Resulta que lo de «hagamos que América vuelva a ser grande» Trump no lo decía en un sentido intensivo, sino extensivo. No se refería a la recuperación de los valores que alguna vez ese país parecía representar, sino a ampliar el rancho. Ha puesto en su lista a Canadá, Groenlandia y Panamá, apunta a México y, a través de su escudero Musk —escudero o némesis, todavía está por ver—, quiere asumir abiertamente los destinos del Reino Unido, esa cabeza de puente que los Estados Unidos de América, y no «América» —conviene insistir más que nunca en el matiz toponímico— tienen establecida en Europa desde, por lo menos, 1940, cuando sellaron la llamada Relación Especial. El modus operandi y los objetivos que nos muestra ahora Trump no son especialmente novedosos, pero quizá nadie hasta ahora ha sido tan didáctico. En los últimos años, con apenas un poco más de discreción, sus predecesores —también él en un primer mandato— han puesto lo mejor de sí mismos en triturar el derecho internacional y siguen en esa tarea. Algo que, entre otras cosas, ha dejado al descubierto la tristísima hipocresía, debilidad y cobardía de una Europa económica, cultural y militarmente colonizada y ahora definitivamente sacrificada en inciertas jugadas geoestratégicas. Y si bien es verdad que en la etapa que se nos viene encima será Trump quien lleve la batuta, personalizar el asunto sería un error al que algunos quieren inducirnos. La aparente demencia que el personaje manifiesta viene de lejos y no es tan excepcional como parece. Es la de un país entero agravada por la coyuntura. La suya y, por extensión, la de la civilización que lidera.
California es el estado donde hay más millonarios estadounidenses de los que figuran en la Lista Forbes 400, los más acaudalados. Se trata de magnates del sector tecnológico, del inmobiliario, del comercio electrónico, inversores de capital riesgo o brókeres financieros. A su lado, las estrellas cinematográficas son unos pelagatos con una función meramente decorativa. Muchos de ellos, como Jeff Bezos —o como el mismo Elon Musk hasta hace poco—, poseen en Los Ángeles, la ciudad de ese estado que empezó a arder el siete de enero, cotizadísimas mansiones que, como se está viendo, son tan vulnerables al fuego como el más humilde bungaló. En su locura, esa gente ha llegado a creer que los incendios son asuntos particulares, igual que el clima, la sanidad o la seguridad ciudadana. Del mismo modo que se dotan de potentes sistemas domóticos de climatización y vigilancia, o que contratan guardaespaldas privados y pagan carísimos seguros sanitarios, cada uno se costea una brigada particular de bomberos que, cuando las brasas vuelan a ciento cincuenta kilómetros por hora, demuestran no servir de gran cosa. Como mucho, para sobrevivir en un entorno calcinado que muy probablemente acabarán abandonando. No en vano pertenecen a una estirpe descendiente de Atila —de su caballo, más bien—, que ahora mismo está pensando en ponerse a cavar en Groenlandia en busca de recursos naturales estratégicos (lo que queda de ellos). También quieren hacerse con aquel país para asegurarse futuras tierras de cultivo, toda vez que saben que buena parte de las actuales quedarán arrasadas por los efectos de la crisis climática y la agricultura intensiva. Y quieren apoderarse de él para, sobre todo, controlar la futura ruta comercial ártica con la que sueñan. No solo no están haciendo nada para frenar los daños del ecosistema, sino que están ansiosos porque el hielo polar se derrita de una vez para disponer de una nueva «autopista marítima», algo que, según calculan, al paso que vamos será factible a mediados de siglo y dejará obsoletas las actuales rutas que, hoy por hoy, siguen siendo imprescindibles (Suez y Panamá). Parecidos argumentos hay detrás de la idea de anexionarse Canadá, y conociéndolos —los argumentos y a quienes los esgrimen— puede que no parezca del todo impensable que, de un modo u otro, consigan ambas cosas.
«Que sera, sera», que decía Doris Day en italiano macarrónico (o español; no está claro). La cuestión es que a la locura que sufren el manicomio le viene cada vez más pequeño, y trata de expandirse vestida con llamativos disfraces que —algo es algo— cada vez engañan a menos gente. Se visten de progreso, democracia o libertad, lo que ellos entienden por todo eso, y entre los pliegues del disfraz esconden unos cuantos misiles por si hay que convencer de la bondad de sus intenciones a los más escépticos. A los demás acaban llevándonos al huerto señalándonos al puñado habitual de enemigos del género humano, empezando por los terroristas —que hoy lo son y mañana no, e incluso mutan a veces en heroicos libertadores—, y acabando por cualquiera que se les atraviese, da igual que sean rusos, chinos o legisladores europeos que intentan poner freno a su tóxica política mediática. También, dicen, hemos de estar muy atentos a la superpoblación. Si hay hambre en el mundo es porque los pobres paren más de lo conveniente y lo llenan todo de emigrantes. Por culpa de ellos somos ya ocho mil millones y subiendo. Pero el caso es que, hace poco, un usuario de Reddit calculó el tamaño que tendría una albóndiga si la hiciéramos triturando a todos los humanos del planeta, y resulta que, sin comprimir, respetando la densidad media del cuerpo humano, cabríamos todos en un mondongo de un kilómetro de diámetro, poco más que el ancho de Central Park. Otro matemático ocioso visualizó el asunto amontonando a la humanidad sin picar en el Gran Cañón, y el resultado fue algo parecido a un termitero que apenas sería visible desde unos pocos quilómetros de distancia. Esas curiosas imágenes se pueden ver en Internet, y viéndolas uno se pregunta cómo es posible que una especie tan insignificante cuantitativamente esté poniendo en jaque al planeta, sobre todo teniendo en cuenta que el 90% del personal se conforma con un poco de espacio para estirar las piernas y con poder comer un par de veces al día.
El caso es que, desde que a finales del siglo XVIII Thomas Malthus dijera que somos demasiados, se ha extendido la opinión de que la superpoblación acabará con todo. Ahora mismo se la acusa de provocar la pérdida de diversidad, del aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la escasez de agua y de alimentos, de la propagación de epidemias o la proliferación de guerras y los consiguientes desplazamientos masivos de población. Y al rebufo de los agoreros que afirman esto, hay unos optimistas (en realidad, los mismos) que dicen que el crecimiento económico es la respuesta a tanto problema, porque a medida que la economía se expande, el uso de recursos se vuelve cada vez más eficiente. Ergo, no nos hemos de preocupar si algún recurso natural se agota, según ellos. Cuando eso sucede, el sistema de precios renuncia a continuar explotándolo —lógico, si deja de ser rentable— e incentiva la aparición de otros, como demuestra el caso de las energías renovables y el entusiasmo actual de los mercados con todo lo relativo a la «sostenibilidad». La argumentación parece algo cínica, y a ella se oponen otros optimistas —esta vez sinceros— que dicen que hambre la ha habido siempre independientemente de cuántos hemos sido, y que la causa ha sido «la pobre distribución de la abundancia», como sentenció Engels cuando éramos poco más de mil doscientos millones [Elementos de una crítica de la economía política, 1843]. Están convencidos de que la superpoblación no es la amenaza porque, aunque de manera desigual, en general las expectativas de vida aumentan, la pirámide poblacional envejece y la tasa de reemplazo (la cantidad de hijos que permite mantener constante el número de habitantes), baja hasta el punto de que empieza a ser negativa en muchas partes del mundo y, según vaticinan, pronto lo será a nivel global. En cuanto a la presión excesiva sobre la naturaleza, esta no la causa el número de habitantes, sino la sobreproducción, el hiperconsumo y la acumulación. La provoca un modo de vida voraz de la que es guía y ejemplo esa élite que aspira o aspiraba a tener una casa en Malibú. Esos, y todos los que poseen acciones del escaso centenar de empresas que, solo ellas, son responsables del 75% de las emisiones mundiales de CO₂, esas que ahora mismo están impacientes por meter el morro en las tierras vírgenes de Groenlandia y ponerse a hurgar ávidamente allí como cerdos en busca de trufas.
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