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Es el título de un tango y es un tema tan viejo como la humanidad. La tradición literaria de Occidente no se entiende sin una historia escrita hace cerca de tres mil años, que cuenta el regreso de un tipo a su casa. Es cierto que quizás dando mucha vuelta y tomándose su tiempo. Pero es que, como escribiría siglos después otro poeta, era mejor no apresurar el viaje y que este durase mucho. No sé yo.
Volver significa siempre volver a un lugar. A veces, no necesitamos movernos mucho porque nuestro espacio ideal es aquel en el que vivimos cada día. Otras veces, es un lugar en el que fuimos felices y que añoramos. Deseamos volver a nuestro pueblo, volver al sitio en el que pasamos unas vacaciones. O volver, como Donald Trump, a la Casa Blanca.
Nos pasamos la vida soñando con eso, soñando con volver. En realidad, volver es imposible. Porque volver es siempre también volver a un tiempo. Y eso dificulta más las cosas. Violeta Parra quería volver a los diecisiete. Complicado. Aunque siempre nos quedará un consuelo, como canta Arde Bogotá: “Ya no tenemos diecisiete, pero podemos reventarnos igual”. En fin.
Que la vuelta es imposible lo ilustra a la perfección, sin embargo, una vuelta que se produjo en la realidad y que tiene una profundidad que siempre me ha fascinado. La cuenta Jorge Semprún en ‘Federico Sánchez se despide de ustedes’, ese extraordinario libro de memorias que fue también un rejonazo a Alfonso Guerra. Fue Semprún un niño de la alta burguesía madrileña, nieto de don Antonio Maura, cinco veces presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XIII. Su padre, a su vez, ostentó cargos políticos durante la Segunda República. Recién llegados a Lekeitio en julio de 1936 para pasar las vacaciones, tuvieron noticia del golpe de Estado y en septiembre salieron al exilio. Su padre trabajó en la embajada española en La Haya y, acabada la guerra, Semprún se quedó a vivir en Francia, que se convertiría ya en su (otro) país. Tenía quince años. La historia que sigue es conocida: participaría en la Resistencia, estaría preso en el campo de concentración de Buchenwald, sería un agente clandestino del Partido Comunista de España, alcanzaría altas cotas de poder en la organización y, finalmente, sería expulsado de ella. Se dedicó a la literatura y el cine. En 1988 Felipe González lo llamó para ser ministro de Cultura. Cuando llegó de París a Madrid, un coche lo condujo al que iba a ser su apartamento, recorriendo calles que le resultaron muy familiares. Al subir al piso y descorrer las cortinas, se encontró de frente con las ventanas de la casa que había dejado para irse a pasar aquel verano. Había vivido mil vidas y ahora era el ministro de Cultura de ese país, que ya era también otro país.
Jaime Gil de Biedma –“compañero de largos paseos e interminables conversaciones nocturnas”, cuenta Semprún– ya lo había entendido muy bien en un poema titulado, precisamente, “Volver”. Sus versos finales dicen: “Volver, pasados los años, / hacia la felicidad / –para verse y recordar / que yo también he cambiado”.
Volver siempre. Para no volver nunca.
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