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Flandes, el país que ama las bicis: De Ronde desde dentro

Alfonso Alba, en el Paterberg

Alfonso Alba

Ourdenarde —
9 de abril de 2025 14:11 h

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“Ahora lo entiendo todo”. Apenas habíamos recorrido siete kilómetros desde Ourdenarde cuando comprendimos de qué iba el Tour de Flandes, De Ronde van Vlaanderen cyclo o simplemente De Ronde para los verdaderos flandiers. Después de una pequeña subida por la calle de un pueblo precioso de nombre impronunciable, Wolvenberg, la bici se volvió ingobernable. Iba sobre una Ridley de carbono que montaba el Vacansoleil allá por el 2012, idéntica a la de Marco Marcato y su victoria en la París-Tours, la última clásica de la temporada. Pero no había manera.

A nuestro alrededor, como si de una batalla campal se tratase, se caían botes, gafas de sol, cortavientos, cámaras de repuesto y geles. Incluso un par de ratas que cruzaban de un cultivo a otro, azotados por una extraña sequía en Bélgica, estaban aplastadas en los adoquines por un pelotón de 17.000 ciclistas. Entre el caos del adoquín, como el de una batalla campal en la tierra de Flandes, los veteranos del lugar nos pasaban como aviones mientras luchábamos por no caernos.

“Ahora lo entiendo todo”. Patricio y yo volvimos a repetir la frase en cada uno de los 16 tramos de adoquín por los que hicimos equilibrios para no pinchar, para que no nos reventara un eslabón de la cadena o el último empaste. Flandes ama a las bicis. Pero en su carrera más importante, la que copan el podio tres campeones del mundo, parece que lo que quieren es que se rompan. Y de paso las piernas y la moral de los ciclistas.

Este 4 de abril, la primavera de Flandes parecía la de Córdoba. Fresco al amanecer, solazo y calor al mediodía. Pero con una diferencia: “El viento, nuestras montañas”, relatan los flandiers de verdad, los que se echan a la carretera con un airazo que te para en seco, que te tira de costado. De los que cuando vas bajando a 70 por hora te mete el susto de tu vida. Pero no me quiero imaginar lo que son los adoquines con lluvia. Y el sábado no llovía.

A partir del Molenberg, el debut con los famosos muros de Flandes, todo comenzó a cuadrar y llegaron los lugares comunes, los tópicos del ciclismo. Los gigantes que nos lijaban en los adoquines en llano se frenaban en seco. Como si de repente flotáramos, los pocos mediterráneos que nos identificábamos por las voces que dábamos comenzábamos a adelantar a los tanques. El adoquín siempre es mejor cuesta arriba que en llano o para abajo. Aunque dudo que un flamenco piense lo mismo. 

De Ronde es, probablemente, una de las cicloturistas mejor organizadas del mundo. En el Cubo de Ourdenarde, en la mítica meta al pie de un museo sobre De Ronde (punto a favor del amor a las bicis) te dan una pegatina para el cuadro de la bici, con todos los hitos de la etapa. Pero entre la presbicia y la ignorancia, cualquiera sabía que el Muur van Geraardsbergen era el mítico Kapelmuur. Y claro, el Garmin no te avisa de esas cosas.

“Vamos, a tope ahora”, me gritaba mi compañero, Julio. Era una cuesta de asfalto muy empinada que parecía que acababa. Los más de 100 flandiers que adelantamos en un suspiro nos miraban como a dos poseídos insensatos. Al girar la esquina, el infierno de Flandes estallaba en forma de unos adoquines imposibles, unas rampas inverosímiles, un carril derecho repleto de ciclistas a pie y un sonido ensordecedor con música de los ochenta. 

No nos dimos cuenta de dónde estábamos hasta que no vimos la capilla, arriba del todo, como las ermitas de los pueblos de Andalucía, que coronan los picos más altos de la sierra. Y como los romeros que suben a ver a la virgen quizás nosotros estábamos en nuestra propia promesa, sin saberlo. Lo único que teníamos claro es que allí había un avituallamiento. Y qué manera de avituallarnos.

En De Ronde es probable que te salga a devolver. Si el Garmin te dice que has quemado 6.000 calorías lo mismo te has zampado más en esos generosos avituallamientos en los que hay de todo: dulce, salado, bocadillos, geles, barritas, bebidas isotónicas, agua, mecánicos preparados para echarte una mano y servicios para no tener que ir haciendo tus cosas por el campo o delante de la gente (que está multadísimo y muy feo). Y creo que el secreto para disfrutar está precisamente en los avituallamientos. Como en San Fermín, siempre que se pueda hay que comer y beber. Que ya vendrán las vacas flacas.

Porque De Ronde es muy dura: 2.000 metros de desnivel en 158 kilómetros con una altura máxima de 140 metros sobre el nivel del mar. Es algo que no tiene mucho sentido sin esos muros que trazaron los antiguos agricultores para cruzar de un lado a otro de las Árdenas flamencas, con los adoquines para que no se escurrieran las bestias, hace un siglo, y no patinen los tractores, ahora. “También podían hacer a los ciclistas subir por las escaleras”, dicen que dijo Eddy Merckx aquel día de 1968 en el que tuvo que echar pie a tierra en el Koppenberg, en aquella primera edición en la que su archienemigo Godefroot tuvo la genial idea de incluirlo en De Ronde. Y sí, el Koppenberg es un muro en el que incluso en seco patina la bici cuando te pones de pie. Muy duro. Durísimo.

Y para acabar, Wembley. Cicloturistas como De Ronde son algo así como echar la pachanga con tus colegas en el estadio de la final de la Champions el día de antes: Oude Kruisberg, Hotond, Oude Kwaremont y el Paterberg. El terrible encadenado en el que Pogaçar iba a destrozar a Van der Poel se nos presentaba con sus vallas, su publicidad, sus pancartas de los últimos kilómetros y su meta en Ourdenarde tras la recta interminable del viento en contra. Pedaleamos junto a las carpas de la gente VIP, la que paga por beber champán junto a grandes pantallas de televisión para seguir la carrera enfrente de la plebe, los que acuden al Kwaremont como de romería, con la mochila cargada de cervezas y comida, de disfraces, de banderas del león con la lengua roja o negra, con una pasión por el ciclismo que los transforma.

Parece que odian a las bicis si meten a los ciclistas por ese infierno empedrado, pero no. Las aman y las respetan. Los revisores del tren se paran contigo para discutir cuáles son los favoritos, para reconocer que lo de las vueltas por etapas les aburre y para recordar que ellos han visto por allí a los mitos. Las señoras que te ven en bici y te preguntan si vas a De Ronde, las caseras que te desean suerte o esa inmensidad de carriles bici e infraestructuras en las que el ciclista es siempre la prioridad.

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