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Sabemos desde hace mucho tiempo que eso de diferenciar entre alta y baja cultura es una gran mentira. Quien lo hace –qué casualidad– siempre se coloca en la que denomina ‘alta’. Y esto aunque, sorprendentemente, suela presentarse como sinónimo de soporífera. En el otro extremo nos encontraríamos una cultura ‘popular’, que es vendida como simple o de fácil digestión. Lo que digo: una estafa.
Gracias a la democratización del acceso a la educación, los bienes culturales han llegado a lugares desconocidos hace siglos. Por otra parte, la cultura pop –que se lo pregunten, si no, a mi amigo el poeta Octavio Gómez Milián– es el termómetro de nuestro tiempo y ha logrado alcanzar, como quien ensaya una pirueta, el prestigio académico o institucional que antaño le fue vedado.
Muchas de las grandes obras artísticas son un cruce de caminos y es quizás en la corriente subterránea que impulsa las manifestaciones populares donde se halla la fuerza que históricamente se ha utilizado para construir los motivos canónicos de la cultura oficial.
Uno de los autores que más ha batallado por develar la falsedad de esta dicotomía es Luis Alberto de Cuenca, con un pie en Tintín y el otro en Calímaco de Cirene. Pienso en Christina Rosenvinge, que hace poco volvió a hacer de Safo una estrella de rock. O me acuerdo también de una tarde lejana de 1997 en la que Enrique Morente –en una sesión del desaparecido ciclo ‘Poesía en el Campus’, dedicada a la poesía popular– dejó claro al inicio de su intervención: “Hoy no voy a cantar; hoy he venido como intelectual”. La ironía que subyacía a sus palabras explicó estas ideas mejor que cualquier tratado.
Pero no todo vale. La calidad de una obra de arte no se mide por que alguien diga que pertenece a la alta o a la baja cultura. La calidad es otra cosa: algo que reconocemos, aunque no podamos definir. Por eso, hay que tener cuidado con el populismo de aquellos políticos que, en el fondo, no esconden sino un profundo desprecio hacia la cultura y hacia su verdadera extensión en la sociedad. En la era de los photocalls y los desguaces nos terminarán por convencer de que las canciones de Rigoberta Bandini son más complicadas de entender que la Metafísica de Aristóteles.
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