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Conspiraciones
Qué noche la del domingo. Fue tanta la diferencia entre la virtualidad intangible de las encuestas y la realidad del recuento que no han tardado en surgir voces denunciando un pucherazo electoral como aquellos que Cánovas y Sagasta organizaban durante los años de la Restauración Borbónica. Es inevitable: la sombra de la conspiración siempre planea sobre cualquier hecho que saque los pies del tiesto, y nos hacen albergar la esperanza de que el género humano, generalmente chapucero, es capaz de poner en marcha un complejo entramado de mentiras y corrupción que nadie descubrirá nunca. La realidad suele ser siempre mucho más prosaica.
Existen demasiadas garantías, empezando por los interventores de los partidos que comprueban, cuentan y recuentan hasta el último voto, para insinuar siquiera la posibilidad de un amaño electoral en España. Digerir la derrota cuesta, y entre tanta desilusión, impotencia y desencanto siempre hay alguien que pierde la vertical y acaba abrazado a una farola, vomitando bilis. Por otro lado, la hipótesis de que un ministro que fue grabado en su propio despacho conspirando -esta vez sí- contra rivales políticos pudiera encagarse de un asunto tan complejo es sencillamente descabellada.
La prueba definitiva, sin embargo, la aportó el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que después del triunfo ofreció a sus seguidores uno de los discursos más estrafalarios de la historia de la democracia española. Rajoy salió al balcón, puede que ligeramente bebido, cosa que en esta columna estamos lejos de censurar, y se dedicó a decir buenas noches y muchas gracias una y otra y otra vez. Entre balbuceo y balbuceo aseguró que la bandera del Partido Popular es la bandera de España y aprovechó para recalcar que la verdadera vencedora del domingo había sido la democracia. Alguien que amaña unas elecciones se hubiera tomado la molestia de armar un discurso coherente.
Rajoy, por cierto, pequeño paréntesis, lo hubiera tenido verdaderamente difícil en la Atenas clásica, donde el alcance de los políticos se medía por su talento a la hora de dirigirse a sus conciudadanos en el ágora. La Historia de la Guerra del Peloponeso, el monumento de Tucídides, contiene decenas de discursos brillantes, todos ellos con sus tesis, sus antítesis, sus hipótesis y sus argumentos. El discurso de Rajoy en el balcón de Génova dos mil quinientos años después de Tucídides, cerramos paréntesis, es la prueba definitiva de que no siempre se avanza hacia delante.
Volviendo al origen del conflicto, no hay nada de extraño en la disparidad entre lo que señalaron las encuestas a pie de colegio electoral y lo que dijeron las urnas: en estadística siempre hay margen de error y la gente miente. Es quizás el hecho más trascendente que nos dejan unas elecciones que solo son el primer capítulo de una novela que no ha hecho más que empezar y a la que le quedan muchas páginas de posibles pactos, reuniones, llamadas, alianzas y desacuerdos hasta que se logre formar Gobierno. No solo los votantes se dejaron llevar por el miedo -una motivación tan legítima como cualquier otra- a la hora de dejar la papeleta en la urna; también el miedo -o el sentimiento de culpa- se llevó por delante a los chicos de las encuestas.
Qué noche la del domingo. Fue tanta la diferencia entre la virtualidad intangible de las encuestas y la realidad del recuento que no han tardado en surgir voces denunciando un pucherazo electoral como aquellos que Cánovas y Sagasta organizaban durante los años de la Restauración Borbónica. Es inevitable: la sombra de la conspiración siempre planea sobre cualquier hecho que saque los pies del tiesto, y nos hacen albergar la esperanza de que el género humano, generalmente chapucero, es capaz de poner en marcha un complejo entramado de mentiras y corrupción que nadie descubrirá nunca. La realidad suele ser siempre mucho más prosaica.
Existen demasiadas garantías, empezando por los interventores de los partidos que comprueban, cuentan y recuentan hasta el último voto, para insinuar siquiera la posibilidad de un amaño electoral en España. Digerir la derrota cuesta, y entre tanta desilusión, impotencia y desencanto siempre hay alguien que pierde la vertical y acaba abrazado a una farola, vomitando bilis. Por otro lado, la hipótesis de que un ministro que fue grabado en su propio despacho conspirando -esta vez sí- contra rivales políticos pudiera encagarse de un asunto tan complejo es sencillamente descabellada.