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Qué pasa con los jueces

El juez Peinado, en el vehículo que le trasladó al Palacio de La Moncloa
4 de agosto de 2024 22:21 h

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Ni un paso atrás ni para coger carrera pero sí para asomarnos a la historia. Volvamos a 1689, a Inglaterra, el Parlamento devolvió al pueblo el poder que usurpaban los reyes tiranos. Desde la Carta de Derechos, Bill of Rights, los reyes tuvieron claro que el poder emana del pueblo y los jueces que el suyo, también.

Es el texto que se considera que por primera vez estableció la separación de poderes pero, sobre todo, centró en el poder legislativo, elegido mediante elecciones libres y periódicas, el edificio constitucional de la monarquía inglesa y la democracia. No cabe invasión del poder del Parlamento. El Tribunal Constitucional español lo ha querido dejar claro respecto del orden constitucional español en sus recientes sentencias en amparo en el caso de los ERE: el poder legislativo es el centro de la democracia.

Pero no solo fue una idea inglesa, de ella bebió Montesquieu y los pensadores de la Ilustración, de la Revolución francesa y, por supuesto, de la revolución y emancipación de las colonias americanas. Hay quien cree que fue posteriormente el carácter disuasorio de la guillotina, no digo que no, sin embargo, me inclino por la sabia decisión de los ingleses que frente a la excepcionalidad de la herramienta justiciera, su Bill se practica democráticamente todos los días.

En la separación de poderes descansa el edificio constitucional. La separación de poderes, con equilibrios y controles, y la advertencia por el papel de los jueces; en todos los pensadores del aquel tiempo constituyente, en particular, Montesquieu, latió el temor a la distorsión para la democracia que puede causar un mal ejercicio del poder de los jueces, capaz de hacer tambalear si no derrumbar el edificio democrático con sus decisiones, voluntarias o no. Aristóteles decía que “la predisposición contra alguien, la compasión y la ira y otras afecciones del alma similares, no tienen que ver con el asunto, sino con el juez”. Y, seguía, “donde gozan de buena legislación, estos jueces no tienen nada que decir”.

En España, en donde nunca hubo nada de estas cosas y pasamos de la autoridad judicial al poder judicial, sin despeinarnos, los jueces se entiende, el último pasillo de comedia de los jueces ha sido la visita procesal de un juez de Instrucción a La Moncloa ―para la sola preparación del juicio oral que diría Landelino Lavilla, que hoy estaría escandalizado en su más allá jurídico―, la europeamente esquiva cuestión de inconstitucionalidad del Tribunal Supremo por la ley de Amnistía y, desde luego, la impudicia de su órgano de gobierno, el CGPJ, negándose a elegir a una mujer al frente del Supremo. Costó que entraran mujeres en el escalafón superior de las fuerzas armadas, parece que la corporación judicial, cargada de testosterona, es el último reducto de la legión perdida de la milicia togada.

Debe ser andancia y mira que nos lo advirtieron los sabios citados y los padres de la democracia estadounidense. Como una reminiscencia de ello, incluso en EEUU pasa algo. En el ocaso de su vida política, Joe Biden ha anunciado la necesidad de una enmienda constitucional para que los jueces del Supremo no puedan hacer lo que quieran y todo el tiempo que quieran. El origen del anuncio tiene que ver con la decisión de los jueces de la Corte Suprema concediendo la inmunidad presidencial en el caso de Donald Trump, y el desempeño de los jueces que tiende a marchitarse por su carácter vitalicio.

Es la razón de la propuesta, evitar las decisiones políticas de los jueces, por lo que el presidente del ejecutivo ha Incluido también la elaboración de un código ético y una limitación de mandatos eliminando el carácter vitalicio del cargo. Unos jueces, por cierto, que no se eligen a ellos mismos, son designados por el presidente del poder ejecutivo con la participación del poder legislativo, los dos poderes electos. No hay CGPJ.

La mayoría demócrata en el Senado estadounidense, consciente de la dificultad de una enmienda constitucional, ha introducido en el Senado una propuesta, la No King Act. Jorge Luis Borges siempre creyó que la lengua inglesa era más sintética y precisa que la española. El título de esta ley no le puede dar más la razón: No King, que una ley en español diría algo así como proyecto de ley orgánica para la determinación de la inmunidad e inviolabilidad en el ejercicio de sus funciones... algo parecido al “se inhabilitare” de los reyes españoles; nada sintético ni claro.

En inglés bastan dos palabras, Rey, no. Algo parecido había afirmado la juez del Supremo, Sonia Sotomayor, con ocasión de la sentencia del Supremo citada, Trump no es un rey. En Estados Unidos, reflexionan los proponentes, no tenemos rey como en el Reino Unido, que era inviolable y sagrado, aquí todos somos iguales ante ley desde que nos emancipamos de la corona británica.

Hubiera añadido, “y no como ocurre en nuestros tiempos, por ejemplo, con el rey honorífico Juan Carlos I de España”, pero es mucho pedir al Imperio y eso que se mete en todo. Pero lo verdaderamente importante es que se invoca la Constitución estadounidense para señalar que solo al poder legislativo, al Congreso, corresponde determinar si un presidente o un vicepresidente tiene inmunidad y no al poder judicial. En clara advertencia de que la Corte Suprema pisa el terreno de la invasión de poderes. 

En fin, que los clásicos nos marcaron el camino. Hoy como en el siglo XVII, como en la Grecia de Aristóteles, el peligro para la democracia puede venir de los jueces. 

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