Un acto de vida
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Como es bien sabido, todos los andaluces llevan aros en las orejas. Los lectores de Blasco Ibáñez sabrán de dónde viene esa afirmación; por lo menos, si conocen también al autor que contaba la anécdota allá por 1934, en Blasco Ibáñez y el cinematrógrafo (La Nación, de Argentina): Corpus Barga, de quien ya se ha hablado someramente en esta columna. Una noche, «los grandes señores de la industria» del cine le preguntaron si estaba «satisfecho» con las películas que hacían con sus novelas, y el escritor valenciano contestó que sí, que estaban muy bien, pero que no entendía a qué venía lo de «poner pendientes a los andaluces». Sin entrar en consideraciones de fondo, Hollywood era y es una cadena de montaje de estereotipos y, según parece, la velada protesta sólo sirvió para que, a partir de ese momento, se tiraran «del lóbulo» cada vez que se cruzaban con él y «pusieran más pendientes» todavía. Sin embargo, Blasco Ibáñez no tenía nada contra los clichés, que usaba con premeditación; lo tenía contra «los enojosos anacronismos», como había declarado en una entrevista publicada en El Imparcial (1916) donde dejaba clara su intención de llevar Sangre y arena al cine para poner en ella «esa pompa de la monarquía, de los duques, de las corridas y de las procesiones». Lógicamente, la prensa monárquica reaccionó mal, e insistió en su acusación de deformar la imagen de España tras la versión original de Hollywood, también atacada, aunque no por los mismos motivos, por críticos tan respetables y avanzados como el autor de El monstruo, Antonio Hoyos y Vinent, quien le recriminó que hubiera permitido una «arbitraria y fea» adaptación de su obra (ABC, 1928). Por supuesto, y como ya se ha dicho, el famoso decadentista se refería a la película de Fred Niblo, no a la primera, que se había rodado en España porque Blasco Ibáñez rechazó varias ofertas de «empresarios de los Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia y de Rusia»; y precisamente las rechazó para evitar una «españolada» con «majas de Batignoles y toreritos de Chicago».
Cuando Hollywood descubrió sus novelas, ya había tres en la gran pantalla: Entre naranjos, de Alberto Marro; La barraca, de José María Codina (con el título de El tonto de la huerta) y, en efecto, Sangre y arena. No era muy habitual que un escritor se pusiera detrás de una cámara y dirigiera su propio texto, pero eso fue lo que hizo Blasco Ibáñez, adelantándose como director a Jacinto Benavente (Los intereses creados) y abriendo un camino que quizá habría seguido si hubiera tenido más suerte con su productora, Prometeo Films, dependiente de la Sociedad Editorial Prometeo. Por desgracia, los problemas de presupuesto y algunos contratiempos familiares lo llevaron a abandonar temporalmente su pasión por el cine, en el que había descubierto una forma expresiva de enormes posibilidades y, sobre todo, un gran negocio en potencia. Blasco Ibáñez, hombre multifacético, aventurero y empeñado en vivir («el día que usted escriba sus memorias, habrá escrito la más interesante de sus novelas», le había dicho Anatole France), no creía que las estrecheces fueran buenas para nadie, artistas incluidos; en ese sentido, compartía la opinión que había expresado Benavente en El teatro del pueblo (1909), ironizando sobre los «cuatro poetas que se embozan en invierno con la lira» para convencer al mundo de que «la necesidad es la madre del genio y la miseria, su mayor acicate». De haber vivido más tiempo, es posible que hubiera matizado el entusiasta y generalizado dictamen sobre el alcance artístico del «séptimo arte» que emitió en el prólogo a El paraíso de las mujeres (1922); a fin de cuentas, el texto —pensado como sostén y casi guion de una película que no se llegó a realizar— también añadía un comentario sobre las circunstancias en las que «abominaría» de él; pero, en cualquier caso, no habría llegado a ver la máquina de pastiches y efectos especiales que hartó al final a Billy Wilder y compañía y, de todas formas, los hechos demostraban que, estando Hollywood de por medio, era obvia e indiscutiblemente más rentable que la literatura.
Como tantas veces, la casualidad tuvo algo que ver. En una carta publicada por la revista de la editorial Cosmópolis en noviembre de 1919, él mismo confesó lo sucedido: la traductora y escritora Charlotte Brewsten Jordan —que había viajado a España tras perder a su hija y divorciarse de su esposo— le compró por mil dólares «el derecho a traducir Los cuatro jinetes del Apocalipsis y, poco después, para asombro de Blasco Ibáñez, se encontró con un «éxito enorme, brutal, aplastante, como es siempre allá» y estaba recibiendo cuarenta veces más por la edición en papel en Estados Unidos; una fortuna para la época, que quedaría en ridículo frente a los 170.000 de entrada que le ofreció Hollywood para llevarla al cine. Pero el autor que había conseguido lo que sueñan tantos autores y autoras y ninguno consigue, el «hombre de acción» —vuelve a hablar Barga— que contrataba aviones de su bolsillo para soltar pasquines republicanos sobre las capitales españolas y no le hacía ascos a acabar en la cárcel por sus ideas, siguió siendo el adolescente que se fugó de Valencia para ir a la capital y trabajó como amanuense del novelista sevillano Manuel Fernández y González, el rey del folletín, hijo de un capitán de Riego y autor de más de 200 obras. De noche, mientras su jefe dormía, él escribía; y si no escribía, emulaba al joven y no tan joven Galdós, perdiéndose por la ciudad y empapándose de lo que le llevaría a una obra quizá menos conocida que La araña negra, Cañas y barro o Arroz y tartana y, no obstante, fundamental para entender su espíritu: La horda (1905). Blasco Ibáñez no era un revolucionario, ni un bohemio como Pedro Luis de Gálvez, Pedro Barrantes y Alejandro Sawa, de quien se cumple este 3 de marzo el aniversario de su muerte; pero hasta en 1905, siendo diputado republicano en el Congreso y habiendo sustituido su viejo cuchitril de la calle Segovia por una casa en la Castellana, seguía cerca de «los traperos de Tetuán», los «obreros de Cuatro Caminos y de Vallecas», «los mendigos y vagos de las Peñuelas y las Injurias» y «los gitanos de las Cambroneras», como Isidro Maltrana en esa pequeña joya de «la belleza, el atractivo y la monstruosidad de Madrid».
Quien no conozca a fondo sus obras (las versiones de Hollywood son asunto aparte, con permiso de Rodolfo Valentino y Tyrone Power) y quiera hacerse una idea de hasta qué punto lo apreciaba el pueblo, sólo tiene que fijarse en los cientos de miles de personas que se echaron a la calle a despedirlo cuando trasladaron sus restos mortales a Valencia o, si lo prefiere, en el más que simbólico y relevante detalle de que la actual calle Princesa de Madrid llevara su nombre durante la guerra. Con independencia de que no necesitara esas cosas, Vicente Blasco Ibáñez jamás calló como otros a cambio de «honores oficiales», del apoyo de «los grandes diarios» o de que «Alfonso XIII me diese algún día la mano, dedicando elogios a mis novelas» (Lo que será la República); se había arriesgado muchas veces y, aunque abandonó su actividad política durante varios años («no soy un político; no lo he sido nunca —llegó a asegurar—. Soy un romántico de la República»), volvió a la sangre y la arena de la «primera línea, donde se reciben los golpes más terribles» y se pueden devolver «más directos y certeros» cuando se le necesitó. En 1924, tras el viaje de La vuelta al mundo de un novelista, escribió un texto (La nación secuestrada) del que extraigo un fragmento que, desde mi punto de vista, define perfectamente el espíritu del autor que había logrado que Hollywood se rindiera a sus pies y que una de sus obras fuera la novela más leída del mundo: «¿Tienes derecho, egoísta —me decía una voz interior— a permanecer impasible viendo la anormalidad en que vive tu país, como si fueses un hombre sin patria? La mejor de las ficciones novelescas que puedas inventar permaneciendo tranquilo no valdrá nunca lo que un grito de protesta, sincero y enérgico, ante la cruel situación de los tuyos». Todo en él había sido «un acto de vida», afirmó Unamuno en su necrológica. Lo sigue siendo.
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