Los últimos días de Reino de Redonda, la editorial de Javier Marías que sobrevivió dos años a su muerte
Por si fuera poco haber escrito algunas de las grandes obras de la literatura en español de los últimos treinta años, Javier Marías (Madrid, 1951-2022) aún tuvo tiempo, ganas y entusiasmo para ejercer de editor. Tras dedicarse a la traducción literaria en su juventud, siempre de obras importantes, como Vida y opiniones de Tristram Shandy, de Laurence Sterne, que le valió el Premio de Traducción Fray Luis de León 1979, nunca perdió esa pulsión genuina por difundir aquellos títulos que consideraba significativos. Entonces lo hizo como editor de Reino de Redonda, una pequeña editorial que gestionaba junto a su socia y compañera de vida, Carme López Mercader, que acaba de finalizar la aventura tras 43 publicaciones.
Si algo caracterizaba al escritor madrileño, más allá de sus libros, era su exquisitez. No es ningún secreto que escribía a máquina, tenía a una secretaria encargada de pasar sus manuscritos al ordenador. Desdeñaba de las redes sociales, de la modernidad digital en general, del griterío; y, aunque se mantenía al día de la actualidad, como demostraba en su columna semanal, carecía de cualquier afán de intervenir en la realidad política; era, en el mejor sentido, un intelectual clásico, y apegado a sus clásicos vivía (Shakespeare, Proust, Nabokov, Faulkner, Benet, Conrad, John Ford, Orson Welles, Bach, Schubert).
También su editorial denotaba un gusto primoroso, tanto en la selección de títulos –que eran, por supuesto, de gran altura literaria: Hardy, Dinesen, Auden, Faulkner, Balzac–, como en el cuidado de cada edición; recuperó algunas de sus traducciones, como la antología poética De vuelta al mar, de R. L. Stevenson; rehizo otras, como El espejo del mar, de Conrad; contó con otros traductores de primer nivel, prologuistas compañeros de profesión, como Arturo Pérez-Reverte, Eduardo Mendoza, Anthony Beevor o Zadie Smith; trabajó con minuciosidad la edición, corrección y presentación, sin escatimar en la calidad del papel y la encuadernación, mucho más duraderos que la media.
Son libros de apariencia sobria, elegante, discretos en comparación con las fotografías y las letras relucientes que copan las librerías. Todo lo hacía a su manera, bajo su criterio, no solo de lector selecto, sino de conocedor de los oficios de la edición. En su columna Esta absurda aventura (2008), donde contó la historia de Reino de Redonda, aseguró pagar “el máximo” a los traductores, además de darles la posibilidad de cobrar la mitad por adelantado: “No en balde fui yo traductor en su día y habría deseado ese trato para mí”. Por eso mismo, también publicaba muy poco, apenas tres títulos al año; cada edición conllevaba un proceso largo, atento, sin prisa.
Publicaba lo que lo deslumbraba, lo que creía que debía estar disponible para el público español, ni que fuera un público muy reducido. Desde facetas poco conocidas de autores de renombre a voces inéditas aquí, a menudo con propuestas arriesgadas, nada de carne de best-seller. Novela, relatos, memorias, poesía, ensayo, crónica; de escritores como Vernon Lee, Janet Lewis, Gregor von Rezzori o Benjamin Harris. Tiradas modestas, lanzamientos sin promoción, ausencia de ruido en las redes sociales; de ahí que tuviera, como lamentaba en la mencionada columna, escasa repercusión en la prensa.
Todo eso era obra de dos: él, que se encargaba de elegir los libros y establecer cómo se trabajaría el texto; y su esposa, la editora barcelonesa Carme López Mercader, que se ocupaba del proceso editorial, es decir, de convertir el manuscrito en un libro. Formaban un buen tándem: uno para la parte más idealista, la otra para hacerlo factible sin que él perdiera el tiempo en detalles fatigosos (porque, mientras hacía todo esto, no dejaba de escribir). Reino de Redonda era algo así como una utopía editorial llevada a la práctica; y, desde luego, asumía desde el principio que conllevaría pérdidas. Era una empresa por amor al arte en su sentido más genuino, y tuvo la suerte de poder permitírsela.
El reino y sus ducados
¿Por qué llamarla Reino de Redonda? Javier Marías era editor y soberano del sello, en más de un sentido: como los lectores de Negra espalda del tiempo (1998) saben, tomó el nombre de rey Xavier I del ficticio Reino de Redonda, isla del Caribe y, desde 1880, territorio legendario para literatos de fino humor inglés. Todo comenzó con el británico M. P. Shiel, que aseguró ser el heredero de esa estirpe de nobleza intelectual. Los monarcas fueron sucediéndose, y, dado que el autor madrileño escribió sobre esta isla en su novela Todas las almas (1989), acabó formando parte del linaje. La contribución de Marías como rey fue poner en marcha esta editorial, inaugurada en el año 2000 con La mujer de Huguenin, precisamente de su 'antepasado' M. P. Shiel, unos cuentos fantásticos.
Como todo monarca que se precie, desde 2001 Xavier I hizo valer sus derechos para otorgar títulos nobiliarios, a modo de premio honorífico (y previa deliberación de un jurado), a figuras relevantes de las artes y las letras; entre ellos, los cineastas Pedro Almodóvar, duque de Trémula, y Francis Ford Coppola, duque de Megalópolis; los pensadores Pierre Bourdieu, duque de Desarraigo, y Umberto Eco, duque de la Isla del Día de Antes; y los escritores Claudio Magris, duque de Segunda Mano, J. M. Coetzee, duque de Deshonra, y Alice Munro, duquesa de Ontario. Estos galardones, además de su valor simbólico, tenían una dotación económica a cargo de la editorial (“añadiéndose déficit, para variar”).
Como una broma privada puesta al alcance del lector, así era este Reino de Redonda, la dinastía y la editorial; aunque los libros editados, tan excepcionales, de broma no tenían nada. Eran una extensión de Javier Marías, su faceta como lector: refinado, erudito, con su inconfundible aire british. Era de esperar, en cierta manera, que el proyecto terminara con él. Él elegía y, ante todo, poseía esa inquietud literaria de quien vive entregado a las palabras, al pensamiento, al arte; y no le basta con escribir su obra, sino que, atraído por los mimbres del sector –defendía, a propósito, que traducir era un ejercicio magnífico como aprendizaje para un escritor–, se entregó a la causa con pasión.
Un legado para la posteridad
Tras la muerte de Marías en 2022, su viuda y socia ha decidido poner fin a la andadura de Reino de Redonda. Lo ha hecho después de publicar, este mismo año, Cordero negro y balcón gris (1941), unas crónicas de los Balcanes de la británica Rebecca West, de quien ya habían publicado el ensayo El significado de la traición (1949), y de quien el autor reconocía la influencia de la novela El regreso del soldado (1918) en su Berta Isla (2017). Cordero negro y halcón gris, dos tomos de más de mil páginas de viajes por Europa del Este en pleno auge del nazismo, ilustra a la perfección el espíritu del sello: costoso de producir, destinado a venderse poco y leerse menos; pero de valor indudable.
Además de esta última voluntad de Javier Marías, Carme López Mercader cierra Reino de Redonda con un título propio, Duelo sin brújula, un libro confesional sobre lo que ha sido su vida desde la pérdida de su compañero. El autor madrileño solía decir que era un escritor “de brújula”, en oposición a los escritores “de mapa”, es decir, los que se ponen a escribir con un esquema previo y desde el principio tienen claro a dónde les llevará la historia. Él, en cambio, prefería descubrir ese camino sobre la marcha, de modo que al empezarla solo tenía una noción de aquello que quería abordar, sin trazar un plan.
Carme López Mercader toma esa metáfora: a diferencia de un proyecto creativo, para el duelo no hay brújula posible, como tampoco hay mapa, porque, por mucho que se hable de etapas, cada caso es diferente, cada persona precisa un tempo. Ella se siente perdida desde aquel 11 de septiembre de 2022, cuando dijo adiós a quien, pese a encontrarse él en Madrid y ella en Barcelona, llevaba más de tres décadas de relación. Alejándose de otras memorias sobre el duelo, no relata ninguna reconciliación con la vida, no ofrece consuelo ni tiene pretensión intelectual alguna. Es una confesión descarnada: ha perdido a su compañero, ha perdido su forma de estar en el mundo, se ha perdido a la que ella era.
Desgarrada por el dolor, enfadada con el mundo, con la vida descompuesta; así se siente y no lo disfraza. La irritación ante las buenas intenciones ajenas, ante esa presión latente por “pasar página”. El rechazo de buscar consuelo en el más allá, aun con casualidades que la desconciertan. Se muestra cruda, escéptica, racional. Lo que conmueve del texto es esta desnudez emocional, este no fingir, este no ocultar el sufrimiento para resultar más amable ni para sonar poética. Ha estado siempre ligada a la cultura, pero para este trance no hay literatura que valga: la muerte, perder a un ser querido, nos rompe a todos, nos retorna a nuestros instintos más básicos de supervivencia.
Y, si bien recoge algunas anécdotas vividas junto a él, como algún viaje o alguna de las diferencias que los complementaban, no cae en la impudicia, no traiciona ese celo de la intimidad que mantuvo siempre el escritor. De hecho, explica la paradoja de encontrarse con gente que, al hablarle (las buenas intenciones) de él, creen conocerlo mejor que ella. Y no. Porque había un Javier Marías personaje literario y un Javier Marías compañero. Entre ellos bromeaban al respecto. Al lector de Marías no le sorprenderá: aunque alguno se tomó demasiado en serio sus artículos, su tono gruñón siempre rezumaba chispa.
Duelo sin brújula es un libro menudo, sin ínfulas, que termina con un atisbo de lo que se puede llamar esperanza: el consuelo de la naturaleza, las plantas (diferentes a las que mantuvo en vida de él) que renacen, volver a ocuparse de algo. Un libro discreto, como discreta fue la pareja y discreto fue Javier Marías sobre su vida privada. Su lado íntimo será siempre un misterio, porque así lo quiso y su viuda no lo traiciona; queda, eso sí, la literatura, la que escribió y la que compartió a través de este Reino de Redonda. Quien quiera adquirir algún título de la editorial, que no se demore: de ahora en adelante solo se reimprimirán aquellos que salgan rentables.
Los libros que se leen con devoción, los autores admirados a los que se vuelve una y otra vez, siempre dicen algo acerca de uno mismo; serán estos libros, por lo tanto, los que hagan revivir a Javier Marías para los lectores. Llegará el día en el que estas obras recuperadas por él serán pieza de coleccionista. Editar como lo hacía Reino de Redonda, sin ninguna visión de negocio, era, en sus palabras, “trabajar para la posteridad”. Puede sonar pretencioso, pero ¿qué hace, si no, un escritor, un creador? Uno de su talla, al menos. Exigente, exquisito y único como escritor; exigente, exquisito y único como lector-editor-traductor. Un hombre de letras a la vieja usanza. Este es su (otro) legado.
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