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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Trenes

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No es ideología. Ni siquiera resistencia al progreso, es pereza. La pereza nacional. La pereza que durante siglos nos mantuvo en un duermevela mientras las naciones europeas de nuestro entorno desembocaban en la ilustración, la higiene personal, la educación laica y la democracia. La pereza de la aldea diminuta. La pereza del pueblo dominado por una monumental iglesia medieval y la de la ciudad que aún duerme la siesta escuchando, a lo lejos, el tañido de las campanas de un convento de monjas. La pereza mental del ciudadano que sale a la calle enarbolando una bandera anticonstitucional para reivindicar una larga tradición de supersticiones religiosas, hazañas militares, monarcas lerdos y católicos y dictaduras de generales asesinos.

Hay personas en nuestro país que contempladas con un poco de distancia resultan anticuados en el mismo momento en que se están manifestando. También diversas situaciones y escenarios. Esa es la impresión que producen los telediarios de las televisiones privadas, por ejemplo, el resentimiento de los intelectuales de la transición, los discursos del Rey, el Rey mismo, los nacionalismos, el elevadísimo volumen de voz con el que los locutores narran las retransmisiones deportivas o un servidor escribiendo artículos como este como si Internet no hubiera liquidado hace ya tiempo, por saturación, el negocio del articulismo.

Los trenes que recorren algunas provincias de nuestro país, los que te arrastran hacia Portugal, por ejemplo, o los que recorren la cornisa cantábrica, con su mohosa silueta de vagones rescatados de un tiempo anterior a las fotografías, también producen esa impresión; rurales, lentos, ruidosos, casi, casi de carbonilla.... Estos trenes recorren, con una lentitud de caracol asmático, lugares donde los albañiles todavía gritan obscenidades a las mujeres desde los andamios, donde en las tascas aún se escupe al suelo huesecillos de animales cocinados a la brasa, donde señoras por enlutar aún añoran la paz medieval cocinada por el Generalísimo y donde los lugareños se hurgan los dientes con palillos desgastados mientras hablan de toreros muertos, lindes discutidos y legendarios jugadores de fútbol.

En algunos pueblos polvorientos de la meseta sur, en aldeas cantábricas protegidas por vientos hirientes, en el este levantino, en el interior castellano, lindando con las masas boscosas y con los humedales donde los pájaros del norte anidan durante el invierno, aún hay quien tilda de maricones a los hombres que demuestran una clara tendencia hacia el refinamiento, inclinación vital muy poco considerada en este país de hombres recios, rudos, categóricos.

En el cerebro de ciertos líderes políticos, en barrios pudientes de un Madrid legionario y en ciertas comarcas de nuestro ruidoso país, atravesadas por trenes que parecen no querer llegar a ninguna parte, más rurales que urbanas, minuciosamente envejecidas debido al demencial desorden demográfico propiciado por los constructores que nos gobiernan, todo parece detenido en un tiempo anterior a la democracia. Tan inmóvil como un Cristo de piedra y tan anacrónico como una corrida de toros, una sotana, un pantalón acampanado, de pata de elefante o Isabel Díaz Ayuso; mujer que cuando habla apenas se la entiende, ya que, de fondo, siempre se escucha el estrépito de algo que se derrumba; a veces la inteligencia humana, a veces la decencia....

No es ideología. Ni siquiera resistencia al progreso, es pereza. La pereza nacional. La pereza que durante siglos nos mantuvo en un duermevela mientras las naciones europeas de nuestro entorno desembocaban en la ilustración, la higiene personal, la educación laica y la democracia. La pereza de la aldea diminuta. La pereza del pueblo dominado por una monumental iglesia medieval y la de la ciudad que aún duerme la siesta escuchando, a lo lejos, el tañido de las campanas de un convento de monjas. La pereza mental del ciudadano que sale a la calle enarbolando una bandera anticonstitucional para reivindicar una larga tradición de supersticiones religiosas, hazañas militares, monarcas lerdos y católicos y dictaduras de generales asesinos.

Hay personas en nuestro país que contempladas con un poco de distancia resultan anticuados en el mismo momento en que se están manifestando. También diversas situaciones y escenarios. Esa es la impresión que producen los telediarios de las televisiones privadas, por ejemplo, el resentimiento de los intelectuales de la transición, los discursos del Rey, el Rey mismo, los nacionalismos, el elevadísimo volumen de voz con el que los locutores narran las retransmisiones deportivas o un servidor escribiendo artículos como este como si Internet no hubiera liquidado hace ya tiempo, por saturación, el negocio del articulismo.