Disney rebaja los mensajes de advertencia del racismo de sus películas porque ya no le resulta rentable preocuparse por la diversidad
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A pocos días de confirmarse la reelección de Donald Trump, a finales de noviembre del año pasado, la revista Newsweek publicó un artículo ilustrado con el zapato del nuevo presidente de Estados Unidos a punto de pisotear a un aterrado Mickey Mouse. El titular, Disney tiene un problema con Trump, sintetizaba la angustiosa situación a la que las últimas elecciones presidenciales podrían haber abocado a The Walt Disney Company. La relación de la Casa del Ratón con el Partido Republicano, lleva tiempo siendo, por decirlo así, mejorable. Como en general siempre lo ha sido entre Trump y la industria de Hollywood, pues el magnate la considera un salvapantallas del Partido Demócrata.
Esto último explica por ejemplo que una de las muchas rocambolescas medidas que ha tomado Trump según asume nuevamente la presidencia haya sido nombrar “embajadores” en Hollywood: celebridades afines que intentarían usar su influencia para modificar la mala imagen que el presidente suele tener en esos círculos. O algo así: más allá de que el nombramiento apele a Mel Gibson, Sylvester Stallone y Jon Voight, no se sabe muy bien cuál será exactamente su modus operandi, aunque la inquietud de Trump parezca toparse justo ahora con un motivo de peso.
En Capitán América: Brave New World, producida por Marvel (subsidiaria de Disney), el nuevo presidente de los EEUU se convierte en un Hulk Rojo que pone en peligro a la ciudadanía. Es difícil no ver un nexo con Donald Trump ahí, como también lo es pensar que su reelección no tiene nada que ver con un reciente cambio en el catálogo de Disney+. A mediados de esta semana los rótulos que introducían clásicos como Dumbo o Peter Pan advirtiendo del racismo que abanderaban fueron severamente recortados: ahora solo se lee que “este contenido se presenta tal y como se creó originalmente, y puede contener estereotipos o representaciones negativas”. Además, Disney ha borrado su página corporativa Stories Matter (consultable en Archive.org) donde hablaba del “esfuerzo” que estaba haciendo la compañía para, como “narradores”, “defender de manera consciente, decidida e incansable el espectro de voces y perspectivas de nuestro mundo”. En ella se explicaba por qué se habían introducido las advertencias y se daban algunos ejemplos de ese tipo de contenido, como “la caricatura racista” de los asioamericanos en Los aristogatos.
Son los mismos rótulos de cuando Disney+ salió al mercado en 2019, y por tanto eliminan la amplia actualización que habían experimentado un año después (aún mantenida en lugares como España): “Este contenido incluye representaciones negativas o tratamiento inapropiado de personas o culturas. Estos estereotipos eran incorrectos entonces y lo son ahora”, leíamos entonces. “En lugar de eliminar este contenido queremos reconocer su impacto nocivo, aprender y fomentar que se hable sobre él para crear entre todos un futuro más inclusivo. Disney se compromete a crear historias con temas inspiradores que reflejen la rica diversidad de la experiencia humana en todo el mundo”.
Al parecer Disney ya no se compromete a nada, en lo que apunta a ser un gesto de buena voluntad hacia Donald Trump que va más allá de la sombra de ese gran pisotón sobre su cabeza.
Disney y el neoliberalismo progresista
Los primeros días de mandato de Trump han sido un huracán. Podemos sacar en claro de este el apoyo militante de las élites de Silicon Valley —Zuckerberg, Bezos, obviamente Elon Musk—, y la determinación de Trump de acabar con las DEI. Esto es, las políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión, que ciñéndonos al cine acostumbran a sobrevolar la producción de Disney desde el consabido ímpetu woke. Ese que habría conducido a la introducción de perfiles diversos en los elencos de Star Wars o Marvel, o a esos remakes que a causa del color de piel de la protagonista —La sirenita, el inminente remake de Blancanieves— se ganan la hostilidad de los conservadores.
Las grandes empresas tecnológicas, en su día proclives a un pinkwashing muy emparentado con los filmes de Disney, no han visto ningún problema en desdecirse y aliarse con Trump, en un llamativo cambio de postura con respecto al primer mandato del republicano (2017-2021). Acaso se explique dicho cambio a partir de que, en su día, las élites consideraran a Trump una experiencia pasajera, o sin el suficiente poder dentro del entramado gubernamental. Esta sensación habría facilitado que, ante la sucesión de episodios como el MeToo o el fortalecimiento del Black Lives Matter tras la muerte de George Floyd, dichas élites mostraran un apego afable, cuando no entusiasta, a las DEI.
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Justamente la ampliación de los disclaimers en Disney+ en octubre de 2020 es inseparable de la conmoción que causó lo ocurrido con Floyd en la sociedad estadounidense, con la Casa del Ratón queriendo corresponder de alguna forma al momento histórico. Parecía de recibo contextualizar imágenes tan problemáticas como los cuervos de Dumbo o los nativos americanos de Peter Pan, si bien no tanto traer de vuelta al catálogo una película como Canción del sur (filme de 1946 que nunca se ha querido recuperar en streaming, por su denodado racismo). Siendo una medida cosmética, implicaba adscripción a las DEI y, en particular, al programa del Partido Demócrata.
Todavía lejos de los extremos a los que ha llegado la plana mayor de Silicon Valley, en Disney se viene percibiendo un viraje desde antes de que Trump ganara las últimas elecciones. Ha sido a través de pequeños gestos como la propia edición de los disclaimers, y no obstante gestos muy elocuentes. Tras una temporada alejada de X, en los últimos meses Disney había querido volver a comprarle espacios publicitarios a Elon Musk. Mientras que Bob Iger, CEO de la compañía, ha dejado de apoyar económicamente la campaña del Partido Demócrata tras haberlo hecho con regularidad en elecciones previas. Esto es todavía más curioso, si cabe, cuando caemos en la cuenta de que la favorita para suceder a Iger el año que viene, Dana Walden, es amiga íntima de Kamala Harris.
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Disney ha ido tomando precauciones, pues, ante lo que podría implicar el regreso de Trump a la Casa Blanca. Y las ha tomado no como una empresa preocupada honestamente por la justicia social, sino como una empresa y punto. Esta repentina cercanía al entorno trumpista proviene de un sentido común que apela igualmente al Partido Demócrata (hoy en franca crisis) y que Dylan Riley llama en New Left Review “neoliberalismo progresista”. Es un paradigma antidiscriminatorio que data de principios de los años 70 y que incluso fue instaurado por un presidente republicano, Richard Nixon.
Un paradigma que no ha dejado de mostrar carencias en los últimos años. No solo por la ofensiva ultraderechista, sino por su misma genealogía. Que es mera fachada, el alivio de la justicia social a través exclusivamente del individuo y el mercado. Que puede aplaudir el Partido Demócrata a través de rótulos y remakes inclusivos mientras no se plantea, ni por un segundo, dejar de apoyar las políticas genocidas de Benjamín Netanyahu en Israel.
Todo empezó en Florida
Disney surcó la ola del neoliberalismo progresista, básicamente desde que este fuera constituido. Son bien conocidas las convicciones conservadoras de Walt Disney, su fundador, pero estas quedaron mayormente desactivadas con su fallecimiento a finales de los 60 y la gestión a partir de entonces de diligentes ejecutivos muy interesados en cómo iban avanzando los ánimos de la sociedad (y en cómo podían lucrarse más hábilmente con ellos). El fantasma woke no es más que una evolución de este interés, el meticuloso estudio de las nuevas segmentaciones de mercado, y hubo un punto en que parecía lo bastante rentable como para que Disney desafiara la censura de mercados extranjeros con legislaciones homófobas. Caso de Eternals o West Side Story.
También de Lightyear, pero ese pequeño beso lésbico nos conduce a ruidosos matices al leer la enemistad que comparten Disney y Trump (y que a Disney le gustaría apaciguar). Ese beso fue reincorporado a Lightyear luego de haber sido eliminado de los primeros montajes de la película de Pixar, en el marco de la mayor crisis de relaciones públicas que ha atravesado la Casa del Ratón en los últimos años. Ocurrió en marzo de 2022, cuando varios empleados de Pixar aseguraron que la directiva de Disney había echado sistemáticamente para atrás los intentos de introducir elementos LGTBIQ+ en sus películas. No pillaba de nuevas, pues entonces estaba al frente Bob Chapek como CEO, y las sospechas de su conducta homófoba tenían cierto recorrido.
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¿Quizá injustamente? Antes de llegar al poder en 2020 sucediendo a Iger —que menos de dos años después tuvo que retomar el puesto por la penosa gestión de Chapek—, el ejecutivo Joel Hopkins reclamó que desde su salida del armario había visto congeladas sus posibilidades de ascender en la empresa, y demandó a Disney por discriminación. También antes, ultimando la compra de Fox en 2019 y el consiguiente cierre de su estudio de animación BlueSky, Disney canceló la producción de Nimona pese a estar casi completada. Nimona, que finalmente vio la luz en Netflix cuatro años después, habría sido la primera película animada con clara temática LGTBIQ+ de Disney.
Pero eso no debía de interesar, como tampoco le interesaba a Chapek que Todos hablan de Jamie (otro proyecto heredado de Fox) contara en Disney+ su historia de un adolescente gay que soñaba con ser drag queen: por eso le vendió la película a Amazon y se estrenó en su catálogo. En resumen, había suficientes motivos para dudar del compromiso de Disney con la diversidad sexual. Pero el punto de ruptura llegó definitivamente con la llamada ley Don’t Say Gay. Su promulgación en el estado de Florida coincidió justamente con las reclamaciones de los animadores de Pixar.
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Así nos reencontramos con la clave de la progresiva pleitesía de Disney a los republicanos, una vez las afinidades políticas revelan su verdadero pelaje y resulta ser… el de los negocios. Disney tiene negocios muy importantes en Florida, gobernada desde hace años por el gran hombre republicano tras Trump y aún hoy su posible sucesor: Ron DeSantis. En Florida están Walt Disney World Resort, y miles y miles de puestos de trabajo de Disney, con lo que la empresa se ha venido beneficiando históricamente de exenciones fiscales, puestas en peligro a raíz de la susodicha ley Don’t Say Gay.
Esta normativa, avanzadilla de la actual cruzada de Trump contra los derechos LGTBIQ+, impide desde mediados de 2022 que los colegios de Florida traten temas de orientación sexual y de género, y veta las ayudas a estudiantes y profesores alejados de la heteronorma. Es una ley que debería ser incómoda para Disney y que, sin embargo, no impidió que la empresa continuara haciendo donaciones a los republicanos mientras la tramitaban. Cuando esto se descubrió hubo, naturalmente, amplias manifestaciones frente a la sede de Disney. Y, naturalmente, una compensación posterior: Chapek fue destituido, el beso de Lightyear recuperado para hacer llorar a los de siempre, y Disney frenó los donativos a políticos de cualquier espectro en Florida, desencadenando la ira de DeSantis.
DeSantis y Disney han estado enzarzados desde entonces en un litigio por la situación fiscal de la Casa del Ratón en Florida, que parecía haberse normalizado en marzo de 2024. Ahora que el Partido Republicano tiene más poder que nunca Florida sigue siendo una buena vía para pisotear a Mickey Mouse, y no le resultará muy difícil. Al fin y al cabo la tibieza política de la que siempre ha hecho gala la Casa del Ratón lo ampara, y no está de más recordar entonces la primera e instintiva reacción de Chapek cuando se descubrió el pastel en 2022: dijo que oponerse abiertamente a aquella ley homófoba “sería contraproducente”. Tan contraproducente, en fin, como oponerse ahora a Trump.
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