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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Tiranías

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Escribo desde Barcelona. He venido porque traspaso el premio Tusquets editores de novela a la nueva ganadora. Era mi primera vez como jurado de un premio de esta índole y me suponía una gran responsabilidad. Medité sobre cómo realizar mi trabajo; quizá, como buena friki, podía rellenar una hoja Excel donde valorar distintos criterios como la temática, el lenguaje, la pericia de la trama, la calidad narrativa o la originalidad, (si es que eso tras siglos de literatura existe). Pero no hizo falta, porque por suerte, hay algo orgánico, llamémosle estómago o intuición, que te avisa de cuándo conectas con una historia, con una voz, cuándo unas palabras escritas sobre blanco toman cuerpo, temperatura y te provocan esa sensación de expansión.

Así que cuando llegué al manuscrito de Corina, y tan solo tras leer las primeras páginas, supe que mucho se tenía que torcer la narración para que no fuera mi apuesta como obra ganadora. Pero lejos de torcerse, me envolvió la historia de una infancia lejos de España, una infancia en la Rumania del dictador, ese del cual, teniendo yo la edad de la protagonista, vi televisar su fusilamiento en directo un día de Navidad.

Ese recuerdo me sigue pareciendo del todo inverosímil y leyendo la novela no pude evitar preguntarme cómo se permitió esa represión y tantas otras, cómo el miedo nos paraliza a sociedades enteras y dejamos que se controle nuestra vida.

Tras la rueda de prensa, Corina Opraoe nos confiesa que no está mal ganar este premio para una chica que a los dieciocho años no hablaba una sola palabra de español. Le aconsejo que recuerde la ilusión con la que se presentó al premio cuando le fallen las fuerzas por el ritmo de la agenda.

Estamos contentas, es el primer premio Tusquets a una persona no nacida en España. Antonio Orejudo acierta al señalar que ahora nuestra tradición y memoria histórica se ensancha con los testimonios de estas generaciones de nuevos compatriotas y de las venideras.

Por la noche celebramos el fallo, nos reunimos escritores, editoras, agentes, periodistas y libreras, es decir, lo peorcito de cada casa. Bebemos, siempre más de la cuenta, nos reímos de nuestros fracasos, nos quejamos de nuestro estrés, de lo precario del sistema, de los mil trabajos que debemos mantener, eventos y actividades.

Motivados por la euforia del encuentro, cerramos algunos bares. Por un lado no quiero abandonar la reunión, Puri quiere llevarnos a bailar, pero por otro debo volver para escribir esta columna y madrugar para redactar un par de informes. Nos encaminamos a otro local cuando a Pablo le suena el reloj, le avisa de que es el momento de ir a la cama si quiere dormir las horas mínimas recomendadas, las calcula con referencia a la alarma que tiene programada para llegar a tiempo al aeropuerto. Es un reloj que cuesta más que el sueldo de un mes del salario mínimo interprofesional y que controla, siempre por el bien de su propietario, distintos parámetros como las horas y la calidad del sueño, el ejercicio realizado o el cumplimiento de la agenda.  

Así que obedecemos y volvemos al hotel, nos marca la ruta el reloj al que, cariñosamente, he decidido cambiar el nombre y rebautizar, cómo no, como el Ceaucescu.

Escribo desde Barcelona. He venido porque traspaso el premio Tusquets editores de novela a la nueva ganadora. Era mi primera vez como jurado de un premio de esta índole y me suponía una gran responsabilidad. Medité sobre cómo realizar mi trabajo; quizá, como buena friki, podía rellenar una hoja Excel donde valorar distintos criterios como la temática, el lenguaje, la pericia de la trama, la calidad narrativa o la originalidad, (si es que eso tras siglos de literatura existe). Pero no hizo falta, porque por suerte, hay algo orgánico, llamémosle estómago o intuición, que te avisa de cuándo conectas con una historia, con una voz, cuándo unas palabras escritas sobre blanco toman cuerpo, temperatura y te provocan esa sensación de expansión.

Así que cuando llegué al manuscrito de Corina, y tan solo tras leer las primeras páginas, supe que mucho se tenía que torcer la narración para que no fuera mi apuesta como obra ganadora. Pero lejos de torcerse, me envolvió la historia de una infancia lejos de España, una infancia en la Rumania del dictador, ese del cual, teniendo yo la edad de la protagonista, vi televisar su fusilamiento en directo un día de Navidad.