Patatas fritas

Algunos viernes solíamos comer un grupo de amigos en un restaurante con un menú que anunciaba patatas fritas ilimitadas. Nunca en mi vida me habían hecho una promesa de felicidad así. Si alguna vez os planteáis corromperme o necesitáis que participe en algún asesinato, ya sabéis qué podéis ofrecer.

Bueno, el caso es que era mentira. Nunca hubo patatas fritas ilimitadas. Comíamos muchos platos, es cierto. Pero también lo es que tardaban demasiado entre uno y otro o que la legislación laboral impedía que a las siete de la tarde un grupo de insaciables devoradores de patatas fritas pudiera seguir sentado a la mesa.

Nos enfadaba, eso sí, el que nos mintieran –emosido engañado– con un asunto tan serio. Protestábamos ofreciendo argumentos muy elaborados. Argumentos incontestables. Podíamos comer muchas patatas fritas. Pero no eran ilimitadas.

Era como una campaña electoral permanente. Siempre llegaba después la realidad –con su letra pequeña– a rebajar las expectativas.

Llevamos toda la vida criticando esas prácticas políticas y ahora nos hemos dado cuenta de que puede ser más peligroso cumplir todo lo que ofreciste. Los votantes actuamos muchas veces sabiendo que luego la realidad permite lo que permite, que la democracia no es sino un juego de límites y que la mesa de un despacho impone y obliga más que el atril de un mitin. Salvo para algunos. Hay quienes creen estar fundando el mundo cada mañana. No leen, no escuchan, no saben. Se rodean, como siempre hacen los estúpidos, de gente tan estúpida como ella. Solo los inteligentes aceptan sentar a su lado a alguien más listo. Y cumplen –vaya si cumplen– su programa electoral.

La ciencia política pronto tendrá que abrir una nueva línea de investigación: la desafección originada por el cumplimiento del programa electoral.

Fastidia mucho tener que dar un poco la razón a los de aquel restaurante (mis amigos me van a matar). Pero el restaurante cerró. Ni nos hartamos entonces de patatas ni podemos ahora comer ninguna.