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Lluvia

Durante el primer verano que viví en Santander llovía. Nadie se había planteado todavía construir el Centro Botín y llovía. El alcalde acababa de inaugurar el funicular del Río de la Pila y llovía. Me costaba ubicarme y llovía. Vivía a la salida del Túnel de Tetuán, un poco más arriba de la rotonda de los delfines y llovía. Diez minutos hasta la playa y llovía.

No pretendo elaborar una teoría sobre el clima oceánico ni contradecir el Instagram del presidente Revilla, pero la mayoría de mis recuerdos de Cantabria conservan trazos de aquella lluvia segura de sí misma que a veces caía de lado y resultaba siempre admirable en su persistencia. Para alguien habituado a 120 días de sol entre junio y octubre la experiencia resultaba extraña y perturbadora.

Mi familia, mientras tanto, me contaba historias terribles de tardes a 45 grados, de calles a la parrilla, de coches hirvientes, de junglas de moscas. Yo me abrochaba el cuello de la camisa. Aquel verano unos franceses borrachos robaron la bandera de Puertochico. Uno de mis primeros trabajos consistió en cubrir para un periódico el rescate de un gato atrapado en el primer tramo de las escaleras mecánicas que suben desde Numancia hasta General Dávila. Yo hacía preguntas. El acento me delataba. Aprovechaba cualquier resquicio de conversación para quejarme de la lluvia. Alguien me explicó que el gato maullaba por las noches, que los vecinos lo alimentaban a través de las rendijas del engranaje de la escalera y que la lluvia es un paisaje que requiere una mirada profunda. El gato fue rescatado ileso.

Los veranos lluviosos tienen algo de experiencia incompleta. Un día de sol encajonado entre dos atardeceres nublados cotiza alto en el ánimo de un andaluz expatriado. Esos días escasos tienen el brillo de una juventud malgastada. La bahía se agranda, el cielo parece recién pintado, los barcos en el Barrio Pesquero se sacuden el polvo y se impacientan sobre el agua como estudiantes en la última clase del viernes. No se sabe lo que es el sol hasta que se pierde. Del mismo modo, no se conoce la lluvia hasta que se encuentra. Yo aprendí, de la lluvia, durante aquellos meses, y durante todos los meses que vinieron después, que ningún verano soleado tiene la intensidad de un verano a ratos.

Durante el primer verano que viví en Santander llovía. Nadie se había planteado todavía construir el Centro Botín y llovía. El alcalde acababa de inaugurar el funicular del Río de la Pila y llovía. Me costaba ubicarme y llovía. Vivía a la salida del Túnel de Tetuán, un poco más arriba de la rotonda de los delfines y llovía. Diez minutos hasta la playa y llovía.

No pretendo elaborar una teoría sobre el clima oceánico ni contradecir el Instagram del presidente Revilla, pero la mayoría de mis recuerdos de Cantabria conservan trazos de aquella lluvia segura de sí misma que a veces caía de lado y resultaba siempre admirable en su persistencia. Para alguien habituado a 120 días de sol entre junio y octubre la experiencia resultaba extraña y perturbadora.