprar un teléfono móvil cuyo sistema operativo está diseñado para monitorizar la actividad del usuario en todo momento, resolviendo mediante algoritmos las cinco preguntas del periodismo: qué, quién, cuándo, dónde y por qué. El sistema operativo sabe antes que usted cuándo engañará a su pareja, con quién, el día de la reserva del hotel, el hotel, y también el por qué. Aunque usted todavía no imagine siquiera que se va a convertir en infiel.

El departamento de precrimen imaginado en El informe de la minoría ya existe, pero es privado. Las empresas que lo controlan no tienen el más mínimo interés en perseguir delitos, porque eso no es rentable, y lo que no es rentable es mucho mejor dejarlo en manos del Estado. Pero saber las motivaciones últimas de todos los usuarios de un teléfono permite predecir su actividad en todos los aspectos de su vida, empezando por el más importante para las empresas que controlan el sistema: nuestros hábitos de consumo.

Empezamos de una forma inocente, aceptando que un algoritmo leyese nuestros correos de forma automatizada para conocer nuestros deseos de compra y ofrecernos anuncios personalizados. Aceptamos las condiciones de redes sociales que nos han llevado a un exhibicionismo absoluto sin vuelta atrás. Hemos permitido que las apps de navegación monitoricen todos los negocios que visitamos. ¿Y a estas alturas alguien se atreve a hablar de derecho al olvido? El olvido no es un derecho, es un privilegio al que hemos renunciado a cambio de nada.

Tras la publicación de la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica, las fuerzas policiales que investigan ciberdelitos pueden acceder, pero solo con autorización judicial, a todos los contenidos digitales alojados en nuestros dispositivos electrónicos.

Para ello, deben aportar a la autoridad judicial indicios de que la persona a la que se pretende investigar ha podido cometer un delito. Y la autoridad judicial, tras consultarlo al ministerio fiscal, puede acordar o no un volcado de la memoria de nuestros dispositivos, para que el departamento de criminalística de la policía pueda analizar aquello que obra ya en poder de las empresas tecnológicas desde hace mucho tiempo.

Mediante la nueva normativa, además de regular las escuchas telemáticas, la instalación de dispositivos de geolocalización o los registros de material informático, se ha modificado el artículo 282, apartados 6 y 7, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con este redactado:

6. El juez de instrucción podrá autorizar a funcionarios de la Policía Judicial para actuar bajo identidad supuesta en comunicaciones mantenidas en canales cerrados de comunicación con el fin de esclarecer alguno de los delitos a los que se refiere el apartado 4 de este artículo o cualquier delito de los previstos en el artículo 588 ter a.

 

El agente encubierto informático, con autorización específica para ello, podrá intercambiar o enviar por sí mismo archivos ilícitos por razón de su contenido y analizar los resultados de los algoritmos aplicados para la identificación de dichos archivos ilícitos.

 

7. En el curso de una investigación llevada a cabo mediante agente encubierto, el juez competente podrá autorizar la obtención de imágenes y la grabación de las conversaciones que puedan mantenerse en los encuentros previstos entre el agente y el investigado, aun cuando se desarrollen en el interior de un domicilio.

Obsérvese que la nueva ley permite incluso que la policía intercambie archivos ilícitos con un investigado, por ejemplo, en casos de pornografía infantil, o hacer fotos y grabar sonido en el interior de un domicilio. Pero en todos esos casos hace falta la intervención del poder judicial. Pues bien, algo tan íntimo como lo que pasa en nuestra alcoba puede estar siendo grabado por el último altavoz inteligente que hemos llevado a casa. Sin permiso judicial, porque le hemos dado nuestro consentimiento pronunciando la frase mágica que nos convierte en sus esclavos: “Ok, Espía, soy imbécil”.

No lo hemos visto todo: la distopía todavía puede empeorar. Cruzar los datos de navegación de los ciudadanos con sus rasgos faciales es absolutamente trivial cuando se dispone de toda la información. Lo que está haciendo China de forma declarada se puede estar haciendo en secreto por gobiernos y corporaciones, con la colaboración desinteresada de usted mismo, cada vez que se hace una autofoto y la sube a la nube.

No se puede revertir esta situación, desengáñense. La única forma de vivir en la aldea global es asumiendo que vivimos efectivamente en una aldea global: una aldea donde todo el mundo nos conoce. Y donde paradójicamente, tenemos muchas más garantías de privacidad frente al Estado que frente a las empresas tecnológicas.

Cuenta la mitología griega que Apolo otorgó a Casandra el don de la profecía, pero después la maldijo para que nadie creyese sus augurios. Vuelvan al primer párrafo: la maldición de los cuatro grandes evangelistas de la ciencia-ficción es que se hayan tomado sus advertencias como simples novelas de entretenimiento. Orwell, Huxley, Dick y Houellebecq nos advirtieron de lo que venía: la culpa de no haber escuchado es solo nuestra.

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