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Clara Peeters, la pintora de bodegones que ha cambiado la historia del Prado

Bodegón con flores, copa de plata dorada, almendras, frutos secos, dulces, panecillos, vino y jarra de peltre/ Clara Peeters (1611)

J.M. Costa

Esta de Clara Peeters (¿1588 – 1658?) es la primera exposición individual que el Prado dedica a una mujer en sus casi 200 años de historia. Dejemos que esto cale un poco.

Que este ha sido tradicionalmente un mundo dominado por lo masculino se refleja en un terreno, el de las artes, donde no hay excusa de orden físico para que las mujeres no pudieran operar en pie de igualdad con los hombres. Algo que no ha sucedido, exceptuando quizá en la poesía. Y ni aún así.

Sin embargo, las mujeres pintoras existen desde siempre. En nuestra cultura al menos desde la antigua Grecia. Un ejemplo fue la pionera Anaxandra (siglo III a.C.), hija del también pintor Neakles y a la que Clemente de Alejandría mencionaba en un capítulo de su Stromata llamado “Las mujeres son tan capaces como los hombres de la perfección”. Por su parte, Plinio el Viejo ya había mencionado a Timarete, Eirene, Kalypso, Aristarete, Iaia y Olympias. Pero por mucho que lo dijeran Plinio y Clemente, el sistema no se dio por enterado.

Sobre todo durante la Alta Edad Media las mujeres, nobles o religiosas, tuvieron una parte fundamental en la creación de tapices e ilustraciones para libros. En la Baja Edad media se reforzó el dominio masculino, aunque aún pudo haber luminarias como la increíblemente polifacética Hildegard von Bingen (1089-1179) que escribía, hacía música (de la más interesante de la época) y en cuyos conventos las monjas llevaron una intensa actividad de iluminación de manuscritos. Según parece, poco antes de la imprenta de tipos movibles (hacia 1440) en ciudades como París la mayoría de las encargadas de este trabajo eran mujeres, nobles o religiosas.

Acercándonos a la época de Peeters, decir que con la difusión del humanismo y su idea de la igualdad básica de las personas, las pintoras disponían de una justificación intelectual para su actividad. Aunque entonces entraban en juego consideraciones de orden social para dificultar su acceso a la profesión.

El camino de aprendizaje en el arte (como en toda profesión organizada en gremios) pasaba por vivir como interno en el taller del maestro. Y hasta hace menos de un siglo, que una mujer abandonara el hogar paterno si no era para casarse o meterse monja estaba fatalmente visto. Que no sucedía, vaya. Debido a ello buena parte de las pintoras, incluida Peeters, eran a su vez hijas de pintores, en cuyo taller podían estudiar y practicar sin salir de casa. Y aún quedaba el problema de la temática. La enseñanza de la pintura incluía el dibujo de la figura humana masculina, muchas veces desnuda. Algo también impensable para una señorita de la época y un freno a su formación.

La primera gran pintora (reconocida) del Renacimiento fue Sofonisba Anguissola (1535 - 1625), hija de una familia de la baja nobleza de Génova. Sofonisba tuvo el suficiente prestigio como para ser reclamada por la corte de Felipe II, donde llegó a retratar al emperador y este incluso le buscó un marido de la alta nobleza y la dotó. Su hermana Lucia también fue una pintora notable.

En el Renacimiento se conocen la obra y la vida de otras pintoras como Lavinia Fontana, Fede Galizia, Diana Scultori Ghisi, Caterina van Hemessen, Barbara Longhi, Marietta Robusti, Plautilla Nelli, Levina Teerlinc e incluso una santa, Catalina de Boloña (Caterina dei Vigri). Casi todas hijas de pintores, como se comentaba más arriba.

El nacimiento del bodegón

En el Barroco, la época de Clara Peeters, aumentó todavía más el número de mujeres pintoras. Como la lista es larga, solo destacar a la más potente de ellas, Artemisia Gentileschi, de nuevo hija de un pintor. Hoy en día Artemisia está reconocida como una de las principales figuras del Barroco, hombre o mujer. Pero hasta hace bien poco apenas aparecía como mención en las monografías del periodo.

Luego la historia continuaría en tono similar, pero hay que detenerse en Clara Peeters y esta exposición. Se trata de una pequeña muestra en una única sala, pero en lo absoluto menor. Aparte de que la corte de los Austrias se interesara por ella, gracias a lo cual El Prado dispone de una buena representación de su trabajo, resulta que Peeters no es que fuera “tan buena como un hombre” (expresión estándar a través de los siglos), es que fue una innovadora y ayudó a crear un género que entonces nacía como tal y luego ha permanecido en la historia de la pintura hasta bien entrado el siglo XX. Hablamos de bodegones y naturalezas muertas.

Lo que comenzó como genero definido en época de Peeters y en el que ella fue la principal iniciadora en los Países Bajos (tanto en Flandes como en Holanda) forma parte muy destacada del imaginario español. Blas de Prado y sobre todo Sánchez Cotán realizaron a principios del siglo XVII unos bodegones desnudos que siguen influyendo fuertemente en artistas del presente como José Maldonado, que los han referido de forma directa. Tras ellos vinieron van der Hammen, El Labrador, Ponce, Pradera, Deleito, Medina, Juan de Espinosa, por supuesto Zurbarán y de forma implícita Velázquez, hasta llegar a Meléndez o Goya.

Como vemos, todo hombres. Y sin embargo Clara Peeters desarrolló y valoró el género antes que la mayoría de los mencionados y que sus compatriotas. En esta exposición, comisariada por Alejandro Vergara (conservador jefe de pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Prado), hay quince de sus treinta y una obras firmadas (además existen unas setenta y seis más o menos atribuidas) y aparte de un presunto autorretrato de 1610, está todo lo más interesante y/o conocido. Todas las datadas lo son entre 1610 y 1621, pero se especula con obras de 1627 e incluso más tardías.

El ajuar del alto bodegón

Mientras los bodegones de Sánchez Cotán (que tampoco se dedicó en exclusiva a ello) poseen un carácter simbólico que ha sido interpretado en numerosas ocasiones, los bodegones de Clara Peeters no parecen tener ese cometido excepto en detalles tan obvios como una cruz. Son, puede decirse sin el menor desdén, alta decoración.

Alta decoración surgida muy probablemente en una ciudad como Amberes, donde se supone trabajo Clara. Tras una crisis profunda debido a los vaivenes políticos, Amberes había vuelto a reverdecer bajo el gobierno imperial y muy contrarreformista, también en sentido estético, de la hija de Felipe II, Isabel Clara Eugenia. En aquella época ya existían los primeros marchantes, incluso internacionales y parece que la obra de Peeters encontró amplia difusión.

No es raro. Aparte el efecto Zeuxis (pintor griego cuyas uvas eran tan realistas que iban a posarse los pájaros para picotearlas), los bodegones, naturalezas muertas y algún florero que se han reunido en el Prado son la descripción de una época y un estrato social.

La vajilla, la cubertería y la cristalería que aparecen en estos cuadros son de alto standing. Copas, fuentes, jarras, cuchillos, platos en plata, oro, bronce, cerámica fina o porcelana kraak o de pasta blanda… Algunos de esos utensilios aparecen varias veces, lo cual indica que eran propiedad de la pintora quien, por cierto, se refleja en algunos de ellos. Además de esos objetos de lujo aparecen conchas exóticas o monedas, también señal de estatus. Es curioso que en tierras de lo textil apenas una de las superficies esté cubierta por un paño.

Símbolo de opulencia

Yendo a lo orgánico, hay bodegones de vegetales, quesos o dulces y naturalezas muertas de pluma y pescados. Las diferencias entre unas y otras son notables.

Mientras los vegetales, frutas, quesos o alimentos cocinados se presentan con el lujo mencionado, como si estuvieran ya sobre la mesa del comedor, las naturalezas muertas parecen más bien situadas en la cocina y casi no hay atisbo de ostentación. La espumadera o el colador son de cobre y las fuentes de loza. Eso sí, cuando se trata de caza de pluma suele aparecer también un halcón o un gavilán con apariencia de estar vivos, lo que viene a implicar nobleza porque solo lo nobles podían usar aves y perros para la caza.

Tratándose de los Países Bajos no podían faltar las flores, otro signo de opulencia y también de inversión. De hecho, una de las primeras burbujas del capitalismo, la llamada crisis de los tulipanes, sucedió en vida de Peeters. Tras un periodo superalcista desde los años 20 del siglo XVII en el que un solo bulbo llego a valer lo mismo que 24 toneladas de trigo, los precios se desplomaron en 1637 de un día para otro, generando una profunda crisis en toda la economía europea.

Patos, becadas, tórtolas o pichones habían aparecido ya en algún que otro bodegón (de Sánchez Cotán, p.e.) pero una innovación de Peeters fueron los pescados. Generalmente de río. En ellos prueba su maestría, que puede hacerse extensible a los quesos, los mazapanes, los higos secos… Y a la composición general. Puede que debido a estar limitada únicamente a este género, Peeters profundizara en él, innovara y logrará un mayor virtuosismo que casi todos sus compañeros masculinos. Su competidor local Frank Snijder (1579 –1657) pareció ir siempre por detrás de sus invenciones.

Los bodegones de Clara Peeters son el retrato de la sociedad emergente tras la Reforma y la Contrarreforma a través de objetos caseros. De la comida y sus utensilios. No es la grandiosidad de Rubens ni de van Eyck, sus presuntos vecinos de Amberes. Tampoco es necesario. Sin ella solo veríamos la parte oficial de la vida.

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